Dicen que los seres humanos somos el resultado de aquello que hemos vivido. Dicen que las experiencias que transitamos nos moldean, que nos condicionan y que van esculpiendo el fondo y la forma que el día de mañana vamos a tener. Y, a decir verdad, podemos confirmar con absoluta seguridad que esto es cierto. Cada vivencia y cada experiencia deja impreso en nuestra piel el recuerdo de lo que aquello supuso, de las emociones que tuvimos que aprender a gestionar y las conclusiones a las que llegamos. Lo que ocurre, y aquí radica lo más interesante, es que la magnitud de la complejidad humana hace que cada persona parta de un lugar distinto. Cada uno tiene, de forma innata, una tendencia, unas habilidades, un determinado nivel de conciencia, una inteligencia emocional más o menos desarrollada, más facilidad o más dificultades para conectar y entender a los demás, para conectar y entenderse a sí mismo. Y es por este motivo que, si bien podemos predecir las características que es probable que tenga un adulto tras analizar los hechos más remarcables que han ocurrido en su infancia, también debemos tener en cuenta cuáles son los rasgos que ese niño ya llevaba consigo en su mochila emocional, porque estos pueden ser aún más determinantes que las propias vivencias.
El padre de un paciente al que atendí hace tiempo era alcohólico. Con lágrimas en los ojos, este paciente recordaba que cuando era pequeño y le veía entrar en casa dando un portazo y tambaleándose por el pasillo, él sentía terror. Luego escuchaba gritos y se acurrucaba en la cama tapándose los oídos. Presenció golpes a su madre y ataques de ira, y recibió alguna que otra paliza. Un día, ya con 43 años, sentado delante de mí, rompió a llorar desconsoladamente tras darse cuenta de que él había estado tratando de la misma manera a su esposa, de que él bebía de la misma manera que su padre y de que todo eso lo había aprendido, sin querer, en su casa.
Otra paciente creció en un hogar en el que su madre no la amaba y su padre estaba totalmente anulado bajo el mandato de ésta. Era una madre con un trastorno de personalidad narcisista que la condenaba a ser despiadada con su hija, a insultarla, a menospreciarla y a desaprobarla sin el más mínimo atisbo de compasión. Para mi paciente eso era “lo normal”. Sentía que no era suficiente para su madre y que merecía todos esos gritos, insultos y desprecios. Sin embargo, al visitar a alguna de sus amigas, empezó a darse cuenta de que en sus casas las cosas no eran iguales. Vio que sus madres eran atentas, cariñosas y dulces, y que tal vez lo que ella vivía no era la única realidad posible. Esto le permitió crecer, a partir de ahí, decidiendo a quién quería observar, de quién quería aprender y en quién quería convertirse.
Lo cierto es que el primer paciente podría haber sido un adulto que odiaba el alcohol y que tenía claro que jamás pondría la mano encima a nadie. Si hubiera sido consciente de lo vivido, si hubiera tenido la capacidad de analizarlo y reflexionar sobre ello, habría podido decidir si quería o no repetir ese patrón. Pero no lo fue. De igual forma, muchas mujeres que han tenido una madre maltratadora quedan dañadas de por vida, desarrollan un trastorno narcisista y maltratan a sus parejas. Y si además tienen un trastorno de personalidad como este, resulta difícil que cambien.
Las experiencias que vivimos en edades tempranas, principalmente hasta los 10 o 12 años, dejan unos arañazos muy profundos en nuestra piel emocional, en nuestra forma de ser, de ver el mundo y de entender las relaciones. Puede que nos convirtamos en personas a las que nos resulte especialmente difícil hablar de nuestras emociones, pedir perdón cuando cometemos errores, esforzarnos y volver a intentarlo tras una derrota o poner límites a los demás. Pero, aun así, nuestra historia no tiene por qué ser algo decisivo ni mucho menos determinante. Deja una huella, sí. Pero no tiene por qué ser una condena perpetua de la que ya nunca podremos escapar. Lo que importa de verdad y lo que puede cambiarlo todo, aquello que nos conecta de vuelta con nuestro poder (sea lo que sea lo que hayamos vivido), es la conciencia.
Ser consciente de algo significa ser capaz de verlo. Verlo (de dónde uno viene, cómo le trataron, cómo se sintió, cómo luchó para hacer frente a aquello…) nos empuja a querer entenderlo, a indagar en nuestro pasado, a hacernos preguntas y a buscar en el ayer para entender los porqués y los cómos. Y de ahí nacerá nuestra fuerza y las ganas de responsabilizarnos para lograr crecer, mejorar y, si es necesario, cambiar.
Es justamente eso, nuestra capacidad de ver, entender y responsabilizarnos, lo que nos conduce a la posibilidad de evolucionar y transformarnos.
En definitiva, todo radica y empieza en la conciencia. Y es que, si no hay conciencia de algo, ese algo para nosotros no existe. Y si no existe, está claro que no vamos a hacer nada para cambiarlo. Sin embargo, con conciencia, tendremos la posibilidad de emprender un camino que nos permitirá cambiarlo todo.
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Silvia Congost (silviacongost.com) es psicóloga.