Gabriel García Márquez se encontraba en Roma oficiando de vicepresidente del Segundo Tribunal Russell convocado para denunciar violaciones a los derechos humanos en América Latina, por lo que la conversación de esa noche giró en torno a asuntos políticos. Pero hacia el final de la jornada, el ilustre director brasileño Glauber Rocha lanzó una pregunta sobre la posibilidad de que la obra maestra de Gabo tuviera una versión cinematográfica. Los demás comensales se volvieron hacia García Márquez, expectantes. Estaban, entre otros, Julio Cortázar, Roberto Matta y Rafael Alberti y su esposa, María Teresa León, que había jurado en algún momento de la cena que entraría en Madrid en un caballo blanco, totalmente desnuda tan pronto como muriera Franco.
El novelista colombiano solía ser muy suave en sus intervenciones, así que me sorprendió la vehemencia de su respuesta. —“¡Nunca!”, exclamó—. “Sintetizar esa historia de siete generaciones de Buendía, toda la historia de mi país y de América Latina, realmente de la humanidad, ¡imposible! Solo los gringos tienen los recursos para ese tipo de superproducciones. Ya he recibido ofertas: proponen una epopeya, de dos horas, tres horas de duración. ¡Y en inglés! Imagínate a Charlton Heston fingiendo que es un macondiano mítico en una jungla falsa”. Y añadió un definitivo “¡Ni muerto!”.
Mientras volvíamos al hotel donde nos tenían alojados, sugerí que él, guionista cabal, podía controlar la producción, exigir que los personajes hablaran nuestro idioma. Sacudió la cabeza. “Sería una aberración. Intraducible a otro medio. Es demasiado… literario”. Y repitió: “¡Ni muerto!”.
Y bien, una década después de la irremediable muerte de mi amigo Gabo, Netflix ha comenzado a difundir a un gigantesco público internacional los primeros ocho episodios de Cien años de soledad. Varias de las objeciones planteadas por su autor en aquella remota trattoria, han sido abordadas: filmada íntegramente en castellano en diversas zonas de Colombia, con actores principalmente anónimos y aficionados y una fidelidad digna de elogio al texto. La delirante cinematografía, el reparto atento, los bellísimos paisajes, logran algunas escenas imperecederas como si hubieran salido directamente de las entrañas de la salvaje y tierna imaginación del autor.
Y, sin embargo, a esta teleserie le falta algo esencial, como debería ser evidente para cualquiera que haya leído la novela, como yo lo he hecho, reiteradamente, desde que me cautivó en 1967, cuando tuve la suerte de ser, a los 25 años de edad, uno de sus lectores inaugurales, gracias a mi trabajo como crítico literario en Chile.
Si la novela de Gabo fuera solo una enrevesada trama de fascinantes y exóticos incidentes, la transferencia de Netflix podría calificarse de exitosa. Pero Cien años de soledad es, ante todo, una proeza del lenguaje, una obra revolucionaria en cuanto a que cuestiona el modo en que entendemos esto que se llama nuestro mundo habitual. Desde su primera línea icónica contenía y aún contiene una estrategia singular para transmitir la epopeya de nuestra especie, con tanta potencia que iba a cambiar el curso de la literatura del siglo XX. Es esa perspectiva irremplazable la que Netflix no ha podido capturar.
Basta con centrarse en uno de los episodios más maravillosos de la novela. A la remota aldea de Macondo, fundada por los Buendía y sus amigos como un paraíso donde la muerte no tiene dominio, llega la Peste del Insomnio, cuyos estragos anticipan, nos daremos cuenta más tarde, el destino apocalíptico y final del pueblo y sus habitantes, despojándolos de recuerdos e individualidad. Entre las muchas descripciones de los síntomas de la plaga, el narrador desliza esta joya: “En ese estado de alucinada lucidez, no solo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las imágenes soñadas por otros”. La teleserie no hace el menor intento de filmar una visión tan escueta y fantasmagórica.
En su lugar, nos ofrece una retahíla de hechos espectaculares, que culminan en una noche de incendios caóticos y violentos, algo que no consta en la novela. Lo mismo ocurre con el modo de presentar el inicio de la epidemia, cuando Rebeca Buendía muestra signos de haber contraído la enfermedad. Un momento discretamente destacado en la novela: “Sus ojos se iluminaron como los de un gato en la oscuridad”. La miniserie ha transmutado esos ojos felinos en un aterrador azul lechoso, una imagen que deriva de los efectos especiales de una típica película de terror, como si Rebeca fuese una protagonista de El exorcista. Pero ella no está poseída por demonios; sino por una aflicción con inmensas dimensiones existenciales que apunta a las raíces mismas del lenguaje y la memoria y la muerte.
No mencionaría siquiera lo que podría considerarse un asunto trivial si no fuera indicativo de la aproximación estética que han tenido los productores de la teleserie hacia lo que es misterioso y “mágico” (un término reductivo y mercantil que me disgusta; pero que me veo forzado a usar). Cómo acercarse a lo espectral no es una cuestión secundaria, ya que uno de los logros más emblemáticos de la novela es la manera que yuxtapone incesante y cómodamente lo ordinario y lo sobrenatural, una peste del olvido contada con la normalidad utilizada para relatar a una niña que se chupa el dedo. Los Buendía no se inmutan cuando los fantasmas los visitan, cuando Aureliano tiene presagios del futuro, cuando una solterona moribunda lleva cartas de los habitantes del pueblo a sus parientes fallecidos. Lo extraño e increíble para los hombres y mujeres de Macondo son las invenciones de la ciencia que transmutan el mundo material: el hielo, la fotografía, las brújulas, las intrusiones de la modernidad en un mundo que, hasta entonces, vivía en un estado de perpetua inocencia infantil.
Gabo tuvo la genial intuición de adoptar la perspectiva de la comunidad desde la que narra, desde su sistema de creencias, tan reales para ellos como sus propios cuerpos. Señalar, como lo hace la adaptación de Netflix, que algo antinatural y críptico está en marcha, rasgueando música ominosa y relegando la mayoría de los sucesos paranormales a una atmósfera sombría y oscura, crea el efecto opuesto de lo que la novela logra de manera tan asombrosa. La adaptación nos convierte en voyeurs de lo excéntrico y lo siniestro, reconfortados por tropos familiares, en lugar de desafiarnos, como lo hace el libro, a preguntar: ¿qué es exactamente la realidad?
Algo similar ocurre con el sexo. García Márquez era un entusiasta de lo erótico, una forma alegre y radiante de salir de la soledad y, finalmente, de darse cuenta de cuán solitaria es nuestra vida, y que incluso ese prodigio momentáneo de cuerpos unidos no puede vencer a la muerte que, cada uno por su cuenta, tendrá que enfrentar. Nada podría estar más lejos de ese enfoque literario, enigmático e introspectivo, del sexo que la proliferación en la pantalla de escenas tórridas de cópula, con gemidos estandarizados, cuerpos agitados y orgasmos tediosos destinados más a aumentar los índices de audiencia que a acompañar a los personajes en su búsqueda por engañar la extinción.
Tampoco se puede deducir de la serie de Netflix, que Cien años es, bueno, tan… literaria, deudora de Kafka y Borges, de Faulkner y Rabelais, de El Decamerón y de Las mil y una noches, cuán profundamente es nieta de Cervantes. Ni que significó un asalto desde los márgenes del planeta, una subversión (en tantos sentidos de la palabra) del modo habitual de narrar, forzando a sus lectores a ver el mundo desde quienes han nacido lejos de los centros calcificados del poder. Los espectadores de esta adaptación tampoco podrían colegir que la novela original, a pesar del incesto, los asesinatos, las guerras civiles, las masacres, el imperialismo, que acosan al clan Buendía y al gran continente colonizado que alegóricamente representan, es implacablemente cómica. Los personajes de Gabo están atrincherados en sus obsesiones y locuras, tambaleándose, a menudo de manera risible, hacia el andamiaje de sí mismos y de la historia, una visión ausente en esta solemne versión cinematográfica.
Hace poco, defendí en la New York Review of Books la decisión de los hijos y herederos de García Márquez de publicar, contra su voluntad expresa, su novela póstuma, Nos vemos en agosto. En esta ocasión soy menos indulgente. ¿Encontraría su padre mucho que admirar en esta dramatización? Sin duda. Y de ninguna manera es una aberración. Gabo estaría complacido, creo, de la dignidad otorgada a sus amados y falibles Buendía. Y es cierto que millones de personas adicionales serán llevadas a leer este regalo extraordinario que nos sigue llegando desde las zonas problemáticas y rebeldes de nuestra humanidad.
Tengo que complacerme, entonces, con la esperanza de que la visión seminal contenida en ese libro no quedará atrapada para siempre en la lujosa; pero limitada versión que ahora impregna las pantallas del globo.