Tras la obertura, Judas empieza a cantar sobre una música misteriosa y acordes duros: “Ahora sé muy bien / qué va a suceder, / ya tan cerca de Jerusalén / quieren de Él hacer un libertador, / un mesías, casi un dios de Israel. / ¡Cristo! Te empiezas a creer / lo que dicen de ti…”. Es, seguramente, la primera vez que se interpreta en España la mítica ópera rock Jesucristo Superstar, pero ni Judas es aquí Teddy Bautista ni estamos en la Gran Vía de Madrid en el montaje que encabezó Camilo Sesto en 1975. Estamos en la Semana Santa de 1973, en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción en Utiel, un pueblo de 11.000 habitantes en el interior de Valencia, y el que canta es un adolescente llamado José Miguel Mayordomo.
Más de medio siglo después, sentado en una terraza a la puerta de esa misma iglesia, Mayordomo, funcionario municipal jubilado, vuelve a cantar ese mismo arranque y a Maite Pérez se le pone la carne de gallina; ella interpretó a María Magdalena. “Oye, y nada que envidiar a Ángela Carrasco [que hizo ese mismo papel en la versión de Camilo Sesto], de verdad te lo digo”, asegura a su lado Carlos Sánchez, en su día, san Pedro.
Sánchez es entusiasta, expresivo. “¿Tú quién eres? ¿Ángel Luis? No me jodas”, había exclamado unos minutos antes al reencontrarse con otro de los miembros de aquel elenco después de tantos años. En una mañana de finales de septiembre, se reúnen alrededor de Conrado Ibáñez, que ha reconstruido la historia de aquel (seguramente) primer Jesucristo Superstar en español en el libro Casi siempre por la noche, un compendio que recoge la sorprendente escena musical que ha agitado desde los años sesenta esta aislada comarca valenciana que tiene el nombre oficial de La Plana de Utiel-Requena, azotada recientemente por el desastre de la dana. Lo ha publicado Creaciones Alalimón, una joven editorial que quiere encontrar y difundir todas las muchas historias del mundo rural que merecen ser contadas, pero desde su propia mirada, no desde el punto de vista urbano, ya sea este asombrado, paternalista, condescendiente, nostálgico, cómplice, comprensivo, aleccionador…
Historias como la de la receta tradicional de arroz al horno con garbanzos y pasas, una de las pocas reminiscencias de los tiempos en que el litoral valenciano era una potencia exportadora de uvas secadas al sol, que recoge entre otras muchas recetas y crónicas de cultura y memoria gastronómica valenciana el libro Cuina nostra. O como la de Juan Beteta, el último artesano que, en el pueblo albaceteño de Yeste, construía hasta que falleció en 2017 cantimploras de esparto similares a las que se producían en época romana 2.000 años antes; su recuerdo aparece en Cuando canta la garlocha. El conocimiento tradicional sobre la naturaleza, un muestrario de vidas castellano-manchegas que reivindican la cultura rural.
O como la historia —recogida entre las muchas que componen Casi siempre por la noche— de aquel cura progre que en un viaje a Londres en agosto de 1972 vio la ópera rock de Andrew Lloyd Webber y Tim Rice y, deslumbrado, se empeñó en montar Jesucristo Superstar en el pueblo donde ejercía el sacerdocio: Utiel. Así, el padre Francisco Martí escribió a los autores, quienes, según cuentan los que lo vivieron, le dieron permiso para hacer el montaje, siempre que no hubiera de por medio ánimo de lucro. A partir de ahí, involucró en el proyecto a medio pueblo, incluidos a los chavales de los coros de los internados religiosos, masculino y femenino, y los miembros de varios grupos locales: Yerba, Eco y el conjunto Amigos. Solo en el coro de la obra, eran unas 60 personas.
El propio Martí tradujo la letra del inglés hasta lograr una versión rimada que se parece más bien poco a la de Camilo Sesto. Juan Carlos Colom, entonces estudiante, sacó de oído todos los acordes a partir del álbum original. “Ponía una moneda encima del disco para que se reprodujera más despacio. Y así, una y otra vez. Rompí dos o tres discos…”, ríe este pianista de larga trayectoria y profesor jubilado del Conservatorio Profesional de Albacete. Recuerda que, tras varios meses de esfuerzos y ensayos, la iglesia se llenó hasta los topes para asistir al estreno. Fue el 15 de abril de 1973, Domingo de Ramos, a las 17.30. “La misa de las seis se adelanta a las cinco”, explicaban las invitaciones. Unas semanas más tarde se volvió a representar en la iglesia de Villargordo del Cabriel y, poco después, en un teatro de Buñol. Y ahí acabó todo, aunque hubo alguna petición más; lo polémico de la obra complicaba su bienvenida en muchas iglesias y era muy complicado poner de acuerdo y trasladar a tanta gente.
“Hicimos una versión mucho más rockera que todo lo que vino después. El espíritu rockero se perdió a partir de la película [dirigida por Norman Jewison y estrenada en EE UU en mayo de 1973] y se suavizó, incluso, el mensaje. ¡Pero si Camilo Sesto era un cantante melódico!”, exclama Luis Alfonso Ortiz, que aportó su guitarra al proyecto del padre Francisco. Ortiz tocaba en el conjunto Amigos y su rollo era sobre todo el rock progresivo. Sin bromas. Una vez, casi acaban a tortas en un pueblo porque no les dio la gana de tocar un pasodoble: “Se empeñaron, pero les dimos largas hasta que cobramos; entonces, mientras seguíamos tocando, fuimos cargando la furgoneta por detrás del escenario sin que se dieran cuenta y salimos pitando. Y no tocamos el pasodoble”.
Conrado Ibáñez también es guitarrista. Curtido durante décadas en bandas de rock y blues y en esas orquestas de baile que han llevado música a las fiestas de media España, ahora se ha centrado en el jazz. Hace 15 años que también colabora en Radio Utiel y de ahí salió su afición por la investigación musical. En la intro de Casi siempre por la noche, que define como un “trabajo de memoria colectiva”, Ibáñez explica: “Estamos geográficamente aislados de cualquier zona o circuito de rock. Pero, aun así, con este libro queda demostrado que el rock no solo se ha dado y se da en las ciudades (…) También en zonas rurales como la nuestra, el rock ha florecido, a pesar de los impedimentos y obstáculos”. Así, además de acontecimientos musicales como el de Jesucristo Superstar, el libro recoge 99 biografías de bandas locales formadas entre 1963 y 2013, desde algunas que llegaron a actuar en salas importantes hasta otras que iban a tocar a los pueblos con una batería de juguete.
Entre la etnografía y la antropología cultural, Álvaro Ibáñez Solaz, la persona detrás de Creaciones Alalimón, defiende simplemente la necesidad de contar lo rural desde lo rural. “Recuerdo un congreso que se celebró hace unos años, cerca del pueblo donde vivía, dedicado a la despoblación, en el que no participaba nadie que viviera en el ámbito rural”, cuenta. Él hizo el camino contrario al de la generación de sus padres, que fueron a la ciudad en busca de oportunidades. “Muchos de nosotros hemos vuelto al pueblo porque ahora no las encontramos allí. Y, cuando llegué [desde Valencia, primero a Cortes de Pallás y luego a San Antonio, una aldea del municipio de Requena], reprimí el primer impulso de hacer las cosas a mi manera, y me puse a ver y a escuchar”, explica. Archivero, bibliotecario y documentalista, la idea de hacer libros le nació de forma natural. “Tenía la sensación de que hay mucha gente en el mundo rural con cosas interesantes que contar, pero con más dificultades para ser escuchados. Así que el objetivo de la editorial era saber si era capaz de sacar los libros que me gustaría hacer y darle voz a gente que me parecía interesante e importante que se escuchara”, explica.
Y, de momento, va saliendo, aunque sea peleando cada libro vendido: como no tiene distribuidor, él mismo lleva los ejemplares a algunas librerías, pero la mayoría de las compras llegan con el boca a boca, por la web y, sobre todo, en las presentaciones que van recorriendo, principalmente, las geografías que recogen sus obras. Su gran éxito —en esas condiciones, y con la industria editorial como está, ha vendido casi 2.000 ejemplares— es un libro en valenciano: Cuina nostra. Un relat de memòria gastronòmica, del maestro jubilado y divulgador Casimir Romero, con ilustraciones de Aneta Tarmokas, y prologado, entre otros, por Pep Romany y Carme Ruscalleda. Se trata de una obra de reconstrucción sentimental a través de la cocina valenciana, por eso las recetas van al final de cada entrada: Chirivías, figatells, rosquilletas… Y, por supuesto, paella, sobre cuyos ingredientes y composición reglamentarios nunca termina uno de discutir. Para Romero, la clave no son los ingredientes: “La técnica consiste en cocer algo en un recipiente poniendo una capa muy fina, con lo que el fuego le llega enseguida. Y el sofrito es muy importante. Pero la clave es la paella es como un ritual: nos ponemos dos, tres, cuatro personas, con una cerveza, y discutimos qué hay que echarle, cuánto tiempo, y se establece un diálogo, porque al final no es un plato, es una forma vivir, de comprar juntos, de comer todos de la misma fuente con una cuchara… Todas las que son así son paellas auténticas”.
Romero es un apasionado del mundo rural y la pedagogía —sigue desarrollando materiales didácticos para enseñar a través de la cocina—, como apreciará enseguida cualquiera que tenga la suerte de descubrir con él su pueblo natal, Terrateig, y sus alrededores. Cuando se agacha a recoger y da a probar las hierbas comestibles que encuentra a su paso. Cuando se concentra durante varios minutos sobre un pilón en busca de una pequeña gambeta —la misma que se solía utilizar en una receta de acelgas— en el lavadero de Castellonet de la Conquesta, donde más tarde dibujará con un canto sobre la piedra para ilustrar sus explicaciones histórico-antropológicas. Cuando desgrana el proceso tradicional de producción de pasas junto a un riurau rehabilitado; allí se hacía l’escalà (se escaldaban) y secado de la uva. O cuando se salta una valla para enseñar de cerca los enormes bancales que construyó su padre, maestro artesano experto en la técnica de la piedra seca, durante un año entero.
Precisamente en un congreso de piedra seca —técnica tradicional de construcción apilando cantos cuidadosamente elegidos sin usar ningún tipo de cemento, declarado patrimonio cultural inmaterial de la Unesco— conoció hace cinco años a Ibáñez Solaz, y allí nació la idea del libro de la cuina, del que ya están preparando una segunda entrega. No estuvo en aquel congreso el profesor de la Universidad Popular de Albacete José Fajardo Rodríguez, pero podría haber asistido perfectamente; se ha pasado varias décadas construyendo con esa misma técnica en La Felipa, una pedanía de Chinchilla de Montearagón, una pequeña casa y un cuco, una cabaña tradicional de pastores con una simpática forma de cono y dos plantas. “Ahora, cuando paseo por el campo, no puedo evitar fijarme en cada piedra, por si alguna me pudiera servir, y me sale impulso de echarla al coche”, cuenta.
Fajardo fue uno de los pioneros junto a Alonso Verde de la etnobotánica y la etnobiología en España hace 30 años, cuando nadie hacía mucho caso a esta disciplina que recoge los conocimientos tradicionales vinculados a los recursos vegetales. Poco a poco, estos estudios fueron ganando prestigio y presencia, gracias entre otras cosas a su uso en farmacología y agricultura biológica. Ambos pertenecen al equipo de botánicos, zoólogos, ecólogos y hasta lingüistas que alimentan desde hace casi dos décadas el inventario de conocimientos tradicionales del Ministerio de Transición Ecológica. Su investigación siempre ha girado en torno al trabajo de campo —nunca mejor dicho— en pueblos de las cinco provincias de Castilla-La Mancha, pero en los resultados científicos se queda irremediablemente fuera la parte más humana de los contactos y relaciones que establecen con las personas a las que entrevistan. Un interminable y riquísimo inventario de vidas y anécdotas que Fajardo ha acabado volcando, destilado, en otro de los libros de Alalimón: Cuando canta la garlocha.
Entre dichos populares —quien te conoció, ciruelo; eres más blando que la cuajá de cardo; escarcha nublada, segura nevada…— e historias singulares —como la que contaba Petra de aquella batida en busca de un animal que había dejado unas inquietantes huellas que resultaron ser las de esa máquina que llamaban coche—, el libro reivindica “la dignidad de la cultura rural y su valor como conocimiento acumulado durante siglos” y a las personas sencillas que los atesoran.
Los conocimientos tradicionales se transmiten oralmente porque se consideran útiles. En el momento en que se consideran irrelevantes, se pierden. Eso es lo que lleva ocurriendo muchas décadas, y por eso los investigadores van a los pueblos a rescatarlos. Porque forman parte de una cultura, pero también porque de verdad pueden volver a ser útiles si se los aprecia, aseguran Fajardo y Verde. Cuentan que los propios protagonistas de sus investigaciones siguen muchas veces sin darle ningún valor. Por suerte, las cosas están cambiando: “Hemos pasado de las películas del paleto, con la caja de cartón y una gallina que se montan en el autobús a dignificar un poco estos conocimientos tradicionales. Yo creo que ahora ya el mundo rural se ve con unos matices más positivos”, dice Fajardo. A su lado, asiente Álvaro Ibáñez Solaz.