De no mediar imprevistos, el Museo del Prado concluirá 2024 con tres millones y medio de visitantes, un nuevo récord. Los museos siempre atrajeron público, pero su conversión en destinos de masas es un fenómeno relativamente reciente ligado al turismo y a las llamadas blockbuster-exhibitions. Para el Prado el punto de inflexión fue la exposición Velázquez de 1990, con medio millón de visitantes ¡y 308.500 catálogos vendidos! Hasta entonces rara vez se alcanzaba el millón y abundan testimonios de políticos que buscaban la quietud del museo tras estresantes sesiones en el vecino Congreso de los Diputados.
Lo que vino después es conocido. La ampliación y apertura de muchos museos, a menudo diseñados por grandes arquitectos, los ha convertido en las nuevas catedrales laicas, acaparando titulares y generando colas interminables. Llegado a este punto se imponen dos reflexiones: no todos los museos atraen masas (solo aquellos con obras icónicas), y la cantidad no presupone calidad (los hay excelentes con escaso público). Pero este artículo versa sobre los que sí atraen masas y sus consecuencias. Las hay positivas: cualquier institución cultural anhela llegar al gran público y ello procura mayores ingresos; pero también negativas: en las obras, sometidas a estrés, tanto de seguridad como de conservación, y en el público, que se apiña en espacios poco propicios para la contemplación del arte. Y así como se multiplican las protestas vecinales en zonas de saturación turística, alzan la voz ciudadanos cada vez más ajenos a “sus” museos, “secuestrados” por turistas. El perjuicio no es solo para el visitante, también para el museo, que ve peligrar su función social. Los números son elocuentes y los grandes museos internacionales suelen sobrepasar el 70% de extranjeros.
¿Cómo afrontar este desafío? No es fácil. La lógica sugiere limitar el aforo, pero el visitante es soberano y su comportamiento imprevisible. El Louvre anuncia un cupo de 30 mil visitantes diarios, pero quien haya recorrido cualquier gran museo sabe que conviven salas saturadas con otras desiertas, y sospecho que todos los admitidos verán la Gioconda mientras miles de metros cuadrados seguirán vacíos. Cabrían otras medidas: extender horarios, aunque muchos museos están ya al límite (el Prado abre todos los días de 10 a 20 horas), optimizar accesos y habilitar áreas de descanso, facilitar el acceso de visitantes habituales, redimensionar las visitas de grupos, o mantener la prohibición de tomar fotografías (delicada decisión pero…. ¿imaginan contemplar el Jardín de las delicias del Bosco con 3 millones y medio de cámaras de por medio?). Si estas medidas no mitigaran la presión habrá que adoptar otras más drásticas, como la compra anticipada obligatoria de la entrada y la asignación de días y horas específicos de visita.
Pero los visitantes no son números; cada uno es singular y esa singularidad importa. El Prado no necesita más, pero sí más variados. Su perfil arroja notables diferencias: por geografía (70% extranjeros), sexo (60% mujeres) o edad (39 años de media), pero ninguna tan determinante como la educativo/económica. Aunque el Prado es gratuito de 18 a 20 horas y siempre para desempleados, menores de edad y estudiantes hasta 26 años, el visitante medio posee estudios universitarios (un 80%) y un nivel adquisitivo medio/alto. La principal razón para no visitarlo no es pues económica (menos del 1% está en paro, pese a tener acceso libre), sino educativa y social.
Acercar el museo a quien lo ignora es el reto y para lograrlo trabajamos en tres áreas: educación y mediación, accesibilidad y comunicación. La primera abarca colectivos tan dispares como familias, mujeres del ámbito rural o jóvenes en riesgo de exclusión. Las otras son más novedosas. Para que un museo sea universalmente accesible no basta con una generosa oferta de gratuidad, precisa también de horarios compatibles con las jornadas laborales y educativas de la mayoría, pues de lo contrario, beneficiará a quien menos lo necesita: el turista. Una de las respuestas ha sido abrir gratuitamente el primer sábado noche de cada mes. El éxito ha sido rotundo, al atraer a un público mayoritariamente nacional e inmigrante que acude en familia y por primera vez. Estas visitas tienen además un carácter desenfadado que atenúa la sacralidad de una institución bicentenaria como el Prado. En esta línea incide la estrategia de comunicación, permitiendo las redes sociales llegar a públicos distintos con un lenguaje riguroso pero ajeno a academicismos. Los resultados son esperanzadores: más visitantes locales y nacionales, más jóvenes y reincidentes.
El arte cobra sentido cuando alguien posa su mirada en él y los museos deben ofrecer las condiciones óptimas para que acontezca ese milagro. Preservar el equilibrio entre un público creciente y la calidad de la experiencia es fundamental, como lo es abrirla a cuantos están al margen de ella. Que las cifras de visitantes no nos hagan olvidar la importancia de la singularidad de cada uno de ellos.