Claro que aprovechan la ocasión. La ministra climática es candidata a cargo clave en Europa. Justo cuando el sector ultra de los conservadores arrecia en su pugna por alinearse aún más con la peor excrecencia trumpista. Y de paso, minar al único gran Gobierno de centroizquierda. Sí, esa es la clave del acoso político para evitar que Teresa Ribera cristalice como poderosa número dos de la próxima Comisión Europea.
Pero hay algo más profundo, tan relevante como la propia batalla. Sus oscuros porqués, las causas que la sitúan insólitamente como diana de la dana valenciana a la hora de atribuir responsabilidades en su gestión. Todas derivan de la miseria psicológica colectiva que aqueja a nuestros reaccionarios actuales.
El perfil personal de Teresa Ribera cataliza e imanta su maldad. Su sola presencia evidencia sus anticuados genes, sus déficits programáticos, sus complejos de inferioridad. A los negacionistas climáticos les irisipela su larga militancia contra el calentamiento global, sus denuncias del desastroso proyecto Castor, su aportación al Acuerdo de París de 2015. A los resignados a seguir destruyendo el planeta les zahiere su trayectoria como ministra y vice del ramo, con logros como la excepción ibérica, que abarató la factura eléctrica de españoles y portugueses; la apuesta por las renovables, y el gravamen al oligopolio energético. A los rancios machistas irredentos les arredra su ser de mujer, enérgica y fuerte, de tipa con convicciones. A los dirigentes incapaces de aprender idiomas y que aspiran a okupar La Moncloa y ser alguien en Europa les solivianta su buen manejo cosmopolita de lenguas. Los extremistas euroescépticos y sus mayordomos antes democristianos como Manfred Weber —tejedor de la siniestra complicidad de conservadores y neofascistas— tiemblan al otearla como gestora del Pacto Verde y de los controles de la competencia sobre las multinacionales.
Podrán Ribera y otros ministros haber minusvalorado la necesidad de personarse al día siguiente de la desgracia en el lugar: desde el 30 de octubre. Como símbolo de apoyo —y de escenificación y transmisión de que, en ausencia de los próximos, había otros timoneles— que ayudase a un pueblo transido de dolor, desconcierto e incertidumbre. Es decir, enseguida después de la tragedia.
Pero nada relevante de todo lo malo sucedido el 29 de octubre le es atribuible, sino a los gobernantes autonómicos: la prueba del algodón es su correcta respuesta al siguiente temporal, el del 13 de noviembre. El pasado miércoles sí activaron, sí estuvieron, sí avisaron, sí protegieron a la gente: antes. Las culpas de Carlos Mazón, que quizá entrañen un día alcance penal, no las lavaría la crucifixión de la vicepresidenta in pectore de la Comisión. Ni tampoco disimularía esta la siempre falsa elección reaccionaria entre “la destrucción o el amor”, el dilema en el que nos instruyó Vicente Aleixandre. “Tigres del tamaño del odio”: siempre optan por la aniquilación. Del otro.