Es extraordinario el empeño que los humanos mostramos en dividirnos en hordas enfrentadas. En buscar siempre un enemigo que nos cohesione y nos defina. Al estar contra alguien se fomenta la unidad, la ilusión de pertenencia y de sentido. Es un espejismo, una mentira, pero funciona. Siempre ha sido así; el deporte, la música, la política, incluso las manifestaciones religiosas populares están llenas de forofos. Por ejemplo, vas a la genial Semana Santa de Lorca y el pueblo entero se encuentra dividido desde hace generaciones en Blancos y Azules; o vas a Sevilla y los seguidores de la Macarena están ancestralmente picados con los de la Esperanza de Triana. Da igual que las dos sean supuestamente la misma Virgen desde el punto de vista doctrinal: la cuestión es refocilarse en la diferencia. No tenemos remedio. La desunión con los demás nos une a nuestro cegato y mísero clan.
Ya digo que esta querencia viene de antiguo, pero me parece que ahora estamos en un periodo más álgido y oscuro. O a lo mejor siempre ha sido así, romanos contra bárbaros, cristianos contra musulmanes, blancos contra negros (y contra rojizos y amarillos y tostados), inquisidores contra herejes y demás etcéteras, y lo que pasa es que tuve la suerte de vivir mi juventud en un momento más luminoso de la historia. Tras el horror de la Segunda Guerra Mundial, con su remate de bombas atómicas, hubo unos años en los que la humanidad intentó portarse mejor. Había un empeño mayoritario en entendernos, en cultivar la paz, en acabar con la amenaza nuclear, en descolonizar el mundo, en reconocer la diferencia, en limar las desigualdades sociales con el Estado del bienestar. Ahora que la veo a distancia, me parece una época más meritoria que lo que yo pensaba de ella mientras la viví. Duró poco, eso sí. Hay un libro precioso de Hans Magnus Enzensberger titulado El corto verano de la anarquía; trata sobre la vida de Durruti en la España del primer tercio del siglo XX. Pues bien, los años del Estado del bienestar fueron el corto verano de la empatía. Ahora vuelven a imperar el odio, la enemistad y la furia.
Yo también experimento esa pulsión a la horda, por supuesto. Intento resistirme a ella, no ceder al creciente sectarismo, no arder en las rabiosas llamas que incendian el mundo. Es difícil. Está todo tan polarizado que cuesta no clasificar a quien piensa distinto a ti como un rematado imbécil y un enemigo. Sucede incluso entre miembros de la misma familia. Las próximas Navidades pueden ser de órdago, un campo minado de temas que es mejor no tratar so pena de discusiones fatales. Y lo peor es que todo esto, siendo preocupante, no es más que la superficie del problema. Lo peor es que se diría que en el mundo está triunfando no ya una ideología, sino la mala gente. Un personaje de una novela mía dice que en realidad el mundo no se divide en blancos y negros, ricos y pobres, tirios y troyanos, sino en buenas y malas personas. A lo largo de la historia ha habido atrocidades cometidas por personajes de todas las ideologías, desde Hitler a Stalin, y es verdad, como denunciaba Martin Amis, que la izquierda tradicional ha tenido una manga anchísima para los crímenes marxistas, de la misma manera que la derecha contempla con mayor simpatía los desmanes ultras: ya digo, es la ceguera forofa. Pero para mí los monstruos de uno y otro lado son igual de terribles y de carniceros. Venezuela, Nicaragua y Cuba son una aberración, un dolor constante. Pero el nuevo populismo también empieza a dar escalofríos. Como Milei y sus esbirros, que hace unas semanas denunciaron ante el juez los libros de cuatro escritoras (todas mujeres, qué casualidad) bajo un delirante cargo de perversión de la juventud. La persecución de libros y su prohibición en institutos y bibliotecas se ha puesto de moda. También está sucediendo en Estados Unidos (en Florida prohibieron, por ejemplo, El diario de Ana Frank). En fin, no estoy hablando de un cambio de tendencias políticas, de subir o bajar impuestos, de recortar derechos laborales o reforzarlos. Estoy hablando de gente muy mala que denuncia, acosa, persigue, reprime y encarcela a quien piensa distinto. Y solo un esfuerzo de la buena gente por escapar del veneno del odio puede salvarnos. Qué pena y qué miedo.