Najwa Nimri confesó en La revuelta estar vetada por El hormiguero; Mario Casas reconoció que, si iba antes a La revuelta, en El hormiguero se enfadaban; Ana Mena agendó un día con La revuelta y El hormiguero, con el que ya había acordado una entrevista, le ofreció un único día a la artista: el que había comprometido con La revuelta (la artista hizo El hormiguero, pero al día siguiente por clamor popular se saltó su agenda, que la llevaba a Valencia, y acudió a La revuelta). Aunque nadie se esperaba las audiencias de David Broncano en TVE, las cláusulas y exigencias del sistema montado durante años por El hormiguero en el circuito de colaboradores y entrevistados no son nuevas, ni desconocidas, ni escandalosas, ni exclusivas de ellos (sobran ejemplos en radio o televisión en la historia), solo que ahora se le ven más las costuras sobre el celo al que obedecen: a las inseguridades propias de quien prefiere pinchar las ruedas de su competidor antes que correr contra él, se une la desesperación. Y eso es nuevo.
Esto va de la trágica desesperación de tenerlo todo y querer cambiarlo por un poco más: con eso se ha hecho buena literatura y malos programas de entretenimiento; generalmente la cosa se acaba pudriendo porque no se puede hacer gracia si sabemos que estás enfadado con el mundo. La misma desesperación que lleva a Motos a cometer errores de cálculo como los de este jueves, consecuencia de años de comportamientos impunes: levantar, literalmente, a un invitado que ya estaba sentado en el camerino de La revuelta para ser entrevistado. Hay que tener muy poca confianza en uno mismo para que te dé un ataque de pánico e impedir a toda costa, provocando un escándalo morrocotudo, que el programa rival entreviste a un motorista, que ha salido ya en todas partes, antes que tú. Las motos van a seguir teniendo dos ruedas la próxima semana, Jorge Martín no iba a resolver en directo delante de Broncano la conjetura de Hodge. Pero de lo que se trata es de exhibir poder y ejercerlo, por placer a ratos y por cálculo otros.
No, no es lo mismo manejar un trasatlántico y dedicarse con él a monitorizar tuits y monólogos por Madrid para reñir y amedrentar a quienes hacen chistes sobre Pablo Motos, ni levantarle invitados durante años a competencia de audiencia marginal, que enfrentarte a un programa que emite 20 minutos de una berrea de ciervos y se queda a unas décimas de tu entrevista a Hugh Grant. Lo que hizo Broncano el jueves fue no callar. Callar es importante y muchas veces necesario en un mundo –el del dinero, al fin y al cabo– de intereses y contrapesos tan delicados. Te puede sostener la gente un tiempo, pero no todo el tiempo no toda la gente, por eso cuesta hablar y no molestar no ya a Motos, que no durará toda la vida, sino a un grupo que mañana te puede dar un premio literario, un programa o un papel en una película. Quizá Motos no calculó que Broncano se hartaría si lo dejaba sin show una noche. Quizá lo calculó y le dio igual. España está muy en esas últimamente (lean Malismo, de Mauro Entrialgo). Y en tíos gritando “mamá, ¡la cima del mundo!”, subidos a una gasolinera en llamas y rodeados por el FBI: un malentendido sin importancia. Hay que sentirse bien, claro que sí.