A vueltas con la infancia, estos días pasados ando rumiando recuerdos. Lo más poderoso es el asombro ante esa especie de nostalgia orgullosa que experimentan los jóvenes que disfrutaron su infancia en los ochenta. No es una nostalgia de orden político sino sentimental, aquella en la que se suceden, como en una noria, las tardes de La bola de cristal, las mañanas de Bola de dragón, Oliver y también Benji, los magos del balón, David el Gnomo, que es siete veces más fuerte que tú, Pesadillas, Manolito, la sin par Matilda, el ritmo contagioso de las Spice Girls, las letras brutales de Extremoduro impresas en camisetas, “Iros todos a tomar por culo”, en la retadora adolescencia incipiente. Y de fondo, siempre, esas madres de los ochenta a las que hoy la leyenda tilda de negligentes, despreocupadas, poco duchas en la alimentación equilibrada, expertas en improvisación.
Las veo, me estoy viendo, esperando a la criatura en la puerta de la escuela infantil con el Fortuna en la mano, pioneras de la gran década de los divorcios, poseedoras de una mirada estrábica que permitía tener un ojo vigilando el niño y otro hacia la misma vida, atentas a no perderse el momento en que pasara por delante “su tal para cual”, como cantaba Santiago Auserón. Seríamos un desastre, lo éramos, pero estos niños que criamos sin manuales de crianza ni brújula pedagógica nos echan de menos o se echan de menos a sí mismos o añoran esos años más despreocupados. Atrás habíamos dejado la educación autoritaria, aquella en que los padres siempre tenían la última palabra, algo que de ninguna manera queríamos repetir, y por tanto inaugurábamos una era inédita en la que las tardes de los viernes se acababa tomando cañas en una terraza mientras se hacía de noche y nos llevábamos a los niños derrotados a casa. Fue, sin duda, un momento único.
Aún no esperábamos que nuestros niños fueran genios o superdotados, tal vez fuera porque no pensábamos en el futuro, o porque jamás se nos hubiera pasado por la cabeza que debíamos prepararlos ya desde la guardería para el mundo del trabajo. Los niños carecían de esa asfixiante agenda actual que los iguala a los ejecutivos; los juegos en el parque sustituían a las clases de chino, inglés, esgrima, piano, ajedrez, informática, gimnasia rítmica. Siempre hubo excepciones, pero en general aún se entendía la infancia como ese momento de la vida en que uno sale del colegio para no hacer nada. “¡Eh, eh —advertía Pippi a la maestra— que yo he venido aquí por las vacaciones!”. Esa fantástica réplica creada por la gran Astrid Lindgren seguía aún imponiéndose a la vanidad delegada de los padres.
Confieso que yo también me siento afortunada de haber sido madre entonces, más bien aliviada por no haberme tenido que enfrentar a la adicción a las pantallas, a la poderosa marea de desinformación que les escupen las redes sociales y que instruye al 60% de los adolescentes (nostalgia la mía por El Pequeño País) o a que los niños sean iniciados en el sexo con vídeos cargados de violencia y misoginia. Puede sonar pesimista el panorama, pero esta es una alarma que debería saltar a diario en el móvil de los progenitores. La infancia necesita sosiego, vivir libre del estrés del presente, tiene derecho a disfrutar de un tiempo sin tiempo, a alimentar su imaginación con el juego o el mero aburrimiento. Siempre regreso a las notas que sobre educación nos dejó Natalia Ginzburg, hoy más esclarecedoras que nunca: “Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber”. De ser y de saber.