Radiografía del horror en la Siria de El Asad | Internacional


Mahmud Salah Abdelnafah duda y se mantiene en silencio, asustado y con la mirada perdida. Su madre, que jamás pensó que lo vería salir con vida del infierno de la cárcel siria de Saidnaya, le dice: ¡Cuéntalo todo! ¡Todo! ¡Ya no tienes nada que temer! ¡El régimen [de Bachar el Asad] se ha ido y no va a volver!”. Minutos después, libera la palabra, pasando de los monosílabos a los relatos. Y al día siguiente, vuelve —por vez primera como hombre libre— a la prisión en la que sobrevivió siete años, convertida en símbolo de las atrocidades de medio siglo de dictadura en Siria de los El Asad, padre (Hafez) e hijo (Bashar). La cárcel recibió en los casi 14 años de guerra el calificativo de “matadero humano”, por los cadáveres que partían diariamente hacia unas fosas comunes cuya dimensión también descubre estos días la nueva Siria, como si despertase de una larga pesadilla. A la entrada de Saidnaya, alguien ha hecho una pintada: “Ni olvidamos, ni perdonamos”.

Abdelnafah dejó un sueño sin cumplir desde que ingresó en 2018 (por matar soldados tras desertar del ejército para unirse al bando contrario) hasta el pasado día 8, cuando oyó un ruido en la cárcel, pensó que un guarda se disponía a propinarle otra paliza gratuita y se encontró a combatientes rebeldes reventando a disparos los candados de las celdas. “No lo podíamos creer. Algunos lloraban, otros se volvieron para dentro […] Éramos 10 personas que no podíamos ni andar, de las torturas. Yo, entre ellos. Quien podía andar, salió. Un combatiente, no sé su nombre, me cogió, me besó [en la frente] y me dijo: “Gracias a Dios, estás a salvo. Vas a volver con tu familia sano y salvo”.

Mahmud Salah Abdelnafah en el interior de una celda. Foto: Álvaro García

Su sueño incumplido consistía en atisbar el exterior por la única ventana no opaca del cuarto de las duchas, al que los llevaban una vez al mes entre 10 y 15 segundos. Nunca pudo, porque tenían que permanecer encorvados, mirando al suelo con las manos en la nuca.

Hoy, se cobra su humilde venganza particular. Mira por la ventana nada más entrar al cuarto. Apenas un segundo, sin embargo, como si aún temiese que aparezca de repente de un rincón alguno de los guardas militares que lo golpeaban, insultaban, mandaban a la zona de torturas o ponían en confinamiento solitario por infracciones como mirarlos a la cara, esconder sal, zaatar o bolsas de plástico para almacenar la escasa agua. O por recitar el Corán con los labios dentro de la celda, donde los vigilaban con cámaras.

Apenas lleva dos semanas en libertad, así que sigue muy delgado (entró con 57 kilos y salió, a los 27 años, con 35), come con lentitud y se deja la mitad de un plato que equivale a semanas de ración en la cárcel. Solo habla cuando le preguntan, respondiendo con miedo a preguntas como “¿Qué tal?”, con frases de cortesía como “Gracias a Dios” o “Si Dios quiere”.

Conserva la tez blanca y las marcadas ojeras con las que su madre —tan sorprendida por la caída relámpago del régimen como el resto del planeta— lo recibió con emoción de regreso a casa, como puede verse en un video que la familia ha compartido con este periódico. “Aún no he conseguido dormir. Me paso las noches con los ojos abiertos mirando hacia arriba. A veces pienso que sigo allí”, admite.

Mahmud Salah Abdelnafah. Foto: Álvaro García

Tiene una parte del dedo amputada porque —cuenta— le metieron un clavo a martillazos en otra de las prisiones en las que se torturaba, llamada Palestina. Camina con dificultad: nunca se recuperó de los 400 golpes que le dieron en las suelas de los pies, embutido en la rueda de vehículo, en Saidnaya. Era una tortura habitual, conocida como dulab. El motivo: los guardas se enteraron de lo que él trataba de ocultar: que procedía de Duma, bastión rebelde a las afueras de Damasco. “También me mojaron el cuerpo y pusieron desnudo en una silla de acero. Cuando activaron la electricidad, salí despedido y me desmayé”, dice.

Mahmud Salah Abdelnafah en una celda de castigo.Foto: Álvaro García

Por eso, duda hasta el último momento si volver al lugar donde sufrió tanto. “Anoche tenía miedo”, admitía en el coche, ya de camino desde su casa familiar en la ciudad de Duma a la prisión de Saidnaya, a unos 30 kilómetros de Damasco.

Lo hace con otros dos exreclusos: Manyub Adnan Isali, de 34 años, y Walid Tubayi, uno menor. El primero explica que fue encerrado allí, junto con su padre, entre 2019 y 2022, por desertar del ejército en 2012. Fue a entregarse en el marco de un acuerdo de cese de las hostilidades tras unos enfrentamientos que convirtieron manzanas de edificios enteras en un erial, y acabó arrestado.

Tubayi representa una de las paradojas de la guerra siria. Fue obligado a servir en el ejército de El Asad en las 24 horas siguientes a salir de Saidnaya, en 2022. Muestra la orden, que aún guarda en la cartera, y matiza que los exreclusos como él no recibían armas, por miedo a que las empleasen en contra de los militares. Así que, a principios de mes, cuando se acercaba la caída del régimen, él se encontraba haciendo labores administrativas en la Marina, en la base costera de Latakia. Ante el imparable avance rebelde, su comandante, recuerda, le dijo: “Quien quiera quedarse, que se quede; quien no, puede irse”. Tubayi respondió: “Yo tengo mujer e hijos…”. “Pues váyase con ellos”. Se despidieron con el saludo militar. Tubayi salió a pie hacia Duma a las cinco de la mañana. Anduvo unos 25 kilómetros, hizo mucho autoestop y llegó a casa ya de madrugada, en una Siria que cambiaba minuto a minuto.

Es, para todos, el primer regreso a Saidnaya, y lo viven de formas muy distintas. Abdelnafah o, como lo llamaban los carceleros, 19.665 (“aquí, todos, solo éramos números”, añade), apenas abre la boca. Cuando ve una frase escrita, mueve lentamente los labios, como si reaprendiese a leer. Se mueve en silencio, observa y quiere más que nada llegar a su celda. Como está prácticamente intacta, aprovecha para recuperar cosas, que mete en dos bolsas para llevarse a casa. Minutos antes hablaba de las ratas en la celda y los bichos en los uniformes, que se lavaban cada tres meses. De repente, una rata cruza de un lado a otro del calabozo. Pasadas dos horas en Saidnaya, se sienta en el suelo y pide salir: “Me he tranquilizado al entrar y ver que dentro no hay nada que me dé miedo, pero me empieza a faltar el aire”.

Isali, en cambio, está mucho más recuperado. No salió hace dos semanas, como Abdelnafah, sino hace dos años, y quiere recorrer cada parte de la cárcel. Ha tenido más tiempo para procesarlo y pretende, sobre todo, que el mundo sepa aquello por lo que pasó.

Tubayi entra rezando y clamando “Dios es el más grande” con los ojos hacia el cielo. Dentro, bascula entre la risa de felicidad y el llanto, cuando cree que nadie lo ve.

Vistas desde una ventana de la sala de las duchas.
Vistas desde una ventana de la sala de las duchas.Álvaro García

Todo, sin embargo, sorprende a los tres, como si nunca hubieran estado allí antes. Es una cuestión de perspectiva, tras años obligados a moverse mirando al suelo, a veces encadenados. No osaban levantar la mirada porque conllevaba paliza, tortura o muerte. “Éramos como los búhos, nos guiábamos por el oído. Incluso cuando ibas al médico militar, no podías mirarle a los ojos”, rememora Isali. Nadie sabía lo que pasaba afuera. “Solamente nos llegaban de los alauíes rumores de que se acercaba un perdón presidencial. Luego no sucedía, y oías y veías a la gente llorar”.

El maltrato y las torturas formaban parte del día, estuviesen o no formalmente condenados. Los tres expresos coinciden en que eran, por lo general, golpes y palizas. Por alguna infracción o, principalmente, porque sí. Como cuando los carceleros dejaban la comida ante la puerta de la celda. “Si no la cogías rapidísimo”, dice Tubayi imitando el gesto, “te cerraban la puerta contra la cabeza o la mano, o te daban una patada en la carta”. Interviene Isali: “Si sacabas la mano por la puerta de la celda, te daban en la mano con la porra”.

Había métodos más crueles, como el dulab que sufrió Abdelnafah. O la Alfombra Mágica, que era una placa de madera con una bisagra a la que se ataba el recluso. Luego se doblaba hasta que sus rodillas y pecho se tocasen. En la Silla Alemana también se forzaba la espalda del recluso, pero al revés, hasta quebrar su espina dorsal. Abdelnafah recuerda cómo los guardas mojaron en agua fría a un compañero de celda y lo obligaron a pasar la noche desnudo, en invierno y con las ventanas del pasillo abiertas. “A la mañana siguiente, estaba duro como este plástico”, resume. Un manto de vergüenza cubre otro tema, que figura en los informes de las organizaciones de derechos humanos. Algunos presos eran violados u obligados a violar a otros.

― Ya habías firmado una confesión. ¿Para qué te torturaban?

― “Porque sí, porque nos odiaban”, responde Abdelnafah.

Mahyub Al Sali muestra cómo los guardias obligaban a ponerse a los presos antes de pegarles.
Mahyub Al Sali muestra cómo los guardias obligaban a ponerse a los presos antes de pegarles. Álvaro García

Las ejecuciones de compañeros también eran rutinarias, coinciden los tres. Lo que ellos veían es que, al alba, ya no estaban. A veces hasta cien presos de una tacada. “Las excarcelaciones eran por la mañana. Si desaparecían por la noche, todos entendíamos lo que les estaría pasando”, señala Al Sali. “No había noche que no oyésemos los gritos y torturas de otros. Oías golpes y sabías que [esa persona] no iba a sobrevivir. De repente se hacía el silencio. Se me paraba el mundo, por alivio de no ser yo y por miedo a ser el siguiente. No hay palabras para describir esa sensación”.

Amnistía Internacional dedicó un informe a Saidnaya en 2017, cuando aún era un agujero negro inaccesible. Cifraba en 13.000 las personas que habían sido ahorcadas allí en apenas cinco años. Tras la liberación de la prisión, se encontró en el lugar una soga ensangrentada. El régimen siempre negó las acusaciones, que calificó de infundadas y propaganda occidental.

Un fotógrafo forense que desertó de la policía militar puso imagen al horror al lograr sacar del país decenas de miles de imágenes de cadáveres torturados en las prisiones. Responde al seudónimo de César, que dio nombre a una ley de sanciones de EE UU en 2020. Aún no ha desvelado su verdadera identidad.

Abdelnafah, Isali y Tubayi estaban en la parte más dura del presidio, la roja. Era para los presos políticos o para los acusados por delitos relacionados con la guerra iniciada en 2011. “Siempre olía a diésel para ocultar el olor a sangre”, dice Tubayi. “Abrían la puerta de la celda y ya tenías miedo. Pensabas que te tocaba dulab”, apunta Isali. La norma era clara: debían esperar a los guardas en el fondo de la celda, agachados mirando al muro. Había otro edificio, el llamado blanco, para sentenciados por delitos comunes graves y en el que se efectuaban las ejecuciones.

En invierno, los carceleros dejaban abiertas las ventanas. En verano, las cerraban. Abdelnafah lo resume con una frase: “Todo era un castigo”. Como la comida. “No daban casi, pero tenías que dejar algo a las ratas, porque si no te atacaban”, tercia Isali.

El escaso contrabando les permitía conseguir un poco de sal y condimentos (prohibidos) del ala de la prisión en la que estaban los opositores chiíes, la minoría privilegiada por los El Asad. Cuando la visitan, se sorprenden de sus “privilegios”: como una manta por persona o una crema depilatoria, para evitar que los bichos se asentasen en el vello. “Nosotros”, lamenta Tubayi, “nos lo teníamos que arrancar con las manos”.

Aún cuelgan del baño de la celda de Abdelnafah las bolsas de plástico (prohibidas) con agua, aceite y especias (también prohibidas) que obtenían de contrabando. Las escondían en el baño, el único lugar oculto a las cámaras de circuito interno. Cuando había un registro, las ocultaban a toda prisa entre la ropa. Era, también, el único lugar que les permitía hablar con otros reclusos. Un golpe en la pared de la ducha avisaba a la celda contigua de que querían comunicarse, a través del desagüe.

Mahmud Salah Abdelnafah, en la celda de la prisión de Saidnaya, en la que ha estado prisionero seis años y de la que salió el pasado domingo  8 de diciembre, cuando el régimen de Bachar El Asad cayó en manos de los rebeldes sirios.
Mahmud Salah Abdelnafah, en la celda de la prisión de Saidnaya, en la que ha estado prisionero seis años y de la que salió el pasado domingo 8 de diciembre, cuando el régimen de Bachar El Asad cayó en manos de los rebeldes sirios. Álvaro García

Abdelnafah también muestra las sandalias que se hicieron arrancando trozos de una manta y cosiendo (con un alfiler que también estaba prohibido) una bolsa de plástico en la suela. Las usaban, sobre todo, para ir al baño, donde todo era mugre y pestilencia. Lo explica Tubayi: “Como el desagüe era pequeño, si alguien, perdón por hablar de esto, defecaba, el siguiente tenía que empujar las heces con la mano”.

Tenían prohibido rezar, incluso en la celda. “Por lo general, me limitaba a rezar con los ojos. Si te veían por las cámaras mover los labios, sabías que estabas en problemas. Incluso si te veían por la cámara pasar la mano por la pared de la celda [para hacer las abluciones a falta de agua]”, recuerda Abdelnafah.

Las normas del islam impiden hacerlo en un lugar tan sucio como el baño, el único al que no llegaban las cámaras. Así que inventaron dos trucos. Uno era esconder un trocito de cuero entre la ropa, con una especie de puntero enrollado en el interior. Escribían los versos del Corán que conocían de memoria y lo pasaban al resto. Abdelnafah simula la posición en la que se colocaba para leerlo. Reclinado, dando la espalda a las cámaras. Luego lo borraban con la pastilla de jabón. El otro sistema dependía de un alfiler que ocultaban como si fuese un lingote de oro. Les permitía grabar partes más largas del Corán, usando todas las caras del jabón.

Algunos presos, cuentan los tres exreclusos, podían recibir visitas, pero duraban 15 minutos, con un carcelero militar al lado. “Te ponía la mano en el hombro y se quedaba allí todo el tiempo, así que no podías decir nada que fuera verdad. La conversación era: ‘¿Qué tal? —Bien, gracias a Dios, ¿Cómo están los niños? —Bien, gracias a Dios’. Así”, cuenta Isali.

El día de la liberación quedaban unos 4.300 presos en Saidnaya, según su Asociación de Detenidos y Desaparecidos. Los vídeos difundidos en redes sociales del momento muestran a reclusos escapando, entre confundidos y temerosos. Uno de ellos pregunta a alguien en la calle: ¿Qué ha pasado?”. “Ha caído el régimen”. Se le escapa una risa espontánea de alegría.

Al salir de las cárceles, algunos de los presos más antiguos creían que aún seguía en el poder Hafez El Asad, que murió en 2000. Un caso emblemático es el del piloto militar Rahid At Tarari. Pasó 43 años en prisión por negarse a bombardear la ciudad de Hama durante la sangrienta represión de una revuelta liderada por los Hermanos Musulmanes. Otros pensaban que estaban siendo liberados por las tropas de Sadam Huseín en Irak, capturado tras la invasión estadounidense, en 2003, y ejecutado tres años más tarde. Siria e Irak compartían nombre del partido político en el poder (Baaz) y orientación panarabista, pero mantenían una relación hostil.

Los combatientes entraron en Saidnaya tras tomar la ciudad de Homs, rumbo a Damasco, en las últimas horas de la ofensiva sorpresa que lanzaron desde el noroeste, en la provincia de Idlib, el último reducto rebelde, tan olvidado desde hacía años como la guerra de Siria. En apenas 11 días derrocaron un régimen que prácticamente nadie (ni sus soldados, ni sus aliados internacionales) se esforzó por defender. Tampoco los carceleros de Saidnaya. En el suelo dejaron sus uniformes e informes burocráticos de aquello que podía quedar por escrito: castigos de confinamiento solitario, peleas entre presos, peticiones de medicamentos…

Los primeros días tras la liberación se transformaron en una procesión del horror. Decenas de miles de personas se apresuraban a buscar a los suyos allí donde no se habían atrevido a acercarse durante años. Un rumor alimentaba su esperanza: podía que estuviesen bajo tierra, en una enorme colmena subterránea de celdas. La semana pasada, los servicios de rescate cavaron y descartaron que existiese.

Mahmud Salah Abdelnafah desciende a la planta baja de la prisión.
Mahmud Salah Abdelnafah desciende a la planta baja de la prisión. Álvaro García

Lo más probable es que lleven años descomponiéndose en algunas de las fosas comunes, como Qutayfah, Nayha, Adra o Tadamon, a las que llegaban camiones frigoríficos desde Saidnaya y cuya escalofriante dimensión comienza a quedar al descubierto, una vez descorrido el manto de miedo y silencio de la dictadura. Tanto la Comisión Internacional de Desaparecidos, con sede en La Haya, como la Defensa Civil Siria (la organización de rescate más conocida como Cascos Blancos, que investiga la suerte de los desaparecidos) los calculan en torno a 150.000, en un país que tenía 23 millones de habitantes antes de la guerra. El Observatorio Sirio por los Derechos Humanos cree que 60.000 perdieron la vida por torturas y da por muertos a al menos 80.000 de los desaparecidos

Ya no hay multitudes en Saidnaya. Solamente un equipo de ADAF, los servicios de emergencia de Turquía, el principal apoyo de los rebeldes que dieron la vuelta al conflicto. Son 80 y trabajan con excavadoras, radares y sistemas de escucha avanzada para cerciorarse de que no esconde celdas subterráneas.

Tras recorrer sin éxito prisiones y morgues de los hospitales, algunos familiares de los desaparecidos siguen acudiendo a Saidnaya en busca de cualquier pista (una prenda de ropa, un informe penitenciario, un expreso que coincidiese con su ser querido…) porque la incertidumbre es a veces peor que la certeza de la muerte. Unos se aproximan a los tres exreos y les muestran una foto en el móvil. Buscan a Ahmed, de Alepo, y Abdalá, de Raqa, desaparecidos desde 2012 y 2013. Nada. “Solo Dios sabe dónde están. ¿Dónde han ido? ¿No hay ni papeles sobre ellos? Que Dios coja a los hijos de El Asad y les prive de agua en esta vida y en la siguiente”, dice uno de los familiares con desprecio.

La búsqueda de los desaparecidos no ha hecho más que empezar. Continúa por todo el país en grupos multitudinarios de la red Telegram o a través de carteles ―una foto, un nombre y un número de contacto― pegados en las calles o a las entradas de las cárceles y de los hospitales a los que llegaban los cadáveres. El Gobierno interino, liderado por el principal grupo armado que derrocó a El Asad, el islamista Hayar Tahrir El Sham (HTS), ha creado una centralita para que la población proporcione información.

Nayat Naser Musa lo ha intentado todo y, en un gesto espeluznante, parece resignarse a la muerte de su hijo, Moatazem. Se acerca al foso, que se cree que contiene miles de cadáveres tirados a lo largo de los años, y lo llama en voz alta. “¿De dónde me vas a responder? ¿De debajo de la tierra?”, se dice a sí misma ante el silencio. Musa cuenta que, en 2013, su hijo le dijo que salía de casa y que no se preocupase. Ella se opuso. Él la tranquilizó: sería solo media hora.

Musa se personó en el tribunal de delitos de terrorismo, en la policía militar, en las morgues… Un abogado le confirmó años después que estaba “vivo y en manos de las autoridades”, sin más detalles.

Allí trabajó El sepulturero. Es su nombre en clave, con el que declaró como testigo en 2020 en el juicio contra oficiales del régimen sirio en Alemania, desde donde habla por teléfono con este periódico. Entre 2011 y 2018 supervisó el traslado de los cuerpos a las fosas comunes, así que su testimonio fue clave para condenar a perpetuidad a Anwar Raslan por crímenes contra la humanidad.

DVD1245. Mahmud Salah Abdelnafah, en una galería de la prisión de Saidnaya, Siria.
DVD1245. Mahmud Salah Abdelnafah, en una galería de la prisión de Saidnaya, Siria. Álvaro García

El Sepulturero era un funcionario del Ayuntamiento de Damasco encargado de los entierros civiles. Los servicios de inteligencia lo reclutaron al empezar la guerra, para dirigir el equipo que se deshacía de los cadáveres. Iban, primero, de los centros de detención a los hospitales y, desde allí, en camiones frigoríficos, a las fosas comunes.

Trabajó en dos. Hasta 2013, en Nayha, donde las imágenes satélite muestran cómo se van formando zanjas en esos años. Luego, en Qutayfa. “Venían tres furgonetas cubiertas, con entre 30 y 50 cuerpos cada una”, detalla. Sabe de dónde, “porque los propios documentos de los hospitales lo indicaban a veces”. Muchos de Saidnaya. Otros, de distintos centros de detención más o menos clandestinos. “A veces los traían directamente sin papeles. Los oficiales iban enmascarados, así que nunca les vi la cara”. Ahora, caído el régimen de El Asad, se plantea regresar a su país y desvelar públicamente su identidad.

Medio centenar de kilómetros separan las fosas comunes de Nayha y Quteyfa, por la carretera que deja a un lado Damasco y al otro, el aeropuerto internacional que comenzó a recobrar la vida esta semana, con un vuelo experimental a Alepo, aunque sigue prácticamente vacío.

Mientras que en Nayha es un espacio abierto con fosos y montones de tierra, Qutayfa es un llano militar (rodeado de un muro desde 2019) donde han quedado abandonados cuatro vehículos militares de Rusia, que combatió desde 2015 en apoyo del régimen de El Asad. El ritmo del avance rebelde fue tan sorprendente que siguen dentro las instrucciones en ruso de los sistemas o los telescopios para ver desde dentro al enemigo sin exponerse.

De izquierda a derecha, Mahyub Al Sali, Mahmud Salah Abdelnafah y Walid Tubayi en una galería de la prisión de Saidnaya.
De izquierda a derecha, Mahyub Al Sali, Mahmud Salah Abdelnafah y Walid Tubayi en una galería de la prisión de Saidnaya.Álvaro García

Es una de las cinco fosas comunes que identificó la Syrian Emergency Task Force, una organización con sede en EE UU que venía apoyando a los rebeldes y denunciando las violaciones de derechos humanos del régimen de El Asad. Su director, Mouaz Moustafa, estima que en Qutayfa yacen los restos de la mayoría de desaparecidos. Hasta 100.000.

Stephen J. Rapp, exembajador itinerante de Estados Unidos contra los crímenes de guerra y lesa humanidad, visitó las dos fosas esta semana y habló de una “maquinaria de la muerte” que requirió de miles de personas: “Desde la policía secreta que hacía desaparecer gente de calles y casas, hasta los carceleros e interrogadores que los mataban de hambre o de torturas, hasta los conductores de camiones y de bulldozers que escondían los cadáveres”.

Muy cerca, en el cementerio de Qutayfa, unas pintadas en la pared marcan el lugar de entierro de muertos sin nombre. Rezan “Varón anónimo” o “Joven anónimo”. Al lado, hay una pequeña fosa común en la que Abdul Kadir al Sheija, el jeque que recitó la oración fúnebre musulmana, calcula que habrá unos cien cadáveres. “Al principio, los traían uno a uno, luego en grupo. En uno de los cadáveres vi en las mejillas restos de sangre que le caían de los ojos”, señala. La fosa tiene, cita de memoria, 20 metros de largo y dos de ancho y de profundidad. “Una vez, los soldados que los trajeron me dijeron ‘¿por qué rezas por ellos? Son terroristas’. ‘No, son musulmanes’, respondí. Se calló”. Mohamed Al Sheija fue brevemente alcalde de Qutayfa y se justifica: “No había piedad para el que hablaba, así que nadie se atrevía siquiera a acercarse”.

Fotos de desaparecidos en el exterior de la prisión de Saidnaya, Siria.
Fotos de desaparecidos en el exterior de la prisión de Saidnaya, Siria. Álvaro García

La Comisión Internacional de Personas Desaparecidas, con sede en La Haya, habla de 66 fosas comunes en Siria. Algunas con apenas decenas de cuerpos. En una de ellas, Tadamon, cerca de la capital, los investigadores de la ONG de derechos humanos Human Rights Watch han encontrado multitud de restos humanos. Tanto en el lugar de una masacre en 2013 (que grabó a plena luz del día uno de sus propios perpetradores, guiando a decenas de civiles con los ojos vendados hacia una fosa común), como en el barrio colindante. El vídeo salió a la luz gracias a una filtración y el trabajo de unos académicos.

Las descripciones coinciden con lo que cuenta que vio Ayman Al Jalil, sin llegar a manejar los cadáveres. Explicaba que trabajaba antes de la guerra como vigilante, de día y de noche, en el solar que ocuparía la fosa de Nayha. En el verano de 2011, le encargaron vigilarlo solo de día. Los cadáveres llegaban de noche y, una vez, se los encontró al llegar al alba, aún tirando los cuerpos. Recuerda “el miedo y el olor”. Incluso quienes tenían un familiar enterrado en el cementerio (las fosas están junto a un mar de lápidas) pasaron a necesitar un permiso de las autoridades militares para entrar, explica uno de ellos, que prefiere no dar su nombre.

Lo confirma, en la carretera al cementerio, un adolescente de la zona, que aún teme hablar del tema con nombres y apellidos. “Había mucho movimiento de camiones y de excavadoras por esta carretera, sobre todo de noche”. Los investigadores han encontrado allí huesos humanos en la superficie, pero creen que el grueso está bajo tierra, incluso por debajo de las tumbas. “Todo el mundo sabía que algo raro pasaba”, sentencia, “pero todos teníamos miedo de decir algo y acabar nosotros dentro de los vehículos”.



source