El cielo despertó extraño muchas veces para los corresponsales. No era gris como casi siempre, como nos recuerda la sorna de Javi Albisu, uno de esos agencieros anónimos como Marta Borrás, como Rosa Jiménez, como Laura Zornoza, que hacen que los españoles sean los mejores corresponsales en la ciudad más difícil para serlo, donde solo brilla la élite. No llovía como llovió tantas de aquellas tardes en las que los maestros Andreu Missé y Bernardo de Miguel, de los que una generación entera aprendimos a ser corresponsales, paseaban por la otra Bruselas. No era azul como en los días que vuelves cansado, frío y sucio después de rodar horas por los canales de Flandes que recuerdan la lectura de La pena de Bélgica, la obra magna de Hugo Claus, quien tuvo la valentía de elegir su muerte cuando se hartó de vivir entre nosotros. Esa Bélgica que aprendiste leyendo a Bea Navarro, tal vez la única que supo contarnos la esencia del país que vivimos. Tal vez la mejor, con un Claudi Pérez que nos enseñó a explicar aquella crisis que no entendíamos.
El cielo no tenía ese color blanquecino de los días de mucha nieve, como cuando trajiste a los niños en trineo de la escuela y las fotos le sacaron una sonrisa a Griselda Pastor, que tantas noches nos cuidó y tanta paciencia tuvo, quien siempre fue por delante. La matriarca. No era el cielo de miedo de aquel martes 22 de marzo de 2016, cuando los artificieros de la Policía detonaban cualquier cosa. Y las ventanas tiritaban. El día que cambió Bruselas para siempre y que marcó a una generación de periodistas. Porque eres extranjero y estás de paso, aunque alguno llevemos 20 años y ya seamos belgas, pero es tu ciudad y son tus vecinos. El día en que Zsuzsi Valyi tuvo que salir corriendo a sacar trozos de metal y vidrio, entre alaridos, de ojos ensangrentados. El día en que Antonio Delgado nos dio una clase magistral de periodismo radiofónico. El día en que acabaste temblando, llorando, solo, fumando un cigarrillo tras otro, sentado en un bordillo cerca del Cinquentenaire con los nervios hechos trizas entre los ruidos de las sirenas despavoridas después de enviar ya no sabes cuántas piezas escritas como un autómata. No eran esos cielos.
El cielo despertó negro como las mentiras que leías cada mañana, sibilinas o burdas, disparatadas o bien elaboradas, pensando en qué mueve a alguien a firmar mentira tras mentira, pisoteando una profesión que vive de la confianza y la credibilidad. No los nombraremos otra vez, porque son cada vez más y porque ya pasaron casi todos por estas columnas. Porque hoy aquí solo caben quienes cuidan la profesión, no quienes la ensucian. Bastante tienen ellos con evacuar su mala baba y taparse las vergüenzas. ¿Es periodista quien firma una mentira a sabiendas? ¿Es periodista quien trata de engañar? Muchos deben creer que sí. Algunos hasta reciben premios supuestamente prestigiosos que entregan las más altas autoridades. La mayoría prefiere mirar a otro lado como si la ola de lodo que va arrasando todo no fuera a llevarse también por delante su pupitre.
El cielo despertó sucio. El pelo limpio de los niños rubios se hizo un asco. Las luces se apagaron, los pasillos volvieron a ser los lugares inhóspitos de los que colgaban bombillas rotas a pedradas. Kiev 2014, donde el acero en la sien ya no importaba a nadie. De la mano de Dani Rosario siguiendo a las Berkut hasta su cuartel. Un tiro más, un tipo menos. No sabías si volver, si intentarlo una vez más, a sabiendas de que de aquel esfuerzo inútil no ibas a sacar más que melancolía. Y entonces, ¿por qué volvías? Porque no tenías más remedio que volver, porque la vuelta al error era siempre mejor que tus propios abismos. Porque contar las cosas como son y no como te interesan es la única forma de mirar a los ojos a tus hijos cuando vuelves a casa. El cielo extraño, negro, sucio, nunca cae. Siempre das un paso más, siempre sigues porque siempre hay una luz. Aunque tú no lo sepas, aunque tú no la veas hasta que alguien te abre los ojos. Gracias.