La Unión Europea ha celebrado esta semana su última cumbre del año, una reunión sin decisiones trascendentales que ha servido sobre todo para tratar de diseñar estrategias comunes ante las previsibles turbulencias que acarreará la vuelta de Donald Trump a la Casa Blanca dentro de un mes. Precisamente, el presidente electo de EE UU ha aprovechado la circunstancia de la cumbre para enviar un mensaje claro a los Veintisiete: si no compran más petróleo y gas a su país, les impondrá una oleada de nuevos aranceles. La guerra comercial es, junto a las serias dudas sobre la continuidad de las ayudas estadounidenses a Ucrania, uno de los factores más críticos del año geopolítico que se avecina.
La respuesta ante estos desafíos solo puede ser una: la unidad. Desgraciadamente, no es algo tan evidente en la Europa de hoy. No solo la Hungría de Orbán —que a finales de año cede a Polonia la presidencia de turno del Consejo de la UE— libra un boicoteo constante a las iniciativas comunitarias; tampoco la Eslovaquia de Fico es una garantía de consenso. Por su parte, no es previsible que la Italia de Meloni rompa la unidad de forma palmaria, pero podría intentar perfilarse como socia privilegiada del dúo Trump-Musk. Para colmo, las dos mayores economías del continente pasan por horas bajas: Francia atraviesa una profunda crisis política y Alemania se encamina hacia un laborioso proceso electoral.
Pese a todo, la posibilidad de pactar una respuesta conjunta se complica pero no desaparece del todo. En materia comercial, porque las competencias son comunitarias y el bloqueo requiere minorías consistentes. Cabe pues la posibilidad de negociar con vigor con un Donald Trump crecido. Por ejemplo, jugando cartas que puedan tener sentido dentro de la disparidad: desde la compra de gas para seguir eliminando la dependencia residual de Rusia o la compra de armas que la UE no tiene capacidad de producir con rapidez.
Respecto a la defensa de Ucrania, en cambio, la acción tendrá que darse sobre todo en el ámbito de Estados miembros y en coordinación con otros, como el Reino Unido, ya que la Unión se ve sometida en este terreno al constante torpedeo de Viktor Orbán. El objetivo realista es sostener a Ucrania frente a la invasión para convencer a Putin de que no le conviene prolongar la guerra. Si el Kremlin percibe que Kiev está cerca de desmoronarse, no parará. Si, al contrario, percibe que el coste militar y económico de seguir se le hace insostenible, tal vez se avenga a negociar la paz. Es cierto que Rusia está cosechando preocupantes avances en el frente, pero el desgaste se perfila como difícilmente asumible a largo plazo. Guardadas todas las proporciones, entre la guerra tradicional y la guerra comercial la Unión Europea se juega el futuro inmediato. Es decir, su prosperidad y su seguridad.