La ley internacional debe ser igual para todos sin distinción. Las vidas de todos los seres humanos tienen idéntico valor y de ahí que todas las víctimas merezcan justicia y reparación por igual. El fiscal del Tribunal Penal Internacional (TPI), Karim Khan, se ha visto obligado a recordar estos principios con motivo de la orden de detención internacional, dictada por unanimidad de los tres jueces del tribunal, contra el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, y el exministro de Defensa Yoav Gallant, como sospechosos de crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos en la franja de Gaza.
Esta es la decisión probablemente más trascendente del Tribunal creada por el Estatuto de Roma en 1998: que obliga a los 124 Estados firmantes. Netanyahu y Gallant pasan a engrosar la reducida nómina de los gobernantes que corren el riesgo de ser detenidos en cumplimiento de la orden de arresto si viajan a alguno de los países firmantes del Estatuto de Roma. Es la misma situación en la que está el presidente ruso, Vladímir Putin. La orden de detención pone a prueba la autoridad del tribunal y el compromiso de los firmantes. El húngaro Viktor Orbán se ha apresurado a invitar a Netanyahu con el propósito doloso de desafiar la orden. Son decisiones políticas que destruyen la división de poderes y el Estado de derecho allí donde lo haya.
El Gobierno extremista israelí considera la decisión una expresión del antisemitismo. El presidente de EE UU, Joe Biden, ha denunciado una pretendida equivalencia inadmisible con Hamás, cuyos dirigentes también han sido inculpados. Exageraciones al margen, la exigencia de justicia debe amparar a todos. Estas reacciones son un reflejo de la doble vara de medir que permite aplaudir la orden de detención contra Putin y criticar la de Netanyahu. No es sostenible un mundo a dos velocidades, con países que se consideran autorizados a exigir al resto que cumplan la legalidad internacional solo cuando es para su provecho, y a vulnerarla en caso contrario.
Israel se encuentra ahora ante un dilema, entre recurrir la orden de detención y aceptar implícitamente la legitimidad del Tribunal, o boicotearla por todos los medios, especialmente los que le proporcionará la próxima administración Trump a partir del 20 de enero. Estados Unidos no forma parte del TPI, pero ha aprovechado circunstancialmente su jurisdicción cuando le ha convenido, como ha sido el caso contra Putin. Con Trump llegó a imponer sanciones contra la fiscal del TPI ante su pretensión de investigar presuntos crímenes de guerra de Estados Unidos en Afganistán y de Israel en los territorios palestinos.
El riesgo que corren los escasos pero valiosos avances de la justicia penal internacional son enormes. De prosperar tales amenazas, la impunidad se extendería sobre todos quienes vulneran sistemáticamente los derechos humanos y el derecho humanitario, desde Maduro hasta Bachar el Asad. La actitud que corresponde a todo país democrático, como Israel, es abstenerse de actuaciones susceptibles de investigación del TPI, como es el cerco de hambre a los gazatíes. Debería además demostrar su capacidad de investigar y castigar los crímenes en sus propias instituciones.
El TPI solo actúa cuando nadie más lo hace ante una injusticia flagrante, y debe inhibirse cuando los crímenes son perseguidos adecuadamente por los tribunales del país. No ha sido este el caso de Israel desde que empezó una guerra que se pretendía de defensa, pero ha resultado de venganza e incluso de exterminio de la población palestina y de ocupación de sus territorios internacionalmente reconocidos.