El agua estancada, espesa y muy sucia forma un charco gigantesco en mitad de la calle. Todo está aún lleno de lodo. O eso creían los vecinos hasta que llegaron los desatascadores de Córdoba y descubrieron que lo más líquido no era barro, sino aguas fecales. “Vamos, que llevamos semanas rodeados de mierda”, resume un vecino asqueado. Cuando te asomas a alguno de los garajes que todavía están inundados, y llenos de coches y de todo tipo de papeles y muebles podridos de los trasteros, dan ganas de vomitar. Es domingo, 24 de noviembre. Han pasado 26 días desde que la dana arrasó esta pequeña avenida, pero hay cosas que parecen congeladas en el tiempo. La calle sigue teniendo un aire apocalíptico que se ha quedado estancado. Como el barro, como las aguas fecales.
Estamos en la avenida Blasco Ibáñez de Catarroja, uno de los municipios más afectados por la dana que asoló la provincia de Valencia el pasado 29 de octubre y que ha dejado a su paso 222 muertos y cuatro desaparecidos, arrasado miles de hogares y locales comerciales, colegios, edificios públicos, parques, farolas y árboles y dejado sin coche a casi todo el mundo. Días después de la catástrofe EL PAÍS publicó un reportaje centrado en esta calle como ejemplo de lo que ocurrió en tantas y tantas otras. Un mes más tarde hemos vuelto para ver cómo están los vecinos, las casas, los negocios, las escuelas… El presidente de la Generalitat, el popular Carlos Mazón, aseguró hace poco que los municipios afectados “poco a poco van avanzando hacia la recuperación y la normalidad”, pero la normalidad está aún muy lejos de llegar a esta avenida, y al pueblo de Catarroja.
Cada mañana Juanjo Moreno, el marido de Pili, una peluquera que lo ha perdido todo, se levanta pensando si ese será el día en el que finalmente alguien aparezca en la calle para hacer una intervención en profundidad. “Pero nadie llega”, lamenta. “Cada día amanecemos con esperanza y cada día nos acostamos con la misma decepción, sin que nadie nos informe de nada. Alguna vez han estado por aquí los bomberos, o la UME, o el Ejército de Tierra. Pero han acudido para cosas puntuales. Y nosotros solos ya no podemos avanzar más. Necesitamos que nos devuelvan la calle a un estado mínimamente habitable y salubre”.
Juanjo espera que llegue alguien tanto como los vecinos de Villar del Río aguardaban a los americanos en Bienvenido Mr. Marshall. Solo que aquí no ha venido el alcalde a darles una explicación. Por suerte, en este caso los salvadores no pasan de largo. El domingo aparece un camión de Emacsa, la empresa municipal de agua de Córdoba. Los operarios se encuentran las alcantarillas completamente colapsadas. Hay de todo en los colectores, hasta una silla de bebé para el coche.
Además de limpiarlos, los de Córdoba dan el aviso de las terribles condiciones en las que sigue esa calle. Y el lunes, finalmente, aparece por allí un pequeño ejército de personal del plan Infoca, el grupo de lucha contra los incendios forestales de la Junta de Andalucía. Son más de 100 personas vestidas de amarillo que llegan con el encargo de hacer desaparecer la capa inmensa de barro que aún lo cubre todo y que necesitan levantar con maquinaria. Las plegarias de Juanjo y del resto de vecinos de la calle se han atendido 27 días después. Los reciben como a héroes. Una vecina les hace un vídeo para Tiktok.
Tres días más tarde, la calle tiene un aspecto muy distinto. Por primera vez en un mes no parece un escenario de guerra. Los pasos de cebra vuelven a existir. Las aceras han dejado de ser una masa informe de fango. Incluso aparece una alcantarilla nueva que los servicios de emergencia no habían visto bajo el barrizal.
“¿En serio dicen que se está volviendo a la normalidad? ¿Tú ves algo que sea normal aquí?”
Sin duda, la calle está mucho mejor sin lodo ni aguas fecales, algo que da un “subidón psicológico” a los vecinos. Pero sigue habiendo muchos problemas. No hay un solo negocio abierto. En la manzana de casas bajas hay varias desalojadas y precintadas por riesgo de derrumbe. Y ayer dijeron a los que viven en el resto de los chalets que se tienen que ir también, algo que los propietarios están intentando evitar salvo que les muestren un informe oficial. En el colegio del fondo, el Larrodé, hay una buena noticia: hoy abre sus puertas de nuevo. Pero la ESO tendrá que ser online hasta que les pongan aulas prefabricadas porque muchas partes de la escuela no se pueden usar. El instituto Berenguer Dalmau, en el que estudiaban 1.500 alumnos, está hecho polvo, cerrado y precintado. No se sabe qué va a ser de él. Los profesores han organizado clases online mientras se piensa en otra solución que probablemente pase por barracones temporales.
Aún quedan en la calle coches destrozados llenos de barro y polvo porque los vecinos confían en que lleguen “los del seguro”, que no llegan, y han puesto un cartel para que no los retiren. Está todavía abierto el punto de entrega de comida y productos básicos de la avenida, pero no saben durante cuánto tiempo más lo podrán mantener porque la gente tiene que volver a trabajar. En la vía perpendicular se ve un trozo grande de acera abierto y lleno de lodo y porquería que Rubén y Eva miran con miedo junto a la pequeña Zoe, su hija de cinco años.
El ánimo de los vecinos está muy lejos de ser normal. Amparo Díaz y Antonio Luna no han salido aún de casa porque no pueden subir ni bajar escaleras y los ascensores no funcionan, ni se sabe cuándo lo harán. Nuria Cabezas, que perdió su casa, dice que no se encuentra “nada bien”. María Asencio, que perdió la tienda de ropa que tiene con su hija, Sarai, está agotada. Pili Pérez, que ha perdido su peluquería, dice que vive “en el día de la marmota”: “Nos ponemos la ropa, las botas, nos vamos a limpiar y a arreglar cosas, nos metemos en la cama. Y así cada día desde hace un mes”. Todos se ponen a llorar a la mínima, en cuanto empiezan a relatar sus historias.
“Yo ya ni estoy enfadada”, dice Cristina Sigalat, una de las mujeres que gestiona el punto de recogida y entrega de alimentos y productos básicos. “Estoy triste y decepcionada. ¿En serio dicen que se está volviendo a la normalidad? ¿Tú ves algo que sea normal aquí?”. Ella está especialmente preocupada por el garaje. El del número 36 de la calle lo vaciaron los vecinos con ayuda de máquinas de voluntarios y pagando algo a una empresa. En el número 7 lo hicieron los bomberos porque había muerto gente en el aparcamiento. Pero el del 32, el de Cristina, sigue lleno de lodo líquido y estancado, de coches y de enseres que llevan semanas en condiciones de máxima insalubridad.
La gestión de este asunto ha sido errática. Los primeros días los servicios de emergencia ayudaron a los vecinos a achicar el lodo de los garajes con maquinaria. Luego las autoridades dijeron a las comunidades de propietarios que se tenían que ocupar ellos y pagarlo ellos. Y recientemente les informaron de que se tenían que apuntar a una lista y que la diputación de Valencia se haría cargo. El ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, se puso en contacto esta semana con el presidente Mazón y con el presidente de la Diputación de Valencia, Vicente Mompó, para trasladarles su preocupación por la demora en abordar esta cuestión, que prolongada en el tiempo puede afectar tanto a la salud pública como a las estructuras de los edificios.
Finalmente, ayer, jueves, comunicaron a la comunidad de vecinos del número 32 que una empresa contratada por la diputación va a comenzar ya a vaciar su garaje y trasteros. “Parece que el nuestro va a ser el primero de Catarroja”, dice Cristina. “Menos mal que vienen ya”.
Catarroja: 170 garajes inundados y más del 30% del alumbrado público sin funcionar
Más allá de la calle Blasco Ibáñez, la situación en el resto de Catarroja, donde murieron por la dana 30 personas, tampoco es buena. El concejal de Urbanismo, Martí Raga, de Compromís -la alcaldesa, Lorena Silvent, es del PSOE- hace un recuento de daños:
Quedan aún 170 garajes inundados en el municipio. Hay 2.500 alumnos de primaria y 3.000 de secundaria y bachillerato que no han vuelto a las aulas. El conservatorio y las instalaciones deportivas están arrasados. Al menos el 30% del alumbrado público no funciona. Cuando se hace de noche, no hay luz en gran parte del pueblo y pasear por sus calles da miedo. En esa penumbra, lo que mejor se ve es el polvo en suspensión que te rodea por todas partes.
El juzgado no ha abierto, ni parece que vaya a hacerlo al menos en los próximos seis meses. Los negocios están en su gran mayoría cerrados y reventados: son 700 comercios del pueblo y 500 del polígono industrial. Nadie tiene coche y el transporte público no da abasto. Muy cerca de la calle Blasco Ibáñez hay un cementerio de vehículos con miles de ellos apilados unos sobre otros -hay en total 120.000 coches destruidos por la dana acumulados en 60 explanadas-. El ministro Grande-Marlaska ha pedido esta semana también que los vehículos se trasladen cuanto antes a centros de tratamiento para que puedan ser convertidos en chatarra.
De repente, aparecen destellos de algo parecido a la normalidad. Hay dos calles principales en el municipio. En una, el Camí Real, la del Ayuntamiento, han empezado a abrir algunos negocios (muy pocos), y se puede ver de nuevo a gente en el banco, o tomando un café en David Kebab, o cortándose el pelo en la Barbería Brooklyn, o entrando en el Mercadona, que abrió el viernes 22 y que es como un oasis de pulcritud en medio del desastre: todo está impecable y huele a suavizante y a pan. Ese mismo día empezó a funcionar el centro de salud. Pero en la otra gran avenida del pueblo, la Rambleta, la sensación de que algo va mejorando, aunque sea un poco, se esfuma de golpe. Recorrerla supone recorrer una sucesión de destrozos, sótanos pestilentes, cristales rotos, tiendas cerradas y destruidas, barro y polvo.
“La emergencia se ha estancado en Catarroja, como el barro”, opina el concejal Raga. “Va a costar mucho volver a la época pre-dana. El municipio necesita muchos más medios personales y materiales y más ayudas. Nosotros y todos los demás. Esto no se puede alargar en el tiempo. Los afectados somos 200.000, el 33% del PIB de Valencia. Todos, con una resaca psicológica muy fuerte”.
Después del trauma: “Cuando la adrenalina bajó, yo también me vine abajo”
Volvamos a la calle Blasco Ibáñez. Lo que los psicólogos decían que pasaría, ya está pasando. Los vecinos sacaron una fuerza sobrehumana para salir adelante, limpiar, recoger, ayudar a los demás… pero muchos están ya agotados, desilusionados, sin esperanza.
“Yo no estoy nada bien”, expresa Nuria Cabezas, de 35 años. Se pone a llorar enseguida. “Noto el agotamiento mental. No me salen las palabras, tengo bloqueos mentales. Desde el 29 de octubre no he vuelto a ser yo. Voy al entrenamiento del niño, por ejemplo, y no estoy ahí. Mi cabeza está siempre aquí, en aquella noche, en que no tenemos casa, ni recuerdos, ni sabemos cuándo podremos volver”. En su vivienda hay unos colchones sin estrenar que les han regalado, pero está inhabitable. Tienen que rehacer los armarios, los baños, comprar absolutamente todo el mobiliario de nuevo, pintar, revisar la red eléctrica. “Llevamos un mes en casa de mi suegra con los dos hijos de Emilio, mi marido. El mío se ha ido con su padre. Y no tenemos ninguna perspectiva de poder volver aquí en meses. No sabemos nada aún de los seguros ni de las ayudas directas y sin dinero no podemos avanzar”.
Nuria está recibiendo terapia. “Cuando la adrenalina bajó, yo también me vine abajo”, explica. “Además, se me ha quedado un miedo en el cuerpo que no se me va. Veo llover y me pongo a temblar. Con la última alerta por temporal, me dio un ataque de ansiedad. Pienso todo el rato que puede llegar otra riada. Lo que vimos y vivimos aquella noche fue el horror. Se nos va a quedar dentro para siempre”.
“Nosotros tenemos altibajos”, dice Pili Pérez, la peluquera, de 51 años. “Lo mismo estás arriba que abajo. Y ahora todo es esperar y esperar. Esperar a ver si vienen a arreglar la calle de una vez, si llegan los peritos del seguro, si llegan más ayudas. La única que ya hemos recibido es la de Juan Roig para los autónomos. En unos días nos ingresaron 8.000 euros. Espero que las que ha anunciado ahora el Gobierno sean ágiles y rápidas, porque sin dinero todo este infierno se va a eternizar”.
María Asencio, en la tienda de al lado, Lola Guarch, dice que está agotada. El cansancio se nota en cada rostro un mes después de la dana. “Ahora además nos han salido unas grietas en las paredes que antes no estaban. No sé si es porque el garaje de abajo sigue inundado. Por favor, no os olvidéis de nosotros. Aquí hay mucha mierda todavía. Necesitamos que vengan a ayudarnos, porque psicológicamente esto nos está afectando mucho”. María, además, vive en una de las casas bajas que acaban de decidir que tienen que ser desalojadas. “Pero no nos han dicho mucho más allá de que un bombero ha considerado que toda la manzana está en riesgo”, relata su hija Sarai, de 29 años. “Vamos a pedir que venga un arquitecto”.
Los nuevos afectados: “Llevo un mes sin salir de casa”
Con el paso del tiempo han aparecido nuevos damnificados por la dana. Gente cuyas casas no se destruyeron porque vivían en segundos, terceros, cuartos o quintos pisos, pero que no han podido salir de casa desde el 29 de octubre porque son mayores o tienen problemas de movilidad y los ascensores no funcionan. En el número 32 de la avenida Blasco Ibáñez hay dos. Antonio Luna y Amparo Díaz.
Amparo tiene 84 años y vive con su hija Fany, de 57, y con su nieta Aitana, de 23. A Fany la operaron hace poco de un cáncer de ovario y apenas sale. Se cansa mucho y le da miedo convivir con tanta suciedad y tanto barro, así que lleva un mes cuidando a su madre 24 horas al día. Aitana es la que les lleva medicinas, comida, todo lo que necesitan. Viven en un segundo piso. Amparo va de la cama a la cocina, de la cocina al baño, del baño a la cama. No es muy consciente de lo que ha pasado fuera, solo le han dicho que ha habido una riada y que no puede salir. Ella llora sin parar, te mira fijamente y dice que solo se quiere morir y dejar de dar faena a su familia.
Antes salía cada día en su silla de ruedas. Hortensia, su cuidadora, la llevaba al mercado o a tomar una horchata y luego pasaba las tardes con Fany. Ahora, nada. “Desde esa noche, sueña mucho y llama a su madre”, relata su hija. “Esa noche” es como llaman muchos al día 29, que ha marcado un antes y un después en sus vidas.
Un piso más arriba viven Antonio y Tere. Antonio, de 72 años, no respira bien. Tiene EPOC, un 72% de minusvalía, lleva una máscara de oxígeno muchas horas al día y no puede bajar escaleras, ni mucho menos subirlas. Lleva un mes entre la silla del comedor y el balcón. Sale a airearse y a hablar a gritos con los vecinos. Le mandan comida a través de una cuerda. Pero confiesa, llorando, que está desesperado. “Yo iba cada día al mercado o a tomar un café”, relata. “Ahora estoy encerrado, y con una ansiedad que no me quito de encima. Menos mal que los hijos y los nietos vienen a vernos porque aquí dentro te entra un agobio. Estoy triste, sin ilusión por nada, como deprimido. Ni el fútbol me entretiene. Duermo muy poco y estoy deseando que amanezca para dejar de darle vueltas a todo en la cabeza. Pero luego tampoco tengo nada que hacer. Y lo que me queda, que pueden pasar meses hasta que arreglen los ascensores”. Vuelve a llorar.
Lo que queda por hacer: “Necesitamos muchos más recursos”
“Aquí hacen falta aún muchas máquinas, más presencia institucional”, opina una voluntaria de un punto de entrega de alimentación. “Ha pasado un mes ya. A veces tenemos la sensación de que no son conscientes de cómo estamos viviendo. Si lo supieran, esto debería estar lleno de personal ayudando a los ciudadanos a recuperar la normalidad, y no está sucediendo. Vas por el pueblo y sí, ves alguna calle con bomberos, alguna otra con militares… pero la mayoría están vacías. No tienes ninguna sensación de que se estén llevando a cabo unos trabajos intensos de reconstrucción. Y esto lo ve cualquiera que pase un día paseando por aquí, no hace falta una gran investigación. ¿No lo sabe la alcaldesa? ¿No lo saben en la Generalitat? ¿De verdad en la España de 2024 se va a eternizar la situación de emergencia por falta de medios?”.
Todo tarda mucho. La jefa de estudios del colegio público Paluzié, por ejemplo, Mireia García, lamenta que no haya ido nadie aún a arreglar lo poco que falta para que puedan abrir. “En esta escuela no ha habido destrozos estructurales”, señala. “Lo que necesitamos son solo obras menores. Pero tienen que venir a hacerlas y no vienen. ¿No se dan cuenta de lo importante que es para los niños volver a la escuela? Aquí tenemos 206 alumnos. Como mucho el 10% está en otros centros. El resto lleva un mes en casa”. Las familias temen que la muerte de un operario en un colegio de Massanassa haya dejado a las autoridades en shock y todo se ralentice aún más.
De vuelta en la calle Blasco Ibáñez, Cristina, que lleva el peso de la gestión del punto de comida y productos de primera necesidad, reflexiona sobre las labores de reconstrucción. “Lo que los políticos aún no han entendido es que cuando nos quejamos, cuando decimos que nos hemos sentido abandonados, lo que estamos pidiendo es más Estado”, dice. “Claro que creemos en él, por eso lo demandamos”. Ella se define como votante de izquierdas. Es muy crítica con la gestión de Mazón y de la Generalitat en su conjunto. “Pero creo que todos deberían revisar sus actuaciones en esta catástrofe”, argumenta. “A nivel municipal no entiendo que un mes después no estén los concejales de las seis zonas en las que se divide el municipio todo el día en la calle hablando con los vecinos y apuntando las necesidades y ordenando las prioridades. A nosotros no ha venido nadie a preguntarnos nada. Llamas y no te cogen. Vas al Ayuntamiento y te piden instancias, como si estuviéramos ahora para eso. Estos pueblos no son tan grandes. ¿Dónde está la alcaldesa, que no la hemos visto?”.
Lamenta también que la polarización política impida la cooperación ante una tragedia de estas dimensiones. “No pueden pedirnos que no digamos que hemos salido adelante gracias a los voluntarios porque eso favorece a la ultraderecha. A mí me preocupa muchísimo el auge de los populismos, pero eso no significa que no pueda criticar esta gestión. Llevo un mes a pie de calle. Si Mazón no era capaz de liderar esto, que no lo ha sido, el Gobierno debió tomar el mando. O, incluso si creían que era mejor que la coordinación fuera autonómica por la cercanía, que puede ser, debieron tratar por todos los medios de intervenir más, de implicarse más, de presionar más. En todo caso, les diría a todos que ya habrá tiempo de determinar las responsabilidades de cada cual. Que ahora se centren en lo que necesitamos con urgencia: muchos más recursos, más información y que las ayudas sean fáciles y ágiles”.
Cuando la gente se encuentra por las calles de Catarroja solo hay un tema de conversación: la dana. Hablan de “esa noche”, de dónde están viviendo el hijo y la nuera, de si es cierto o no que ha muerto Paco, de cómo van a salir adelante, de que tienen que cuidar a los nietos porque no hay coles, de que los autobuses van atestados a primera hora de la mañana y tardan horas en desplazarse o de que parece imposible que algún día vuelva la normalidad. “Te levantas, te pones la ropa, y al barro”, le dice un señor mayor a una amiga a la que se ha encontrado. “Pero el barro no se acaba, no se acaba, no se acaba nunca”.
A pesar de que casi todo está cerrado, hay dos administraciones de lotería abiertas, con colas enormes. Mucha gente pide números acabados en 29, o en 9. “Yo me levanto llorando y me acuesto llorando”, relata Amparo, de 79 años, que ha vivido ya tres riadas. En la primera, en 1957, lo que vio flotando eran caballos y vacas. En esta, decenas de miles de coches, árboles, farolas, personas. “Si al menos nos tocara un piquito de lotería, podríamos arreglar nuestras casas y nuestros negocios”, dice. “Quizá después de la desgracia llegue algo de suerte”