Acaba de llegar a las pantallas, en Disney+, una serie que adapta No digas nada (Reservoir Books), el imponente libro que Patrick Radden Keefe escribió sobre el IRA —el Ejército Republicano Irlandés— y sus violentos procedimientos durante la época de los Troubles, el conflicto entre católicos y protestantes que se prolongó entre 1969 y 1998 y en los que el terror fue particularmente intenso durante los años setenta. El responsable de la iniciativa ha sido Joshua Zetumer y va al hueso de las historias que cuenta el periodista en su libro para concentrarse sobre todo en las peripecias de Dolours Price, y su hermana Marian, con Gerry Adams como telón de fondo. Conviene obedecer al título, y callar sobre la trama.
El asunto principal es la violencia, y el terror, y con eso no se destripa nada porque se tiene ya sabido que Irlanda del Norte fue durante aquella temporada un infierno. Se han contado esos años de todas las maneras, y en algunos casos resulta complicado tener la distancia suficiente para ver con claridad la arrogancia de los que deciden matar y su descaro, además, para vender su posición como heroísmo. Suele ser habitual que, ahí en la habitación del fondo, estén operando los adultos que llevan en sus entrañas —muchas veces ya podrida por el resentimiento— la llama de una causa, pero los que aparecen en primer plano, los que se la juegan, son unos chavales. Jóvenes a los que les tocaba vivir los mejores años de sus vidas —es lo que suele decirse, quién sabe— y que los entregaron al odio, a la furia, a ejecutar una venganza heredada de sus mayores. Al final, lo único que conocen de verdad es el vértigo de actuar al borde del abismo. Y convierten la fuerza de las emociones que estallan al mismo tiempo que los explosivos en el sentido de sus vidas.
En los primeros años setenta, al viejo conflicto que venía de atrás en Irlanda del Norte, el que enfrentaba a los católicos republicanos que querían unirse al resto de Irlanda con los protestantes que preferían seguir formando parte del Reino Unido —los unionistas—, se juntó el explosivo material que se alimentaba con el fuego de la revolución. Y que, por entonces, incluía en la letra menuda un contrato con la violencia. Con la lucha armada. El pasamontañas y el fusil. La mística del coraje y del arrojo que no va a detenerse en minucias banales. El señalamiento del burgués instalado en el poder, y que disfruta de sus privilegios, como el enemigo de clase al que hay que liquidar sin que, en ningún caso, pueda temblarte el pulso. Si a ese anhelo de cambio se lo refuerza con un viejo y feroz nacionalismo, que carga con un caudal inagotable de humillaciones, y con el motor de la religión, que bendice con voz melosa a través de sus portavoces las mayores barbaridades, el cóctel resultaba explosivo. Lo fue.
Cuando se trata de quitarle la vida a alguien las cosas adquieren un considerable peso y gravedad. Hacen falta grandes razones para matar, causas impostergables, el convencimiento fanático de que cualquier cambio gradual no sirve para nada. Solo conviene el lenguaje de las bombas, del tiro en la nuca. Este país ha sufrido, con ETA y los islamistas radicales y otras organizaciones terroristas —algunas alentadas por el propio Estado—, el horror de esa violencia ciega. Y por eso el Belfast sangriento de los setenta que recoge No digas nada resulta familiar. Y dolorosamente próximo el entramado de traiciones, ajustes de cuentas, operaciones chapuceras, y ese silencio sepulcral que sirve de refugio a los que mueven los hilos que llevan a unos jóvenes a mirar demasiado pronto el rostro de la muerte.