No tengo dudas sobre la existencia ancestral de la mentira asociada al poder, al miento porque quiero, porque puedo, porque me conviene. Y, por supuesto, también la utilizan los débiles en su instinto de supervivencia. Pero flipo con los que jamás tienen la menor duda sobre dónde está la verdad. Las religiones lo han utilizado continuamente e impuesto a sus feligreses. La verdad sin duda existe en cosas obvias, pero frecuentemente está revestida de complejidad, de matices, de zonas oscuras. Por ello me asaltan el rubor y la vergüenza ajena cuando leo en la columna de un medio de comunicación que este es el atril más honroso para quienes amamos la verdad y nada más que la verdad. Pues que esta condición les ayude a dormir inmejorablemente. También la creencia de que el mundo se divide exclusivamente entre buenos y malos. Voy a dejar de escuchar la demoledora canción argentina Cambalache, que ha sido mi biblia para explicarme el mundo y su funcionamiento.
Me aturden las televisadas noticias del mundo. Pero veo a una ufana presentadora de la tele felicitando a su gremio porque según una última encuesta la televisión es el medio que eligen el 70% de los españoles para informarse de lo que ocurre y divertirse. Solo le queda afirmar que la televisión es la única fuente real de la felicidad colectiva. Debo de ser un tarado ya que a mí me provoca tanto malestar, amodorramiento o grima. Bueno, a cada uno lo suyo.
Pero sigo haciendo mis deberes. No veo todas las series porque eso equivaldría a un posible suicidio, pero sí percibo en bastantes de ellas las nuevas formas de adoctrinamiento. Independientemente de su calidad o la falta de ella, se les exigen excesiva intensidad y morbo. También percibo el abuso de temáticas que antes eran tabú. Todo lo que vaya de violaciones, abusos sexuales, relaciones sádicas o masoquistas, temáticas centradas en una sexualidad problemática, reciben gustosa producción y la bendición de los asesores morales, y algunas pueden ser atractivas, realizadas con talento. Pero su turbiedad me agota. No pude finalizar la prestigiosa Mi reno de peluche. Y me agota el catálogo de abusos y aberraciones sexuales de Monstruos, a pesar de la vigorosa interpretación de Javier Bardem. Y desde los primeros capítulos detesté la torturada existencia de esa familia de abortos multimillonarios en Succession. Cuando los somníferos tardan en hacer efecto cambio esas cosas tan intensas y perturbadoras por la infinita visión de El hombre tranquilo. Me río, disfruto, me introduzco en ese maravilloso pueblo que nunca existió llamado Innisfree. Sospecho que ninguna productora le permitiría ahora a John Ford rodar esa película. Wayne arrastra bruscamente a su mujer, empeñada en conseguir su dote. Para mí que habla de la felicidad. Y me la transmite.