Españoles, Chencho ha muerto. Televisivamente. La gran familia hace años que no forma parte del top de contenidos audiovisuales navideños más vistos, tampoco Qué bello es vivir. Love Actually ya no marca el inicio de la Navidad catódica. Han sido jubiladas por una legión de treintañeras de buen corazón y nefasta suerte en el amor que encuentran a su príncipe de jengibre en algún pueblo pintoresco donde todos los vecinos rebosan bonhomía. Estas historias casi clónicas llevan años consolidándose en la programación de Antena 3. A mediados de noviembre, las adolescentes embarazadas y los vecinos psicópatas que copan el multicine de los sábados, dejan paso a telefilmes de ambientación navideña que garantizan una siesta sin sobresaltos para los espectadores y buenos datos de audiencia para la cadena, a pesar de que nadie reconoce verlos. Algo que ha empezado a cambiar en los últimos años.
El advenimiento de las plataformas ha evidenciado la realidad: las modestas películas hechas para televisión y rebosantes de buenos sentimientos gustan, no se consumen porque es lo que hay, como las peladillas del revoltijo, son turrón del bueno. Ya no hay vergüenza y todas las plataformas tienen alguno de estos productos compartiendo espacio con clásicos incontestables como Elf o Los fantasmas atacan al jefe. Pero es Netflix la que los ha convertido en su bandera y sus suscriptores han respondido: sin apenas promoción y con argumentos idénticos y protagonistas irreconocibles por el gran público, acaban convirtiéndose en lo más visto de la plataforma.
Uno de los grandes estrenos de este año ha sido la chiripitiflautica Un muñeco de nieve para derretirse (Hot Frosty en inglés, los traductores de títulos son las personas que más hacen por sostener el PIB de felicidad de este país). La historia de un apuesto muñeco de nieve —jamás pensé que escribiría esta frase—, que se vuelve carne enamorada después de que una joven viuda le coloque una bufanda. ¿Pigmalión y Galatea?, efectivamente. Cómo no sentirse atraídos por una obra basada en Las metamorfosis, de Ovidio, que nadie nos juzgue. Y si repasar la mitología clásica no es suficiente estímulo, siempre nos quedan los perfectos abdominales de Dustin Milligan (el Ted Mullens de Schitt’s Creek). La reunión de guionistas en la que se encontró la artimaña perfecta para justificar la presencia de un tipo semidesnudo en una comedia romántica navideña es el documental sobre televisión que quiero ver. Junto al cincelado Milligan nos encontramos a Lacey Chabert, la auténtica realeza de los telefilmes. La actriz de Cinco en familia es una de las estrellas del subgénero y garantiza calidad. Es el equivalente a encontrarse a Jason Statham en una película de acción, excepto porque Chabert no va a desmembrar a ningún risueño convecino a machetazos.
A esta aristocracia se ha unido recientemente su compañera en Chicas malas, Lindsay Lohan (en Un muñeco de nieve para derretirse hay un guiño a Lohan que hará las delicias de todos los que saben lo importante que es el 3 de octubre). Desde que Miley Cyrus enterró a Hannah Montana bailando twerking con Robin Thicke, ninguna reinvención había sido más sorprendente que la de Lohan. La mujer que en los dos mil copó titulares gracias a sus adicciones y su paso por prisión se ha convertido en un icono del género más edulcorado y lo ha hecho con tan solo un par de títulos. Tras conseguir el primer puesto en visionados en más de cien países gracias a su amnésico paso por Navidad de golpe, este año ha vuelto a Netflix con Nuestro secretito, la historia de dos ex que fingen no conocerse cuando son presentados en la reunión familiar navideña en la que descubren que sus actuales parejas son hermanos.
Una comedia de enredo clásica en la que la Navidad solo se percibe a través de la omnipresente decoración y que, al igual que sucede en la historia del galán de hielo, podría desarrollarse en Acción de Gracias o en Pentecostés. A pesar de utilizar como premisa una celebración clave para la cristiandad, en este tipo de contenidos no hay elementos religiosos de peso, no estamos ante De ilusión también se vive, aquí el único milagro es encontrar pareja fuera de las aplicaciones para ligar.
El amor al prójimo, pero solo al prójimo sexi, es el centro de todos los argumentos y las variaciones en el guion son mínimas: la mujer puede estar sola por haber sido una mala fémina y haber priorizado sus absurdas ocupaciones laborales frente al hecho de formar una familia o puede que el negocio familiar que regenta esté en peligro por culpa de alguna voraz multinacional, porque muchas de estas películas esconden un desconcertante mensaje anticapitalista. La solución llega gracias a la unión de la comunidad y el premio final suele ser el corazón de un amable veterinario o un pediatra viudo que ayuda a la protagonista a descubrir el verdadero sentido de la Navidad: ligar. Aunque la consumación se nos hurta, esto no es PornHub. En este tipo de telefilmes hasta los besos están proscritos, así les sepulte una tonelada de muérdago. La Navidad televisiva es profundamente asexuada.
Hay dos nombres clave en la producción de estos contenidos: Hallmark y Lifetime, las compañías responsables del grueso de títulos que llegan a las parrillas llevan años nutriendo a las televisiones con productos mojigatos y conservadores, pero como los aires de modernidad llegan para todos, el universo cristiano de Hallmark donde todo el mundo era blanco, heterosexual y profundamente creyente, se ha empezado a resquebrajar y por sus grietas se ha colado una tímida diversidad muy sutil, como cuando la boda de Pelayo ocupó la portada de Lecturas, pero en lugar de su marido quienes posaban al lado eran cuatro mujeres perfectamente heterosexuales. Modernos, pero sin pasarnos.
Y si en el afán por abrirse a más clientes potenciales hay que mover la Navidad del centro, pues se hace. En los últimos años, se han incorporado a los catálogos películas ambientadas en la Janucá e incluso en la Kwanzaa, la semana de la herencia afroamericana. “Si no les gustan mis principios cristianos, tengo otros”, podría ser su lema. Un vendaval de progreso que ha provocado que la otrora gran figura de los telefilmes navideños, la estrella de Padre forzosos Candace Cameron —tan devota como su hermano Kirk que hace años sustituyó las carpetas adolescentes por el Deuteronomio— abandonase la productora Hallmark rumbo a la ultraconservadora Great American Family cuyo lema es “el matrimonio tradicional se mantendrá en el centro”. Es importante proteger las costumbres minoritarias.
Con escasas excepciones, estos productos tienen presupuestos irrisorios. Se ruedan en quince días reutilizando protagonistas, decorado, vestuario y nieve artificial porque, boom, se graban en verano. Su ambición artística es mínima y su objetivo es proporcionar confort emocional. Al contrario que en los hogares reales, no hay debates divisorios ni polarización, nadie se enzarza en una gresca sobre la financiación autonómica ni se emborracha como un cosaco. Todo el mundo parece genuinamente feliz de compartir tiempo y espacio con sus familiares. Y ese es su secreto, son un masaje para el alma, un lugar seguro en el que nada oscuro puede suceder. Nadie ha definido su efecto tan acertadamente como Marge Simpson: “Estas películas están hechas para madres con una copita de vino, una mantita abrigada y una vela que huela a pino o a manzanas asadas; si no sois nada de eso largaos antes de que empiece la siguiente”. Ni Pauline Kael habría hecho una crítica mejor.
Cinco títulos imprescindibles
Un príncipe para Navidad (Netflix). La piedra sobre la que Netflix fundó su iglesia de ponche y espumillón. Así como Iron Man inició el MCU (Marvel Cinematic Universe), Un príncipe para Navidad dio el pistoletazo de salida al NCCU (el Netflix Christmas Cinematic Universe). La historia de amor de una periodista y un príncipe heredero se convirtió en un éxito instantáneo que sorprendió a la plataforma y abrió la puerta a decenas de producciones clónicas que tienen el ficticio reino de Aldovia como nexo de unión.
La estación de la felicidad (Prime Video). La Navidad es la época del año en la que un gran número de gais y lesbianas se rearmarizan para evitar un cisma familiar. Un drama que la directora Clea Duvall transformó en comedia romántica en un clásico del cine LGTB protagonizado por Kristen Stewart y Mackenzie Davis que contiene todos los elementos canónicos del género y en el que lo más transgresor es que la palabra “Navidad” no está en el título. Un producto tan blanco y familiar que podría contar con el sello de aprobación de Candace Cameron.
Navidad de golpe (Netflix). El debut navideño de Lindsay Lohan (más allá del Jingle Bell Rocks de Chicas malas) insufló nueva vida a un género que solo necesitaba el empujón de una verdadera estrella. Y el argumento no podía ser más adecuado: una heredera rica y pija que tras perder la memoria a causa de un accidente de esquí descubre el verdadero sentido de la Navidad gracias a un joven padre viudo (porque la muerte de una persona en la flor de la vida es el único divorcio que admiten estas tiernas producciones).
Unas Navidades inolvidables. El clásico navideño que habría emocionado a Yolanda Díaz. Un ejecutivo llega a un pueblo de Nebraska en plena Navidad para despedir a la mayoría de los trabajadores de una fábrica de tractores (un argumento que también podría ser una canción de Springsteen), pero el amor de una madre viuda (¡chupito!), la angelical Melissa Gilbert de La casa de la pradera, aborta sus malvados ardides ultracapitalistas. De 1996, porque ni los telefilmes navideños ni sus tópicos son una moda reciente.
Navidad a todo color (Netflix). Una optometrista le roba el corazón al profesor de ciencias de su hija al ayudarle a ver la Navidad en color por primera vez. El grito de auxilio de los guionistas hecho metraje, cuando el daltonismo está en el centro de una comedia romántica, es que todos los argumentos ya han sido agotados.