El Partido Popular Europeo (PPE) está exponiendo a la UE a una grave crisis institucional con sus pegas injustificadas al nombramiento de Teresa Ribera para la nueva Comisión Europea. Los populares han bloqueado la evaluación de la española (y, de rebote, la de otros cinco vicepresidentes) a pesar de no haber encontrado ninguna fisura en su idoneidad para el cargo de vicepresidenta para una Transición Limpia, Justa y Competitiva. El filibusterismo del PPE, comandado por su presidente, el alemán Manfred Weber, ha tomado la tragedia de Valencia y la ofensiva del PP contra el Gobierno central para exculpar a la Generalitat valenciana como una espuria coartada para poner en duda las credenciales de Ribera en su salto a Bruselas.
Resultan muy inquietantes las razones de Weber para sumarse al despropósito, alentado por el PP de Alberto Núñez Feijóo, de querer forzar a España a retirar la nominación de Ribera en base a acusaciones distorsionadas sobre su presunta responsabilidad en la gestión de la dana. A diferencia de Feijóo, que se mueve por intereses a corto plazo y partidistas, el eurodiputado alemán busca cambiar los equilibrios de poder que han mantenido en pie la Unión Europea desde su fundación.
La estrategia del PPE pretende dar por sentado que el ascenso de la ultraderecha es inevitable y que sus postulados iliberales, contrarios a valores fundamentales como la igualdad o el respeto de las minorías, no son óbices para llegar a acuerdos políticos y legislativos con sus representantes. Con el blanqueo de la extrema derecha, los populares se alejan de su tradición europeísta y pretenden instalarse de manera complaciente en una nueva realidad en la que no hay diferencias entre Giorgia Meloni y Pedro Sánchez, entre Donald Trump y Kamala Harris o, a la larga, entre Vladímir Putin y Volodímir Zelenski.
La rotunda victoria de Trump en las pasadas elecciones de EE UU augura que ganará fuerza esa corriente a favor de buscar acomodo con las tesis ultraconservadoras. Y que los grupos trumpistas a este lado del Atlántico, como los de Viktor Orbán, Marine Le Pen o Santiago Abascal, se sentirán reforzados para impulsar su agenda de supresión de derechos adquiridos, de negacionismo climático y de marcha atrás en políticas de igualdad, medio ambiente o justicia social.
En el caso de Europa, esa deriva trumpista resulta especialmente peligrosa porque ese tipo de políticas socavan los cimientos de la UE. Prueba de ello es que todos los aliados europeos de Trump son contrarios al proceso de integración y pretenden reducir la Unión a un mero mercado interior, sin políticas comunes de cohesión, migración o económicas. Por supuesto, descartan cualquier avance hacia una política exterior y de defensa europeas.
El PPE, como mayor fuerza política del continente, debería liderar el combate contra esa ultraderecha partidaria de desguazar la Unión Europea. Y buscar aliados, que los hay, para plantar cara a unos partidos que han ganado fuerza, pero no son invencibles. Pero los populares están optando por todo lo contrario: intentar surfear la ola reaccionaria incorporando a los ultras a la gobernabilidad de la UE y congraciándose por adelantado con la futura Administración de Trump. Una apuesta temeraria que puede acabar como mínimo en una UE desnaturalizada. Y, en el peor de los casos, en la muerte por parálisis del modelo más exitoso de convivencia y prosperidad que ha vivido el Viejo Continente en muchos siglos.