Emmanuel Macron ha nombrado al centrista François Bayrou como nuevo primer ministro en un nuevo intento de superar —al menos temporalmente— la crisis política que vive el país, debida en buena parte a la actitud del propio presidente de la República. La decisión constituye una rectificación solo parcial —e insuficiente— del error de Macron al encargar la formación del anterior Ejecutivo al conservador Michel Barnier, pese a que la opción más votada de las elecciones legislativas había sido la coalición de izquierdas, las más legitimada para intentar gobernar en virtud del resultado y de la tradición institucional francesa, donde no es rara la cohabitación entre el Elíseo y Matignon.
Ministro con Miterrand, Chirac y el propio Macron, Bayrou, de 73 años, es un dirigente con fama de dialogante, algo imprescindible vista la fragmentación de la Asamblea Nacional. Sin embargo, quedan enormes dudas sobre sus posibilidades reales de operar con un mínimo de eficacia y estabilidad. El resultado de los comicios de julio sugería como perfil más adecuado el de un progresista moderado, pero Macron ha vuelto a hacer oídos sordos y los socialistas han anunciado que seguirán en la oposición.
Con esas premisas, es difícil que Bayrou logre concitar el consenso en una coyuntura nacional e internacional necesitada de que Francia cuente con una gobernanza funcional al menos durante el semestre en el que, legalmente, no es posible volver a convocar elecciones. En el plano interno, las cuentas públicas sufren un fuerte deterioro —con un déficit que supera el 6% del PIB— que, tratándose de la segunda mayor economía europea, podría terminar causando turbulencias en la zona euro.
En este escenario, lo deseable es que los principales actores —empezando por el presidente, que no puede aferrarse a la soberbia cesarista de pretender que todo su legado legislativo permanezca intacto— aparquen las posiciones maximalistas para recuperar el espíritu del frente republicano que frenó el ascenso ultra. Aunque Macron lo traicionara nombrando a Barnier, lo que de facto suponía dar la llave de la gobernabilidad a Marine Le Pen.
Bayrou es una elección más que discutible, pero, por el bien de Francia y la UE, debe intentar gobernar teniendo en cuenta que el bloque progresista quedó primero en las urnas. Esto supone no solo evitar toda tentación de contentar a la extrema derecha asumiendo sus políticas, sino también plantear medidas que puedan granjearle el apoyo, siquiera puntual, de los sectores más constructivos y responsables del frente progresista. Los miembros de esa coalición, a su vez, deben contribuir al diálogo sin olvidar que, si bien resultó la más votada, se quedó a un centenar de escaños de la mayoría absoluta. Finalmente, es responsabilidad de la derecha tradicional comprender que si torpedea ese giro —que responde al resultado electoral— no hará más que prolongar la enorme crisis política de Francia.