La reelección de Donald Trump ha insuflado nuevos ánimos bélicos y anexionistas al Gobierno de Benjamín Netanyahu, el más extremista de la historia de Israel. Los partidos de los colonos y de los ultrarreligiosos contarán desde Estados Unidos con todas las simpatías para los proyectos de anexión de los territorios ocupados en Cisjordania, la fragmentación y reducción de la franja de Gaza, y la ocupación militar de toda una amplia zona del sur de Líbano.
Si hasta ahora Netanyahu sorteaba fácilmente las presiones de EE UU para la contención, ahora está recibiendo ánimos para que termine la guerra sin límites humanitarios o legales y proceda a organizar a su gusto el futuro de los territorios ocupados. Gaza ha sido fragmentada y destruida casi en su totalidad, y su población sometida a constantes desplazamientos forzados, hasta la expulsión. El sur de Líbano se halla en un proceso similar, con demolición urbana y desplazamientos de población que apuntan a la creación de una zona vacía para facilitar el control militar.
La terrible factura del último año suma ya más de 50.000 vidas perdidas: 1.200 en el ataque inicial de Hamás, 44.000 en Gaza, 4.500 en Líbano, más de 700 en los ataques de los colonos, atentados terroristas e intervenciones militares, y más de 700 soldados israelíes. Con la excusa de la destrucción total de Hamás y de Hezbolá, está siendo masacrada la población civil, y especialmente mujeres y niños, a pesar de que ambas organizaciones armadas ya han sido descabezadas e Irán, su patrocinador, obligado a un prudente retraimiento. La liberación de los rehenes israelíes no tiene visos de conseguirse ni de preocupar al Gobierno israelí.
Las guerras transforman siempre a quienes las libran. Con mayor razón cuando se desborda claramente el derecho a la legítima defensa y son confusos los objetivos, como es el caso de Netanyahu, con problemas judiciales, y de los partidos extremistas motivados por su proyecto racista e ilegal del Gran Israel. Con la imposición de la fuerza, el país que surgirá dejará de pertenecer al grupo de las democracias liberales con el que siempre se le ha identificado desde Europa.
Aun siendo, como tantas otras, una democracia imperfecta, en la que no se reconocía a los palestinos la igualdad de derechos individuales y colectivos, Israel merecía el margen de confianza y de cooperación europea mientras seguía vivo el horizonte de la paz y del reconocimiento mutuo con la creación de un Estado palestino bajo la legalidad internacional. Ahora lo rechazan el Gobierno de Israel y el que tendrá EE UU. Una limpieza étnica en Gaza, un régimen de apartheid en Cisjordania y un Líbano bajo permanente ocupación, más un Gobierno que quiere destruir la división de poderes y anular al Tribunal Supremo, desoye hasta repudiar a las organizaciones internacionales y es sospechoso de perpetrar un genocidio, conforman un país irreconocible para quienes lo fundaron en 1948.