Orgullosas de Gisèle | Opinión



Queda menos de un mes para que el Tribunal de Aviñón dicte sentencia y termine lo que algunos en Francia ya califican de juicio del siglo. Aun así, y tras el requerimiento este lunes de la Fiscalía contra Dominique Pelicot, para el que pide la pena máxima de 20 años, y entre 10 y 18 años de cárcel para los otros 50 acusados de violar a Gisèle Pelicot, le procès des viols de Mazan, como se lo denomina en Francia, ya ha marcado un antes y un después en una sociedad acostumbrada a hacer oídos sordos al sufrimiento de las mujeres, trivializando con demasiada frecuencia la violencia sexual sistémica de la que son objeto. Un antes y un después que en ningún caso se debe a la acción de la clase política sino a la impresionante movilización de las francesas ―ciudadanas de a pie, escritoras, filósofas, artistas, abogadas o colectivos feministas― ya sea través de las redes sociales como en persona, acudiendo cada día al Tribunal de Aviñón desde todos los rincones del país y por sus propios medios. Una respuesta a la altura del inaudito coraje de Gisèle Pelicot, quien ha querido que el juicio fuera público para que la vergüenza cambie definitivamente de lado y recaiga en esos hombres que, conscientes de que estaba sedada por su marido, se desabrocharon el pantalón y la violaron sin pensárselo. Sin todas ellas, este caso bien podría haberse quedado en un suceso más.

Más allá de las valientes tribunas escritas en las primeras jornadas del juicio por intelectuales francesas como Camille Kouchner, Hélène Devynck, Camille Froidevaux-Metterie o Lola Lafont, en las que advertían a la opinión pública de que no se trataba de un enésimo suceso imputable a unos pocos monstruos, no ha habido desde entonces un solo día sin que las redes no se llenaran de mensajes de apoyo y agradecimiento a Gisèle Pelicot. Me resultaron particularmente emocionantes los vídeos en los que se veía a esta mujer de 71 años entrar y salir de la sala de audiencia entre aplausos de decenas de mujeres que le gritaban “gracias, Gisèle”, “estamos contigo, Gisèle” y se acercaban delicadamente a ella para ofrecerle flores o bombones. Aunque la escena se repite a diario desde septiembre, observar cómo al sentirse acompañada ese rostro que desprende un indecible sufrimiento esboza una tímida sonrisa no deja de conmover.

Resulta imposible no pensar en lo terriblemente duro que ha tenido que ser para ella toparse un día sí y otro también con esos tipos siniestros que le destruyeron la vida ―la mayoría de los cuales sigue negando que se tratara de una violación―, ya no solo en la sala de audiencias sino también fuera del tribunal, cuando se suspendía la sesión. El hecho de que 32 de los 51 acusados comparecieran en el tribunal estando en libertad ha dado lugar a situaciones de una enorme violencia. En la puerta de una panadería, algunos periodistas se han encontrado en la misma fila a Pelicot y a dos de sus agresores. Lo mismo que en el restaurante más cercano al tribunal, donde ha sido habitual ver a varios acusados, incluso compartiendo mesa, entre gestos de camaradería, comer tan tranquilamente a tan solo unas mesas de distancia de la mujer que violaron.

Supongo que Gisèle Pelicot habrá sentido algo de alivio al escuchar este lunes que el Gobierno, ajeno hasta la fecha a la trascendencia simbólica de este juicio en la lucha contra la violencia machista, propuso por fin medidas a raíz de su caso: un aumento de la ayuda económica destinada a las víctimas de violencia de género, la posibilidad de presentar denuncias en hospitales dotados de un servicio de urgencias o ginecología y una campaña de sensibilización sobre la sumisión química. Sin embargo, hay silencios que resultan estruendosos a estas alturas, como el del presidente Macron, cuyo mutismo contrasta con la defensa apasionada que hizo hace un año de Gérard Depardieu acusado de violación. Si hay una persona que enorgullece a Francia más allá de sus fronteras, esa es Gisèle Pelicot.





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