Oveja negra con ínfulas | Opinión



Recordaba el otro día una película que no me gusta especialmente y que creo que, en parte, junto con otras parecidas, ha favorecido la actual inconsciencia ciudadana por los derechos fundamentales y el gusto por los gobiernos autoritarios, particularmente en EE UU, pero no solamente. Se trata de Magnum Force, de 1973, conocida como Harry el fuerte en España, en una de esas traducciones disparatadas que se hicieron varias veces. La película relata cómo un teniente ha llegado a la conclusión de que el sistema no sirve, pues deja libres a demasiados delincuentes, lo que hace que decida crear una especie de grupo de matones de élite con policías de su confianza, que van ejecutando a quien consideran “malo”. El subordinado del teniente, el inspector Harry Callahan —Clint Eastwood— no es mejor que ellos, pues mata a cualquiera a quien ve cometiendo un delito flagrante y le apunta con un arma, Son estos los dos únicos requisitos para la ejecución. Pese a ello, Callahan ve negativo el grupo del teniente, lo que lleva a este último a intentar eliminarlo, primero físicamente; al no conseguirlo, utiliza el sistema, manipulando las pruebas para que lo echen del cuerpo policial y lo metan en la cárcel. Al final, dice el teniente, todos creerán antes su palabra que la de Callahan.

No resultan tan infrecuentes las persecuciones de este estilo. Se busca como víctima a alguien a quien se considera molesto por cualquier razón, y se aprovecha cualquier fallo que pueda cometer en su trabajo para sobredimensionar ese error, a fin de aparentar que existe un delito. El objetivo final, obviamente, es que pierda su trabajo. No es tan difícil, ya que todos cometemos errores, y basta que el caso caiga en las manos de un mal policía, de un mal fiscal, de un mal juez, o de todos a la vez, para que le hagan a la víctima un “traje a medida”. Esa es la forma de convertir un error burocrático en la justificación de un gasto, por pequeño que resulte, en un delito de apropiación indebida, malversación de caudales públicos, o lo que sea. Es la manera de que una simple disputa verbal algo subida de tono pueda pasar a ser una inexistente agresión física de la que la presunta víctima —falsa por supuesto— pudo escapar milagrosamente. Es el modo en que un encuentro íntimo, incluso superficial y completamente consentido, se transforme en una agresión sexual que nunca existió. Y así hasta el infinito. Basta con que alguno de los citados —policía, fiscal o juez— decida creer —o aparentar creer— al falso denunciante y manipule los indicios para conseguir el resultado final. En realidad, ni siquiera es difícil.

¿Cómo es posible que eso suceda? Porque, aunque lo que voy a decir no se tenga casi nunca en cuenta, el proceso judicial, en cuanto a la valoración de las pruebas, está sometido a una tremenda incertidumbre que hace depender esa valoración, al final, de la intuición de cada juez. Se le puede llamar a esa intuición “experiencia” si se quiere, pero lo mismo es: una orientación personal basada en las vivencias de cada uno y que ni siquiera resulta fácil explicar cómo funciona. Esa orientación basta con que sea motivada en la sentencia de una manera aparentemente racional, lo que tampoco es complicado. Al final, lo que jamás existió, existirá, y el falso acusado acabará condenado. Ha pasado muchísimas veces en la historia. Piensen en Dreyfus y Émile Zola, o en los muchos que tras la guerra civil española fueron acusados de rebelión militar por los auténticos rebeldes. Piensen en Dolores Vázquez. Y, sobre todo, no crean jamás que algo así no puede estar ocurriendo ahora mismo, o que no les puede suceder a ustedes.

Por si fuera poco, el sistema no posee demasiadas garantías para combatir lo anterior. Una de las principales es la que impide que una investigación iniciada como es debido, sólo por un delito concreto, pueda utilizarse dolosamente para hacer una investigación prospectiva de otros delitos supuestos que se desconocen en el momento de iniciarse las investigaciones. Es decir, no hay realmente nada contra una persona, pero algún policía, fiscal o juez, de mala fe, puede aprovechar un mínimo error —o algo que lo pueda parecer— que haya cometido esa persona para abrir una investigación abusiva contra él, a ver qué encuentra. Y seguro que algo sale. Siempre se podrá decir a posteriori que ha sido un “hallazgo casual” que permite legalmente seguir adelante con la investigación. Desde luego, nada de casual tiene el hallazgo, que hasta puede que haya sido manipulado y sea, por tanto, falso, aunque si la manipulación está bien hecha quizá no se descubra jamás. Por supuesto, algo así supone hacer de jueces, fiscales y policías puros inquisidores de la peor época, lo que transforma la democracia en dictadura. Es una lástima que haya tan pocos ciudadanos conscientes de eso. Deberían salir a manifestarse en masa cuando ocurre o ha ocurrido algo así, sea cual fuere el caso. Es de una gravedad inmensa que personas con esas malas artes trabajen nada menos que en el servicio de justicia, que es el único poder del Estado expresamente construido para poseer una independencia y neutralidad intachables.

Y es que al final, no lo duden, la única garantía real del sistema —no se sorprendan— es confiar en la honradez de policías, jueces y fiscales. Como consecuencia del blindaje legal —o sólo fáctico— que poseen para garantizar precisamente que puedan ejercer la neutralidad en su trabajo, los mecanismos para someterles a imputación por corrupción son complicadísimos y llegan pocas veces, o no llegan jamás. Por eso, al descubrirse uno de esos casos y no haber dudas sobre el hecho delictivo, es preciso que la ciudadanía lo perciba, de una vez, como algo de la máxima importancia. Mucho más que otras causas tal vez más vistosas que, con cierta ingenuidad, llevan a las gentes a las calles, habitualmente para nada.

En otros países, los jueces son responsables, no ante los mismos jueces, sino ante el Parlamento, que históricamente hizo de tribunal en varias ocasiones. No digo que haya que llegar tan lejos, pero cuando un oficio sólo es responsable ante los de su mismo gremio, o incluso ante sus compañeros más próximos, puede favorecerse no sólo un corporativismo impropio, sino también una persecución dolosa a cargo de los colegas más cercanos que le tuvieran ganas. Además, existe el riesgo de que aparezca en algunos de ellos una indebida sensación de impunidad que, si bien por fortuna, en la enorme mayoría de los casos no lleva a cometer delitos, puede favorecer que surja alguna oveja negra, es decir, algún listillo con ínfulas que se divierta riéndose del sistema. Y esa oveja negra, por más simpática o popular que pueda ser o parecer, le hace un daño a la democracia que pocos son capaces de imaginar.



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