El ‘annus mirabilis’ de Felipe y Letizia | Opinión



Si ya es duro llorarlas, las tragedias traen consigo esa otra vejación de gestionarlas. La reacción a las catástrofes ha hecho a algunos políticos y ha deshecho a otros. La respuesta al huracán Sandy remachó la victoria de Obama en 2012, mientras que el manejo del huracán Katrina por parte de Bush elevó la palabra “Katrina” a sinónimo de desastre. En el calor del momento no es fácil acertar: a Trillo le criticaron por llevar traje entre los restos del Yak; a Mazón, por llevar un chaleco en la riada. Que no es fácil lo demuestra que hasta los expertos se equivocan: Isabel II tuvo un reinado de aplauso unánime, pero nunca fue más criticada que por su tardanza en ir a Gales tras el derrumbe de una escombrera. Cada decisión aquí tiene su riesgo: cuando los Reyes acudieron —casi de inmediato— a Paiporta, tal vez se soslayó el descontento popular, la presencia de agitadores, la lectura en la prensa internacional de unas imágenes muy duras. Pero esas fotos con la cara manchada de barro han quedado como lo más digno de la presencia del Estado aquellos días. En el calor del momento también puede haber “gracia bajo presión”: se tomó la decisión de ir y fue correcta.

En el gremio periodístico, la “gracia bajo presión” es esa inspiración que nos asiste para dar lo mejor de uno mismo cuando la fecha de entrega se aproxima. En realidad, es la definición que Hemingway —obsesionado con estas cosas— daba de la valentía. Más allá de bajar al barro en términos literales tras la riada, en estos 10 años de reinado se han tomado otras decisiones cuyo valor por lo general ha premiado el tiempo: hoy resulta implanteable pensar que el 3 de octubre de 2017 el Rey no hubiera intervenido. A veces esas decisiones han sido casi shakesperianas: renunciar a la herencia del padre, revocar el título a una hermana. Fueron las consecuencias de una abdicación envenenada, con una Corona bajo mínimos en aprecio y la incertidumbre sobre el alcance y las consecuencias de las malandanzas del emérito. En fin, en estos 10 años han ido arreciando independentismos, izquierdas republicanas y derechas antimonárquicas, y el Rey ha acumulado más experiencia en consultas que un dermatólogo. Mientras tanto, ¿qué ocurría? Que en la Casa se aplicaba un aburrido programa de lo que hoy se llama gobernanza: auditorías del Tribunal de Cuentas, código ético, una transparencia que —vean la web y comparen— parece, por lo menos, transparente. Ha sucedido todo con una eficacia tan discreta que casi ni parece un milagro. Y voilà, la institución más viejuna es la más regenerada.

Diez años después de la proclamación, podemos decir que la Corona española ha vivido en 2024, por fin, un annus mirabilis. Lo peor de las escandaleras de Juan Carlos I ha quedado atrás. Cada visita del emérito causa un ruido decreciente. Los elementos más díscolos de las afueras inmediatas de la familia están desactivados: pensemos en Froilán, oculto tras una duna en Emiratos. La incorporación —hace solo unos días— de la infanta Sofía a la agenda institucional es un refuerzo relevante para una Corona de recursos humanos muy exiguos, que de este modo gana en presencia. Se sella así, además, el éxito habido con la Operación Leonor: hablar mal de la princesa y la infanta es tan impopular como arrancarse a fumar en una clínica. El regreso de los Reyes a Cataluña tiene por su parte de algo de cierre simbólico de una época buena para nadie. La suma de noticias positivas, en fin, ha traído como resultado un alza de impacto en la valoración de los sondeos. Las cosas están bien, pero ante todo reconforta que estén mucho mejor de lo que estaban.

En poco más de un mes, la Corona ha tenido, a ojos de todo el mundo, una acumulación de esos gestos “inteligibles” que pedía el teórico Bagehot: la compasión —ahora llamada empatía— en Valencia, la reivindicación de su aspecto ceremonial con las fotos de Leibovitz. También, un viaje a Italia que da la medida de la utilidad de la institución: un dividendo en imagen para España y el éxito de asentar, con dos gobiernos de orientaciones antitéticas, uno de los mayores momentos de cercanía bilateral en siglo y medio de relaciones.

El annus mirabilis tiene lugar en el vigésimo aniversario de la boda real. Cuadra muy bien, porque no es menor señalar la influencia alcanzada por la Reina en el estilo de lo que, de no ser una frivolidad, podría llamarse corona dual. Ella se ha convertido en un poder. Los nombramientos recientes en su entorno dan indicio de una sensibilidad algo distinta: el jefe de la Casa ya habla siempre de “los Reyes”. Y es importante señalar este ascendiente porque lleva consigo el mérito humano de quien ha tenido que soportar —a izquierda y derecha— todo tipo de esnobeos y críticas, suspicacias y maledicencias, sin posibilidad de defenderse. Algunos creemos que hay un cierto reparto de papeles por el que el Rey llega a un mundo más conservador y la Reina —que se ha interesado en público por el decrecimiento— a un sector más progresista. Los equilibrios, de momento, parecen funcionar. Pero lo mejor de que la Corona funcione es que ha hecho verdad aquello que en la España de hoy nos parece imposible: que una gran institución se ha regenerado. Casi dan ganas de permitirse la esperanza.



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