Parece el comienzo de un chiste, pero estábamos en aquella mesa tomando café un entrenador, el psicólogo de un club, un exfutbolista internacional y un escritor. Pasábamos de un tema a otro: el tiempo (cada vez más loco), la situación política (cada vez peor), los últimos resultados deportivos (cada vez más previsibles). En un momento dado, la conversación se centró en algo que en los últimos tiempos está muy de moda: la salud mental del futbolista de élite. El psicólogo explicó que por suerte hoy día los clubes están muy concienciados de la importancia del asunto y que por eso se destinan también muchos más recursos. El entrenador le dio la razón y apuntó que es cierto que hoy los clubes entienden por fin a sus jugadores como activos, como un patrimonio que hay que cuidar, y eso ayudaba. El exfutbolista se limitó a sonreír asintiendo en silencio. Solo cuando nos despedimos y él y yo caminamos un rato juntos hacia nuestros coches, sin los otros interlocutores presentes, expresó su opinión. Confesó que, por lo general, el jugador para esos temas no se fía nunca ni de su entrenador, ni del psicólogo. Están contratados por el club y al club se deben, añadió. Si estás de verdad mal, sentenció, lo hablas con tu familia, ni siquiera con tu representante. Escuchándole pensé que aquel chico debió de haberlo pasado muy mal en un momento de su carrera, aunque nunca pareció reflejarse en el campo de juego. Recuerdo que sus palabras me hicieron pensar en cómo la depresión sigue siendo un estigma en el mundo laboral y recordé lo sólo que uno se siente cuando le duele el mundo.
La psicología deportiva comenzó a hacerse un hueco en la élite como una herramienta al servicio del rendimiento. El psicólogo emergió como otro tipo de entrenador, más que un terapeuta. Se trataba la mente como otro músculo más del cuerpo, que hay que tener al cien por cien antes de cada partido. Aunque es cierto que para rendir es preferible estar mentalmente bien, y que en la orientación al rendimiento puede haber algo de cura, no es menos cierto que la exigencia máxima y la salud no siempre son del todo compatibles. Por ejemplo, si el psicólogo de un club detecta cierta fragilidad mental en un jugador, ¿debe transmitirlo a entrenador y director deportivo con respecto a una posible renovación? ¿Debe avisar, como su colega el médico advierte sobre posibles lesiones en una revisión antes de una contratación? ¿Cómo esperar que un jugador confiese en un contexto así que llora a diario, que tiene pensamientos autodestructivos, que duda si será capaz de sobrellevar la presión? Convendremos que esto le deja, al psicólogo, en tierra de nadie, ya que difícilmente el jugador va a transmitirle sus miedos más profundos. ¿Confiaría el lector en el psicólogo de la empresa si sus palabras pudieran poner en riesgo su futuro laboral?
Cuando tuve oportunidad, planteé a aquel psicólogo deportivo estas dudas. Él es un hombre inteligente, tanto que optó por no responderlas directamente. Pero sí afirmó que lo más adecuado, cuando se detecta un problema importante, es derivarlo a un colega. También dijo que jamás se enfrentó a un dilema tal como tener que transmitir las dudas al club sobre el posible rendimiento de un jugador ante una renovación, entre otras cosas porque nadie le planteó nunca una cuestión así, y que estaba firmemente convencido de que cualquier persona que se siente rota es recuperable. Lo más importante, concluyó, es que el jugador nunca se sienta tan solo que no pueda hablar, con quien sea. Y sé que es difícil, añadió, yo mismo he estado en algún momento muy jodido.
Hablar con él me reconfortó. Los chicos que tenía a su cargo estaban en buenas manos. Cuando nos despedimos, mandé un audio al exjugador en el que vine a decir que, si en algún momento vuelven a aparecer nubes en el cielo, por favor, sienta que puede contar conmigo. Él me respondió con un mensaje muy parecido. Sé que no fue una mera fórmula, que lo dijo de verdad. Sonreí. Pensé en otros buenos amigos. Me fastidia terminar este texto con un tópico, pero sentí que nunca caminamos solos.