La persona más necesaria en una democracia es la chivata. Y la más peligrosa, la mentirosa. El problema es cuando son la misma persona. O lo parece. Se requiere gran madurez para no caer en, por un lado, caricaturizaciones del filtrador (quizás era un Pequeño Nicolás que colaboraba con la TIA, pero también era el “nexo corruptor” según una Guardia Civil que lo condecoró con la Orden del Mérito) o, por el otro, teorías de la conspiración sobre una corrupción cósmica en el Gobierno. España precisa de un terreno común entre estas dos cámaras de eco, un mediocampo en el debate público. ¿Cómo lograrlo? He aquí unas sugerencias.
Primero, necesitamos más chivatos y más noticias en “pseudomedios”. El secreto de las democracias más sólidas del planeta, las anglosajonas y las nórdicas, no son sólo sus famosos gobernantes y reputados medios, sino también sus invisibles denunciantes e infames tabloides. Los controles formales (Parlamento, jueces) no sirven sin los informales (que los alertadores puedan informar a los medios y estos a la ciudadanía). Si hubiéramos tenido chivatos durante las primeras (supuestas) andanzas de Koldo y Aldama en las administraciones, nos habríamos ahorrado muchos desmanes. En otro país, a la primera reunión en una marisquería o en la sala de autoridades del aeropuerto saltan todas las alarmas y las portadas.
Segundo, hay que ver la viga en nuestro ojo y no la paja en el del otro. Difícil cuando no es que seamos dos tribus hablando idiomas distintos, sino que parecemos especies distintas. Unos zombis y los otros vampiros, incapaces de sentarnos a dialogar. Así que les pediría a todos que imaginen su opinión de cualquier hecho cambiando sólo el color político del protagonista.
Tercero, debemos entender que el objetivo de la política no es distinguir la verdad de la difamación (eso es para los tribunales), sino identificar un problema colectivo (ya sea el sistema de alertas para riadas o el estatus del cónyuge del presidente) y buscar una solución. Independientemente del apellido del responsable actual. La política trata los nombres comunes y la justicia, los propios. Y tanto en los tejemanejes de Aldama (los que se revelen ciertos) como en el desmadeje de la dana, todos erraron (ojalá, porque, si fue obra de Satanás, mal vamos). La prueba es que, si volvieran a pasar los hechos, nadie (ni Mazón ni la Confederación Hidrográfica del Júcar) haría lo mismo. La política no es el reino de lo que pasó, sino de lo que podría haber pasado. Y, por tanto, puede mejorar. Pero eso sólo se ve desde el mediocampo.