Una vez más se repite el bloqueo del aumento de la fiscalidad de los carburantes de automoción en el Congreso. Cambia el contexto político y van cambiando los protagonistas de la falta de iniciativa o, cuando esta se produce, del veto. Cambian incluso las razones por las que nunca es el momento de actuar: competitividad de la economía, protección de la industria, preocupaciones distributivas, etc. Pero, en esencia, todo sigue igual desde hace más de tres décadas y así la fiscalidad ambiental mantiene su papel marginal en el sistema tributario español porque los impuestos sobre los carburantes se encuentran entre los más bajos de la Unión Europea.
El problema es que en los últimos años sí han cambiado otras muchas cosas que hacen injustificable mantener este statu quo fiscal. En primer lugar, es ya evidente que España es particularmente vulnerable al cambio climático, cuyos impactos se sufren con gran intensidad y antes de lo previsto. Recordemos que, si bien siempre han existido danas y olas de calor, el cambio climático está aumentando su prevalencia e intensidad tal y como ha demostrado la ciencia básica del clima y los estudios específicos de atribución de los cada vez más habituales y dañinos eventos extremos. Causa estupor que, después de una desgracia como la vivida hace pocos días en nuestro país, decaiga una medida tan necesaria para conseguir la reducción y eliminación del uso de los combustibles fósiles, principal causa del cambio climático. Una medida, por cierto, que también puede contribuir a conseguir recursos para paliar los efectos de estos desastres, promover la adaptación futura al cambio climático o, por ejemplo, contribuir a los fondos que habrá que dotar para cumplir con lo acordado en la reciente reunión climática de Bakú.
También es inconsistente esta situación con los cada vez más ambiciosos compromisos climáticos de la UE para cumplir con lo establecido por el Acuerdo de París. Estos compromisos requieren, por supuesto, la actuación de los Estados miembros mediante objetivos sectoriales y políticas públicas. La disparidad entre las metas establecidas por el Gobierno español y las políticas que las sustentan es bien conocida, pero en el caso del transporte la situación es dramática. Se trata de un sector que está teniendo serias dificultades para avanzar en la descarbonización, algo ciertamente relacionado con la baja (o nula en el caso de la aviación) fiscalidad existente.
Es por ello que el Libro Blanco para la reforma del sistema tributario español de 2022, cuya escasa aplicación y gran tamaño lo hacen candidato a posavasos en ciertos departamentos gubernamentales, según se pudo leer en este diario hace unos días, destina casi la mitad del también voluminoso capítulo de fiscalidad ambiental a formular y evaluar diversos tributos sobre el transporte. No se trata de rellenar páginas ni de, frente a lo afirmado por diversos lobbies del sector, considerar al vehículo como un elemento negativo y limitar el derecho de los ciudadanos a moverse libremente. Se proponen un conjunto de medidas fiscales que, de forma coordinada y gradual, actúen como palanca para el necesario cambio que precisa un sector tan relevante en términos ambientales y económicos. Un sector, por cierto, cuyas serias dificultades actuales en Europa probablemente tengan que ver con su actuación reactiva en este ámbito y que debería ser el primer interesado en resolver de forma adecuada su transición a un modelo más sostenible.
Una de las ventajas del apartado ambiental del Libro Blanco es que, además de formular propuestas, presenta simulaciones rigurosas y detalladas de sus potenciales impactos ambientales, recaudatorios y distributivos. Así, suministra información valiosa sobre los efectos de la igualación fiscal de diésel y gasolina de automoción: un incremento recaudatorio de unos 2.000 millones de euros anuales (sin incorporar el diésel profesional), una reducción significativa de las emisiones de CO2 y unos impactos ligeramente regresivos. Esto último explica la oposición de algunas fuerzas políticas, pero es importante introducir varias matizaciones: otros instrumentos de política pueden ser tan o más regresivos (por ejemplo, las zonas de bajas emisiones que impiden el acceso de usuarios con vehículos antiguos) y más difíciles de mitigar, y la inacción llevará a impactos climáticos ciertamente mayores para los menos pudientes por su menor capacidad de adaptación. Además, es posible compensar a los hogares con menor renta mediante una combinación de transferencias monetarias y subvenciones al cambio de equipamiento. En este sentido, el Libro Blanco indica que podría mantenerse el poder adquisitivo de la mitad de los hogares (los más pobres) tan solo empleando el 10% de la recaudación obtenida.
Aún es posible recuperar la propuesta de igualación fiscal del diésel e iniciar con ella el camino, en parte esbozado por el Libro Blanco, para reducir la importante disparidad española entre objetivos y políticas climáticas. Tanto decisores políticos como lobbies deben saber que nuestro tiempo para aplicar soluciones graduales y coste-efectivas se acaba. También deben anticipar el severo escrutinio que les reservará la sociedad española del futuro ante la acumulación de evidencias.