San Cristovo de Mouricios es una parroquia lucense de 52 habitantes, según el padrón de 2023. Allí, hasta bien entrado el siglo XX, las mujeres mantuvieron una laboriosa producción doméstica de lino para cubrir las necesidades familiares y vender el pequeño excedente, y todavía queda quien recuerda aquel largo proceso de transformación de la planta en fibra, de la fibra en hilo y del hilo en tejido. Aunque ya nadie ejerce de tecedeira, algunos telares se conservan casi intactos, y en su interior se pueden ver, abandonadas, herramientas como la agramadeira, formada por varias cuchillas para el mazado, o la espadela con la que se eliminaban a golpes las peores fibras. También se atesora la memoria de aquellas labores gracias a un proceso de investigación y trabajo de campo llevado a cabo por colaboradores de Espacio Vilaseco, un proyecto con sede en una antigua granja que permite a artistas, etnógrafos y profesionales de distintas áreas colaborar para imaginar el futuro del arte y de la artesanía recuperando técnicas y conocimientos a punto de desaparecer.
Inspirados por las tecedeiras, el pasado mes de septiembre, los arquitectos e investigadores Raquel Buj y Carlos J. Cenamor impartieron en aquel espacio el taller Bio*Cerámica: narrativas del paisaje y la naturaleza, organizado por la Fundación Artesanía de Galicia. “Los paisajes que construimos, desarrollamos o manipulamos tienen una relación directa con los objetos y artesanías que se realizan en ellos”, explica Cenamor, que añade que el objetivo de su taller fue el de “explorar esa relación y generar nuevas posibilidades al ampliarla con nuevas materialidades y tecnologías”. Buj suele trabajar en la intersección entre arte, moda y tecnología, experimentando con biomateriales que forman una segunda piel sobre quienes los visten; mientras que Cenamor practica un tipo de cerámica que, a falta de etiquetas más asentadas, puede considerarse contemporánea o especulativa, porque sus piezas son funcionales, pero también viajan entre galerías de arte y proponen miradas sobre cuestiones culturales.
Desde sus posiciones híbridas entre el diseño, el arte y la artesanía, ambos piensan que esta última disciplina tiene mucho que aportar cuando se trata de abordar retos tan amplios como el cambio climático. La artesanía sigue siendo el mejor medio para producir objetos de manera sostenible, lejos de la industria y sus externalidades negativas, pero, tal y como advierte Buj, tiene implicaciones todavía más profundas. “De la artesanía se suelen convertir en fetiche los objetos que produce, pero lo fundamental es el paisaje cultural que genera y cómo este se relaciona con el paisaje natural”, argumenta.
Con las manos en el barro y los biomateriales
Poco después de la explicación de Buj y Cenamor, 20 participantes concentradas en sus tareas minuciosas llenan la nave, destinada hasta hace poco a dar cobijo a las vacas, de un estruendo de estudio de artista en marcha o de laboratorio a pleno rendimiento. Expuestas en grandes caballetes, se encuentran las recetas que ha escrito Buj y que indican con precisión cómo preparar polímeros de origen natural como el agar (una sustancia que se obtiene a partir de algas), el carragenato (una gelatina) o la fécula de patata. La idea es comprobar si pueden generar asociaciones interesantes con el lino (el suelo está lleno de madejas) y el barro, y cada participante puede hacerlo como prefiera, con total libertad para iniciar su propio proyecto.
La mayoría de las mujeres —casualidad o no; no acudió nadie de género masculino— que están aquí ya son artistas o artesanas con carreras consolidadas. Están especializadas en distintos campos, y hay escultoras como Luka Andeyro, pintoras como Gloria García Lorca, cesteras como Idoia Cuesta o forjadoras como Roni Herrán. Quizá porque están acostumbradas a enfrentar procesos creativos, no les ha costado empezar y, si acaso, se quejan de la falta de espacio o de que, como suelen trabajar en solitario, les cuesta concentrarse con tanta gente moviéndose a su alrededor. Buj y Cenamor acompañan, organizan las mesas y las herramientas y, sobre todo, aconsejan según su experiencia porque, superada la fase de recolección de materiales y de documentación, cada participante enseguida tiene claro hacia dónde quiere dirigir sus esfuerzos.
Cristina Chiarroni, por ejemplo, viene del mundo del arte contemporáneo. “Aprendo mucho de lo que hace cada una, pero hay tantas posibilidades que debes centrarte en algo”, aconseja. Ella está experimentando con “mezclas muy locas de materiales”, y terminará dando con una combinación de agar y barro muy parecida al cuero, algo así como una piel de origen vegetal que —afirma ilusionada— le será muy útil para sus futuras obras. Idoia Cuesta, creadora textil que ha expuesto, entre otras ferias, en Art Madrid, está buscando la fórmula para un biohilo que le pueda ser útil más adelante. También ha montado engobes de barro que sirven como registro ecológico de los cultivos de mimbre con los que está trabajando en el propio Espacio Vilaseco. Fátima Beamonte es ceramista y una apasionada de la cocina, así que, preocupada por la huella ecológica de sus creaciones, está aprovechando esta oportunidad para desarrollar recipientes comestibles y biodegradables. De momento, ha descubierto que la gelatina junto a la férula de tomate podría dar lugar a una vajilla efímera con una duración de tres o cuatro días, aunque darle rigidez y forma sigue siendo complicado. La ceramista experimental Lidia Sanz se marchará con una obra casi terminada: tiene un concepto (”la cobertura que ofrecen los tejidos: trabajamos para protegernos”) y una pieza en la que ha dibujado con la raíz del lino un braile hecho de texturas y burbujas.
La última sesión sirve para registrar y sistematizar todo lo que se ha hecho. La labor de recapitulación también se concretará en un libro colectivo, que recogerá datos y manipulaciones, y que será expuesto como obra autónoma. Además, se colocan cuidadosamente todos los materiales del taller, incluso los que todavía deben ser cocidos o necesiten secarse. Su disposición recuerda a la de los cultivos de lino, en caballones (esos montones de tierra que un arado deja entre surco y surco) y, en conjunto, forman una narración que deja satisfecha a Raquel Buj: “Hemos conseguido acabar el taller en un lugar distinto respecto al del comienzo”.
Registro y cocción al aire libre
El Espacio Vilaseco está en mitad de un bosque de castaños y nogales. El olor del otoño se mezcla con el de la leña, recogida allí mismo durante la mañana. Cenamor y el también ceramista Raúl Mouro han preparado una cocción al aire libre, sin horno, que permitirá, a la mañana siguiente, recoger terminadas las piezas que contienen barro, aunque, tras un proceso en condiciones tan difíciles de controlar, se producirán grietas y algunas se romperán. A nadie le preocupa, es parte del experimento. Alrededor de la hoguera, Buj y Cenamor exponen sus conclusiones tras una semana de taller y convivencia: “Hemos intentado experimentar, abrir futuros posibles”. Al margen de los resultados concretos, lo importante ha sido “la recuperación histórica de saberes, como la memoria del cultivo del lino” y la constatación de que “es posible hibridarlos y escapar a los límites de las disciplinas”.
Las 20 artesanas y artistas han reflexionado sobre la inteligencia intuitiva del trabajo manual, esa que permite “decidir haciendo”, sobre aprovechar lo que está cerca o lo que está roto y sobre materialidades que no implican que la obra permanezca: también pueden ser artísticos los objetos que, debido a la degradación de los biomateriales, se dejan ir, se deshacen o se transforman. No son cuestiones menores: es el camino que está transitando la artesanía contemporánea y que, en tiempos de colapso triple (“social, psíquico y ecológico”, según el filósofo Amador Savater) demuestran que existen modelos alternativos de desarrollo económico y social. Además, la insistencia en la relación entre el paisaje natural y el cultural o entre los materiales que se pueden encontrar en cada territorio y las artesanías que producen cuestiona la distinción moderna entre los conceptos de naturaleza y de cultura. Una grieta o una incompatibilidad entre lo humano y lo natural que, según pensadores tan respetados como el recientemente fallecido Bruno Latour o Isabelle Stengers, estaría detrás de buena parte de los problemas que padecen nuestras sociedades.