Cuando Donald Trump cambió en los últimos mítines de su campaña God Bless the USA, la balada patriótica con la que lleva años entrando en escena, por la sombría canción con la que The Undertaker solía subir al ring vestido vestido de enterrador con sombrero, la pregunta fue inevitable: ¿qué quería decirnos el candidato con la combinación de esa música ominosa y el tono cada vez más oscuro y revanchista de su discurso? El motivo, como de costumbre en él, era estrictamente personal: Trump ha mantenido una larga historia de amor con el extravagante mundo de la lucha libre profesional (wrestling). Un mundo en el que veneran a The Undertaker como a una leyenda.
Ese idilio es también uno de los insospechados motivos que explican su regreso a la Casa Blanca cuatro años después. Entre los objetivos de su campaña estaba seducir a los hombres jóvenes, que fueron decisivos en la victoria republicana, así que acudieron a buscarlos en torno a los cuadriláteros y las jaulas, reales o virtuales, de las dos franquicias más populares de la lucha como espectáculo: la vieja WWE, acrobática charlotada que se coló en los hogares españoles a principios de los noventa con el nacimiento de las televisiones privadas (bajo el nombre de pressing catch), y su versión más moderna y violenta, la UFC, disciplina mixta de artes marciales. Ambas marcas se fusionaron el año pasado para dar origen a TKO, gigante del show business valorado en 21.400 millones de dólares.
La relación de Trump con esa mezcla de deporte, circo y testosterona viene de lejos, pero esta semana alcanzó nuevas cotas con el nombramiento como secretaria de Educación de Linda McMahon, antigua ejecutiva de lucha libre. Fue una designación inesperada, otro fichaje con el que es difícil saber si el presidente electo va en serio, si es que le divierte probar las costuras de un sistema que desprecia, o si está realmente convencido de que el mundo del espectáculo es una cantera razonable para formar el Gobierno de la primera potencia mundial: entre los elegidos, hay dos secretarios con pasado en Fox News ―Pete Hegseth (Defensa) y Sean Duffy (Transporte)―, un médico de la tele, Mehmet Oz, y un jugador de fútbol americano retirado (Scott Turner).
El marido de la futura secretaria de Educación, si el Senado la confirma, se llama Vince McMahon y es un viejo compinche de Trump. Hicieron negocios juntos con el wrestling en los ochenta, y en 2007 ambos participaron en un concurso llamado La batalla de los multimillonarios, un juego en el que cada cual escogía a un luchador para que peleara por él. El ganador tenía derecho a afeitar la cabeza del perdedor, y así fue cómo Trump le rapó el pelo en directo a McMahon sobre un cuadrilátero en Detroit.
En 2022, este dimitió como consejero delegado de la WWE, acosado por las denuncias de agresión sexual de cuatro mujeres y por un presunto delito de trata que él niega. A principios de 2024, también abandonó el cargo honorífico que tenía en TKO. Esta semana se ha sabido que sobre Linda McMahon ―que, antes de dedicarse a la política, convirtió junto a su marido en un negocio global la empresa de lucha libre de ámbito regional que le compraron al padre de él― pesa una querella por encubrir en los años ochenta los abusos a menores cometidos por un entrenador con aspirantes a estrellas del deporte.
El nombramiento de McMahon, que ya formó parte del primer gabinete de Trump, llegó tres días después de que este hiciera una de sus primeras apariciones en público desde que ganó las elecciones. Fue en un evento de artes marciales mixtas en el Madison Square Garden. Era también su vuelta, acompañado de los miembros más famosos de su ejecutivo en formación, de Elon Musk a Robert F. Kennedy Jr., al lugar en el que la campaña del expresidente ofreció un multitudinario mitin misógino y racista que el establishment de Washington fantaseó que podía costarle la presidencia. Además del cómico que definió Puerto Rico como una “isla de basura flotante”, aquel día subieron a la tribuna de oradores Hulk Hogan ―con su bigotón teñido de rubio y su afición a rasgarse la camiseta, tal vez el luchador más popular de la historia― y el consejero delegado de la UFC Dana White, el tipo al que se atribuye el mérito de haber blanqueado un deporte sangriento cuya audiencia pegó un espectacular estirón durante la pandemia.
“El tipo más duro”
En la noche de su victoria electoral, White ―que fue, quien “ayudó, tal vez más que nadie, a Trump a movilizar a los jóvenes”, según The New Yorker― habló antes del vencedor. “Me dedico al negocio de los tipos duros, y este hombre”, dijo, antes de dar paso a Trump, “es el ser humano más duro y resistente que he conocido en mi vida”. En agradecimiento por los servicios prestados, el presidente electo honró con su presencia el espectáculo de televisión a la carta organizado el fin de semana pasado en el Madison Square Garden por White, que ya ha anunciado que después de esto, deja el “repugnante” negocio de la influencia política.
Allí estaba Joe Rogan, el locutor de podcast más influyente de Estados Unidos, al que Trump también le debe una: la entrevista de casi tres horas que ambos mantuvieron 10 días antes de las elecciones, así como el respaldo que Rogan dio a su candidatura en la jornada previa a la votación fueron decisivos para la movilización entre los votantes de eso que llaman la manosfera, en la que Trump ―criminal convicto y autor de las frases “cuando eres una estrella, te dejan hacer lo que quieras, agarrarlas por el coño” (2016) y “protegeré a las mujeres tanto si les gusta como si no” (2024)― es todo un ídolo.
La estrategia de comunicación a través de los podcasts más escuchados en ese universo paralelo de pasiones viriles fue otro de los aciertos de su campaña, además de la gran aportación de Barron, el único hijo de Donald y Melania Trump. Tiene 18 años y recomendó a su padre que se paseara por esos estudios si quería llegar a los muchachos de su edad. Entre los programas a los que fue destacó el que presenta The Undertaker. De nombre real Mark Calaway, en los noventa alcanzó la fama ―en el ámbito en español, con el nombre de El Enterrador― como el más sobrio (es un decir) de los luchadores de años del boom de esa mezcla de deporte y carnaval que apela a dos de las pasiones que definen el carácter estadounidense: el gusto por el espectáculo y una indisimulable pulsión infantil. Calaway y Trump hablaron durante una hora y la conversación sirvió para difundir bulos sobre la participación de atletas trans en el boxeo femenino y para probar los conocimientos sobre wrestling del candidato republicano.
Calaway se mostró después “impresionado” por ese dominio de la materia, que, francamente, no pudo ser una sorpresa. Después de todo, el presidente electo es miembro de honor del Salón de la Fama de la WWE, y escogió a Hulk Hogan como una de las estrellas de la Convención Nacional Republicana en Milwaukee, en julio pasado, cuando aceptó la nominación. Además, siempre fue tentador establecer un paralelismo entre la inimitable carrera de una estrella de la telerrealidad metida dos veces a presidente de Estados Unidos y el circo, entre la verdad y la mentira, de la lucha libre profesional que hace décadas popularizaron Hulk Hogan y El Enterrador. En el ring de la realidad alternativa, Trump se maneja mejor que ningún otro político. Y, como sucede en la WWE, en ese gran teatro sin reglas corresponde a los espectadores decidir qué parte de la performance del luchador, que tiene permiso para comportarse deplorablemente en nombre del espectáculo, deciden creerse y cuál no.