Nada supera el dolor de perder a un hijo, pero lo que siguió para ellos fue otro infierno: una campaña de acoso desatada por el maestro de los bulos. Lo que menos necesitaban los padres de la veintena de niños asesinados en la escuela primaria Sandy Hook de Newport (Connecticut) en 2012 era que Alex Jones, una voz muy popular entre los creyentes en teorías de la conspiración, los señalara como farsantes. Jones era el creador y la estrella de Infowars, una web volcada en la intoxicación y en la agitación. En su programa de televisión, que se emitía en el portal, Jones repitió, una y otra vez, que la matanza había sido un montaje, que esos padres eran actores, que lo que se pretendía desde el poder era crear conmoción para arrebatar sus armas a los ciudadanos de bien. Los histriónicos discursos de Jones movilizaron a sus seguidores a acosar a esos sufridos padres en la calle, amenazarlos de muerte y hasta profanar las tumbas de las víctimas.
El documental de HBO La verdad contra Alex Jones (disponible en Max) revuelve las tripas, hierve la sangre, tienes que indignarte. Narra el auge y caída de uno de los grandes difusores de desinformación de la ultraderecha en EE UU, desde sus inicios como predicador televisivo hasta los dos juicios que perdió y lo arruinaron.
Antes de la masacre de Sandy Hook, Jones ya había defendido que el 11-S tuvo la complicidad o la planificación del Estado; que el flúor del agua del grifo puede matar; que la radiación de la central japonesa de Fukushima había cruzado el Pacífico y contaminaba California (sí se había detectado, pero en cantidades mínimas). Para cada relato, Jones vendía algún remedio en su teletienda, por ejemplo unos suplementos de yodo que salvarían el tiroides de la nube nuclear. Algunos que seguían su programa cuentan que lo veían como un cómico, un tipo gracioso e impertinente, pero eran más lo que se creían lo que escuchaban: una cuarta parte de los ciudadanos de EE UU se tragaron el bulo sobre la matanza en la escuela.
Cuando el veinteañero Adam Lanza acribilló a su madre en casa y luego a 20 niños pequeños y seis adultos en aquella escuela primaria, Jones no tardó ni 48 horas en dar su versión delirante. Mordida la presa, no la soltó. Examinaba cada gesto de los padres de los muertos para señalar que eran agentes de una conspiración. Los mostraba en pantallas, daba su nombre y su dirección de correo electrónico. Los ponía en la diana. Algún chiflado se les coló en casa buscando al niño que debía estar vivo y escondido. Se enfrentaban al absurdo de tener que demostrar que su hijo había existido y muerto (habría sido inútil: los creyentes en delirios no se dejan convencer).
El documental va narrando en paralelo las secuelas de aquel horrible crimen, a través de los recuerdos de las familias desgarradas, y lo que salía de la boca de un Jones desquiciado y desquiciante. El relato gana mucho en intensidad dramática cuando llegan los dos juicios que Jones perdió ante las familias a las que había difamado. Dos procesos, uno en Texas y otro en Connecticut, que fueron filmados cuidadosamente, hasta el punto que por momentos esto parece una película. El careo entre Jones y Scarlett Lewis, la madre de un chiquillo de seis años asesinado, sería una escena cumbre en cualquier drama judicial. “¿Cree que soy una actriz?”, le pregunta. “No, no lo creo”, responde él. “Sé que me cree, y que cuando salga de este tribunal volverá a decir lo mismo en su show”, concluye ella. Fue así.
La actitud y los gestos de Jones son desconcertantes. En el primero de los juicios quiso mostrarse torpemente empático, pidió perdón en cierta manera, quiso hacer creer que estaba equivocado pero no mentía a sabiendas, y aceptó como “100% verídico” el tiroteo. Pero esa estrategia no podía funcionarle si, antes y después de las sesiones del juicio, se ponía delante de la cámara, insultaba al tribunal y se ratificaba en sus mentiras. Fue condenado a pagar 55 millones de dólares a los primeros padres que le demandaron. Al segundo juicio llegó más insolente y se presentó como un represaliado de la libertad de expresión. Vemos a la jueza desesperarse con él, por sus evasivas, sus incoherencias y porque mintió varias veces bajo juramento; las caras de los miembros del jurado son un poema. Su desafío no le salió bien: esta vez la factura fue de 965 millones de dólares. Una sentencia para la historia de la lucha contra los bulos.
Las familias no han cobrado esas millonarias indemnizaciones, porque Alex Jones se declaró insolvente y la empresa de Infowars, en bancarrota. El documental acaba con una victoria amarga de lo que era justo, con la condena al villano, con el triunfo de la verdad, pero no hay final feliz. Y es amargo lo que ha venido después: Alex Jones recuperó hace un año su cuenta en X, la antigua Twitter, en un gesto de su dueño, el poderoso Elon Musk, que parece apuntar a una rehabilitación de quien debería ser un apestado por el nuevo poder trumpista (la preeminencia de gente así en X es ahora un buen motivo para mudarse a Bluesky). El vicepresidente electo, J. D. Vance, dijo en 2021 que Jones era alguien que “dice verdades”.
Infowars formaba parte, junto con Breitbart de Steve Bannon, del ecosistema de falsos medios que ayudó a subir la marea ultra ya en 2016. Ahora que vuelve Donald Trump a la presidencia, y en su versión más desinhibida, estos profesionales de la intoxicación estarán cerca de él. Como también el demagogo Tucker Carlson, el peor de los Kennedy y los demás antivacunas, los conspiranoicos de QAnon y el pizzagate. Y, por encima de todos, el mayor trol de las redes, el mismo Musk, el “primer amigo” de Trump.
Mientras se culmina su liquidación en un proceso concursal, Infowars sigue difundiendo sus bulos y vendiendo productos seudofarmacéuticos. Jones ha seguido dando carnaza a sus seguidores sin interrupción. Pero el juzgado ordenó subastar la cabecera y, en un giro irónico de la historia, ganó la puja The Onion, una web satírica y progresista que pretende convertirla en una parodia. No es firme: Jones lo ha recurrido. Sería un mal chiste que ese fuera el único precio que pague el creador de tanta basura. Llega el invierno. Empieza un tiempo tenebroso.