La columna de Cercas: Contrarrevolución | EL PAÍS Semanal



Según un estudio de Metroscopia, de un tiempo a esta parte se ha producido una derechización progresiva de los varones españoles pertenecientes a la llamada generación Z (los que tienen entre 18 y 27 años): desde 2020, el número que se identifica con la derecha ha aumentado en un 13% y ahora mismo se sitúa en el 43%; en la misma franja de edad, las mujeres son 20 puntos más de izquierda que los hombres, y los hombres 13 puntos más de derecha que las mujeres. Este cambio se refleja en la opción de voto: en las últimas elecciones generales, uno de cada tres jóvenes, un 29%, votó a Vox (el grupo de edad que más lo apoya), un 25% al PP y un 34% a la izquierda; entre las mujeres, por el contrario, más de la mitad votó a la izquierda (55%) y solo una de cada tres (36%) optó por la derecha: PP o Vox. La novedad no se limita a España: The New York Times o Financial Times han advertido de su carácter global.

¿Qué está pasando? Un fenómeno como este no obedece a un solo factor, y puede interpretarse de muchas formas (como síntoma del triunfo de la izquierda, por ejemplo: los jóvenes siempre se han rebelado contra la cultura dominante). Hace años, cuando emergíamos de la pandemia de la covid, me pidieron que inaugurara el Festival de Massenzio, en Roma, respondiendo a una pregunta imposible: ¿qué dirá el futuro de nosotros? ¿Cómo definirá nuestro tiempo? Solo entonces, una vez descartadas las apariencias —nuestro tiempo no será recordado como el de las pandemias o las guerras: siempre ha habido unas y otras—, caí en la cuenta de una evidencia: el nuestro es el tiempo de las mujeres. Tras milenios de patriarcado, durante los cuales la mujer vivió confinada en un rol accesorio, la gran revolución de nuestro tiempo es la de la igualdad entre sexos. ¿Alguien con dos dedos de frente y un átomo de decencia puede negar la justicia de esa causa? ¿Lo hacen nuestros chavales y ello explica en parte que voten a quienes abanderan la contrarrevolución? ¿Los veinteañeros sienten amenazados los privilegios de machitos de los que gozaron sus antepasados y añoran el patriarcado? Quizá; pero cabe otra posibilidad. La historia muestra que toda revolución comete errores, incurre en excesos, perpetra abusos y padece sus pícaros y canallas; también muestra que son los propios revolucionarios quienes más interesados deben estar en evitarlos o denunciarlos. En este como en cualquier otro asunto, abolir la presunción de inocencia equivale a abolir el Estado de derecho (es decir, la democracia) y regresar a la barbarie, así que Woody Allen es inocente hasta que se demuestre lo contrario (y dos investigaciones independientes no lo han demostrado). Toda denuncia falsa de acoso sexual o violencia machista es letal para el combate contra ambos. Los hombres no somos más violadores en potencia que asesinos en potencia. ¿Llevan razón las feministas que argumentan que la expresión “discriminación positiva” contiene un oxímoron, que toda discriminación es negativa y que una injusticia, aunque sea milenaria, no se corrige con otra injusticia? Cabe comparar la abolición del patriarcado con la de la esclavitud, pero no se acabó con la esclavitud derogando sin más las leyes esclavistas, sino creando las condiciones que exige la igualdad real. Por lo demás, hay quien piensa que una revolución tan justa y que cuenta con tantos apoyos como ésta es irreversible; yo lo dudo: en El cuento de la criada, Margaret Atwood ideó un delirio hipermachista que solo puede resultar del fracaso de la revolución de las mujeres. No es una imaginación inverosímil.

¿Están contra la igualdad tantos de nuestros veinteañeros? ¿Es esa una de las razones por las que un tercio de ellos vota a la extrema derecha? No lo sé. Lo que sí sé es que los peores enemigos de las revoluciones han sido siempre los extremistas de la revolución —no digamos los pícaros y canallas que intentan aprovecharse de ella—: se trata de grandes fabricantes de con­trarrevolucionarios. También sé que quienes estamos a favor de la igualdad —una gran mayoría— haríamos bien en preguntarnos qué errores estamos cometiendo. Y qué podemos hacer para corregirlos.



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