La vida ha cambiado tanto y tan rápido en la ciudad de Saida Zeinab, unos 10 kilómetros al sur de Damasco, que da la impresión de que aquí aún se está asimilando su nueva realidad. Durante 13 años y hasta hace apenas tres semanas, fue un claro bastión del régimen de Bachar el Asad, que lo acabó dejando en manos de la milicia libanesa Hezbolá cuando acudió en su apoyo. Hoy, cuatro días después de la caída del dictador y la precipitada huida de sus aliados, quienes vigilan con armas calles, cruces y hasta la cola del pan son unos desconocidos del bando contrario llegados de la otra punta del país.
En la nueva Siria que acaba de nacer, muchos chiíes —una de cuyas ramas, la alauí, fue el sostén de la dinastía El Asad (Hafez y su hijo Bachar, que gobernaron medio siglo con mano de hierro)― temen represalias. No tanto del grupo fundamentalista suní que lidera el nuevo Gobierno como de individuos radicales que llevan toda la guerra esperando este momento.
Saida Zeinab fue atacada con frecuencia en los primeros años de la guerra desde las localidades suníes cercanas. En 2016, el Estado Islámico se llevó más de 200 vidas por delante con coches bomba y atentados suicidas. Así que nadie se lleva aquí a engaño y se nota en los rostros: unos y otros saben quiénes son hoy los vencedores —que no pierden oportunidad de trasladar a los vecinos que la nueva Siria en paz reserva un lugar para todos— y quiénes son los súbitos perdedores, que temen un futuro de venganzas.
El mejor ejemplo sucede espontáneamente en la mezquita que alberga la tumba de Zeinab ben Ali, nieta de Mahoma e hija de Ali, el primo del profeta que los chiíes consideran su sucesor legítimo, en el cisma que partió en dos el islam poco después de su nacimiento. Es la principal ciudad chií del país y un importante centro mundial de peregrinación al que, antes de la guerra, se desplazaban más de un millón de fieles al año, alojándose en hoteles que hoy lucen vacíos o abandonados.
Uno de los combatientes se acerca a visitar la tumba con el rostro cubierto. De repente se ve respondiendo a preguntas sobre la voluntad del nuevo Gobierno —encargado de liderar la transición hasta marzo de 2025— de respetar a los chiíes.
Los fieles se acercan y escuchan con rostro serio o sacan sus móviles para grabar.
-Ha habido un ataque a chiíes…
-No sé lo que ha pasado exactamente, pero hay personas que aprovecharon la ocasión, a mi pesar, pero gracias a la actuación del Gobierno ha vuelto el orden.
-Eres combatiente de Hayat Tahrir El Sham [el grupo fundamentalista islámico que lideró la ofensiva y ha ido moderando sus postulados]…
-Así es.
-¿Cómo miráis a las minorías?
-En Idlib, combatíamos contra Hezbolá e Irán, no contra los chiíes por ser chiíes […] En la nueva Siria todos vamos a vivir en paz y seguridad, da igual su identidad, si es chií, suní, cristiano, druso…
Suena un tímido aplauso, pero en general el corro se disuelve con la misma cara de preocupación. El problema no son las palabras (las nuevas autoridades han sido claras en que protegerán a las minorías), sino el miedo, alimentado por 13 años de mucha sangre y, ahora, imágenes de ataques a chiíes en distintas partes de Siria que se pasan entre ellos por WhatsApp.
Lo tiene Ali (nombre ficticio), que baja la voz para contar su situación. Ha instalado aquí su humilde puesto de frutas porque no se atreve a regresar a Diabiya, una localidad suní con solo un puñado de familias chiíes, la suya entre ellas. “Estoy alargando el momento porque no sé cómo va a ser ese primer encuentro después de lo que ha pasado. No tengo miedo a las miradas, sino a que me hagan algo”.
Miedo de los chíies
Ali cuenta que, en la víspera, unos jóvenes suníes pasaron junto a su puesto cantando “Un suní vale lo que 100 chiíes”. “¿Qué hago?”, pregunta. “¿Me voy a otro país, con niños pequeños? Tampoco podría. ¿Qué país de Europa me va a aceptar ahora a mí, que ha acabado la guerra y soy musulmán chií, que todo el mundo sabe que estábamos con El Asad, aunque no haya cogido un fusil en mi vida?”
Del manto de basura sobresale una pila de uniformes que los militares del régimen de El Asad se quitaron a toda prisa y dejaron abandonados ante el imparable avance rebelde. No es difícil verlos estos días junto a tanques y vehículos de transporte de tropas abandonados en las carreteras, pero aquí tienen una particularidad: son del tipo que utiliza Hezbolá, algunos están nuevos y planchados y una bolsa a su lado esconde una sorpresa: un fusil kaláshnikov, aparentemente partido con un golpe en el muslo para que no lo pudiesen usar los rebeldes que se acercaban inexorablemente.
Era una ciudad ultra protegida. Aún se pueden ver las cámaras de vigilancia y los bloques de hormigón con puertas que solo cruzaban los locales o conocidos. Hoy, están abiertas de par en par. En el cementerio, una hilera de lápidas destaca por la frescura de su pintura. Todas, con años de la guerra. Hay símbolos de Hezbolá y una frase: “Seguimos tu llamamiento, Zeinab”. Una viuda llora ante la tumba de su marido, que —cuenta— se unió a la rama local de Hezbolá y murió en combate. “Para nada, al final…”, lamenta. “¿Qué nos va a pasar ahora? Nadie lo sabe y me da miedo”.
Aquí, la gente suele usar la expresión “los incidentes” o “lo que ha pasado” para referirse a la ofensiva relámpago que tumbó el pasado el régimen de El Asad y puso fin a la guerra. No parece tanto una elección como que todavía no han entendido qué nombre ponerle a su tragedia particular. Los rebeldes, en cambio, suelen llamarla “la revolución” o “la caída del régimen”.
Conscientes de ese miedo y de que el mundo observa los primeros pasos del nuevo Ejecutivo, cuatro combatientes con pinta de salafistas reparten bollos y sonríen a los niños a la entrada de la mezquita. La nueva policía incluye también a locales que no comulgaban con el régimen. Algunos se hacen selfis o posan frente a la mezquita, que no hubieran podido pisar durante años. Otro ayuda en la cola del pan a una anciana a la que le cuesta moverse. Pero las caras del resto son el espejo del alma y muestran entre preocupación y desprecio.
Uno de los combatientes, Abu Omar Maula, con atuendo salafista, advierte a la entrada: “Vais a ver algo de caos, pero tenéis que entender que se vinieron debajo de un día para otro todas las instituciones del Estado. Todo, todo. Ahora estamos aquí justo para garantizar la tranquilidad y la seguridad de la gente”.
Cuenta que pasó 10 años como refugiado en Alemania y regresó “el mismo día que cayó el régimen”. Normalmente, en la zona, la identidad del interlocutor se suele adivinar preguntando informalmente el nombre (que suele denotar la religión) y el origen familiar, pero Maula pregunta directamente: “¿Eres nazareno?”. Es la palabra despectiva que empleaba el Estado Islámico en Irak y Siria para referirse a los cristianos y con cuya inicial (la letra n) marcaban sus casas e iglesias. El símbolo proliferó en las redes sociales como reivindicación.
Haidar, de 19 años, acaba de abrir su zapatería, por vez primera en una semana. Limpia el escaparate con papel de periódico y bromea: “Mira, aún aparece Bachar el Asad”. Suena sincero (y no adaptándose para la galería a los nuevos tiempos) al mostrar su alegría, que le permite dar su nombre sin temor. “No es que, por ser chií apoyase el régimen, es que me imponían apoyarlo, ¿entiendes? Me tocaba callarme. No tenía alternativa. Como con el ejército, que te obligaban a ir”. Habla, como muchos sirios, más de economía que de política: el precio del gasoil, el cambio del dólar, cuántos panes van en el paquete. “Confío en el nuevo Gobierno para que mejore todo eso, porque así es imposible vivir”.