Aminata está embarazada y trabaja en el campo en una aldea de Gambia asfixiada por el calor. Investigaciones internacionales recientes que han tomado su pueblo como modelo advierten de que las altas temperaturas suponen un serio riesgo para su salud y para la de su bebé. Andy Ouedraogo Regma es un octogenario burkinés que sobrevive como si fuera una enfermedad al peor calor de los últimos 200 años en el Sahel, en un continente en el quelos expertos sospechan que las muertes por estrés térmico se disparan. Mientras, en Tailandia los suicidios aumentan en el mes más cálido y las emociones se alteran debido a las restricciones de movimiento a las que obligan las altas temperaturas.
Son historias reales de países del Sur Global, donde la emergencia climática y los eventos extremos como los que hemos visto estos días en España son una realidad diaria y donde el calentamiento y sus efectos avanzan más rápido que la media global. Un ejemplo: entre 1970 y 2021, África aunó el 35% de las muertes relacionadas con el clima, mientras que apenas el 40% de los africanos tienen acceso a sistemas de alerta temprana.
Las inundaciones, sequías y olas de calor agravan crisis humanitarias ya existentes y, además del coste humano , el económico es desmesurado. África pierde entre un 2% y un 5% de su PIB solo para dar respuesta a los episodios climáticos extremos, según cálculos de la Organización Meteorológica Mundial. Por eso, cumbre tras cumbre y como ocurre ahora en la COP29 de Bakú los líderes del Sur global vuelven a exigir justicia climática. Piden la transferencia de fondos y tecnología para sobrevivir a una gran emergencia que ellos no crearon, pero que padecen más que el resto.
Gambia
Tailandia
Burkina Faso
Embarazadas bajo un sol abrasador
Keneba (Gambia)
Por Silvia Blanco
Boubacar y Aminata acaban de hacer una inversión importante. Por primera vez tienen ventilador. Viven en Keneba, un pequeño pueblo de Gambia a dos horas y media en coche tierra adentro desde la capital. El aparato ocupa un lugar especial de la chabola con techo de uralita y paredes de cemento donde viven con sus tres hijos y el bebé que está en camino. Lo han colocado junto a la tele y la cama en la principal de las dos oscuras habitaciones de la casa, por donde van y vienen las gallinas. En una de las regiones del mundo donde el calor extremo golpea más fuerte, en el que tener aire acondicionado es un lujo y los cortes de electricidad son frecuentes, el aire templado que escupe el ventilador es apenas un alivio para quienes sufren en primera línea los efectos del cambio climático provocado por los países ricos.
En Keneba, a las 10 de la mañana de un día de mayo ya hay 36 grados, pero la sensación térmica es de 39. La arena de las calles quema y solo la sombra de los altísimos árboles de mango y alguna nube mañanera dan tregua. Más tarde, apenas hay donde resguardarse de una temperatura que en pocas horas escala a los 39 grados y se siente como 42, según la medición de los portales meteorológicos. Al mediodía todavía hay niños que juegan al fútbol cerca de la escuela y mujeres con vestidos hasta los pies y velos en el mortecino mercado local, techado, donde básicamente quedan tomates, pimientos y cebollas. El puesto del pescado, un arcón herrumbroso y maloliente, ya ha cerrado. El pueblo se vacía por la tarde, cuando sube el calor y solo se ven vacas debajo de un árbol. Tres niños pasan montados en un burro.
“Algunos días es insoportable”, dice Boubacar, de 47 años, junto al ventilador recién estrenado. Una de las dos habitaciones de la casa está ocupada por tinajas y bidones para almacenar agua. El único grifo está en el patio trasero, junto al agujero que hace las veces de urinario. Es difícil aislarse del calor en la casa, y el sitio más duro es la cocina, una hoguera a pleno sol en la que están cociendo unos mangos. Él, que es albañil pero hoy no ha podido trabajar porque no hay ninguna obra activa, va en pantalón corto cuando Aminata, de 30 años y embarazada, regresa de su revisión obstétrica en la clínica que la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres (LSHTM, en inglés) tiene en el pueblo. Ahora va a empezar a hacer la comida, el momento más sofocante del día: junto al fuego, a pleno sol.
En la sala de espera del centro médico al que ha acudido Aminata aguardan otras cuatro embarazadas para que les hagan pruebas. Es el único lugar con aire acondicionado de todo el pueblo. “En casa no lo podemos tener, es carísimo, no podemos pagar la factura de la luz”, cuenta Aminata, cuyo método para refrescarse es la ducha, o sea, echarse bidones de agua encima. “El calor es lo peor del embarazo”, resume, y cuenta que apenas puede dormir: “Por la noche no se puede estar en la cama, tengo que salir a tomar el aire”. Un calor que no es el de siempre: la temperatura media en Gambia ha subido un grado en seis décadas, y cada dos años se produce un evento extremo (sequías, inundaciones) que muestra la vulnerabilidad del país ante el cambio climático, según un estudio del FMI de febrero.
Las embarazadas expuestas al calor extremo tienen más posibilidades de tener un parto prematuro, preeclampsia, embolia pulmonar… y los bebés corren riesgo de muerte fetal y de bajo peso al nacer
Ana Bonell, investigadora del impacto del estrés térmico en agricultoras de Gambia
Pero esperar un bebé y el trabajo físico a esas temperaturas es un riesgo del que las mujeres, que suponen la mitad de la mano de obra en el campo gambiano, apenas pueden protegerse. “Sabemos por estudios recientes que las embarazadas expuestas al calor extremo tienen más posibilidades de tener un parto prematuro, preeclampsia [una enfermedad muy grave asociada al embarazo], embolia pulmonar… y los bebés corren riesgo de muerte fetal y de bajo peso al nacer”, explica Ana Bonell, investigadora de la LSHTM y autora principal de un estudio de campo que analiza el impacto fisiológico del estrés térmico en agricultoras de subsistencia en Gambia. El trabajo se realizó en Keneba, donde vive Aminata, con un centenar de embarazadas y se publicó en la revista científica The Lancet en 2022. Los resultados son elocuentes: las 92 embarazadas que participaron en el estudio, realizado entre agosto de 2019 y marzo de 2020, estuvieron expuestas “a altos niveles de estrés térmico, mucho más de lo que esperábamos”, explica Bonell. “No hubo un solo día en el que no midiéramos algún grado de exposición al estrés térmico en las agricultoras”, afirma.
En agosto empezó otro estudio, mucho mayor, con 800 gambianas embarazadas que trabajan en el campo. “La actividad física o el trabajo duro aumentan la producción interna de calor, que a su vez puede redundar en tensión térmica, que es la respuesta fisiológica del cuerpo a la exposición total al calor, y que se manifiesta en las pulsaciones y la temperatura corporal”, explica Bonell en su despacho de la sede central de la LSHTM en Gambia. Los síntomas que mostraron con más frecuencia en el primer estudio eran sequedad de boca, dolor de cabeza y calambres musculares. Para el bebé, la investigadora y su equipo encontraron una fuerte correlación entre esa exposición al estrés térmico y la tensión fetal, que se deduce si hay pulsaciones por encima de 160 o por debajo de 115 y por el peor funcionamiento de la placenta. “Encontramos altos niveles de tensión térmica, a pesar de que es una población aclimatada al calor”, añade.
El día de Aminata arranca a las seis de la mañana con un rezo. Después barre, limpia, prepara el desayuno a sus hijos y se ocupa de todas las tareas de la casa hasta las nueve, cuando va al mercado para triturar pescado con su máquina, que luego las clientas convertirán en albóndigas, o a vender lo que saca de su huerto. A las 12 empieza a hacer la comida, que tarda horas en estar lista, porque cocina con leña. Después se echa la siesta, siempre y cuando no estén en la estación húmeda: si es así, va al campo a trabajar hasta la hora de la cena, que también prepara ella en el fuego. Haga el tiempo que haga. “No puedo dejar de trabajar por estar embarazada”, dice.
El nuevo proyecto de Bonell y su equipo trata de profundizar en estos hallazgos viendo cómo el calor extremo afecta a la “fisiología, sueño, bienestar e ingesta nutricional” de las embarazadas, pero también para averiguar si, un mes después del parto, “hay alguna indicación de que se puede detectar el impacto del calor en el neurodesarrollo” de los bebés. Existe un número considerable de investigaciones científicas que estudian el impacto del calor en el embarazo, pero hace dos años la de Bonell era una de las pocas en un entorno real con embarazadas expuestas de forma natural a temperaturas extremas. Hay algo más: “Las mujeres que se dedican a la agricultura de subsistencia son un grupo a menudo ignorado en cuanto a los riesgos laborales y la salud de la mano de obra. Tienen muy poca capacidad de decisión sobre cómo pueden evitar el estrés que experimentan, y su voz apenas es escuchada a escala global”.
Quien escucha a diario lo que le cuentan las embarazadas es el matrón Edrissa Sinjanka, un tipo volcado en su trabajo que, sin formar parte del equipo investigador de Bonell, ha estado compartiendo información e impresiones con ellos. Hace años empezó a alarmarse por la incidencia que tenía el calor en los embarazos que veía —”vienen con mareos, hipotensión, sudoración excesiva, sensación de que les falta el aire”—, pero sus pacientes no parecían entenderlo como un riesgo, algo que está detrás de partos prematuros o abortos. “Algunas no creen que sea un problema porque es lo que han visto siempre. Pero todo el rato les aconsejo que tengan agua a mano, sobre todo cuando van a trabajar a la huerta, y que intenten no trabajar a pleno sol o hacerlo a una hora donde no esté tan fuerte”, explica.
De vuelta en casa para cocinar, Aminata muestra la huerta cercana donde llevan unos días sin agua. No se puede hacer gran cosa hasta que no se arregle la bomba. Y si de día es difícil estar dentro de la casa, por la noche es también complicado dormir, lo que aumenta el estrés y la irritabilidad. Los niños se despiertan y no se duermen “hasta las dos o las tres de la mañana”, dice Boubacar, quien asegura que muchas veces toda la familia acaba en el porche, junto a un banco de piedra, para tratar de descansar, aunque la única mosquitera que los protege de las picaduras en una zona de malaria está sobre la cama. Lo cuenta sentado al lado del ventilador, la frágil esperanza de tregua que han podido conseguir.
El calor que altera las emociones y ataca a la salud mental
Bangkok (Tailandia)
Por Rebecca L. Root
Sábado por la mañana en Bangkok. El termómetro marca 34 grados centígrados, una cifra muy alejada de los 52º registrados en abril, pero sigue haciendo demasiado calor. Los habitantes de la capital tailandesa evitan los exuberantes jardines del Parque Forestal Benjakitti, donde los humedales y la fauna silvestre conviven con los rascacielos de la ciudad, y buscan refugio en uno de los muchos centros comerciales con aire acondicionado. Tras las apacibles escenas familiares que se ven en sus restaurantes y tiendas bulle una crisis de salud mental. La Base Nacional de Datos sobre Suicidios de Tailandia revela que por cada aumento de 1°C al año se produce un incremento de suicidios de 0,216 por cada 100.000 personas. “En Tailandia, el mayor número de suicidios se produce en abril [el mes más caluroso del año]”, afirma Dutsadee Juengsiragulwit, director de la Oficina de Administración de Servicios de Salud Mental del Departamento de Salud Mental de Tailandia.
Cuando la ola de calor de abril se extendió por gran parte de Asia, las autoridades de diversos países, entre ellos Tailandia, advirtieron a los ciudadanos de los riesgos para la salud mental, especialmente a las personas con menos recursos, que no tienen acceso al aire acondicionado o a los centros comerciales y según varias investigaciones son más propensas a sufrir estrés térmico. Disponer de una sombra, salir de casa, concentrarse en el estudio o evitar irritarse ante la mínima frustración son tareas que se complican cuando el termómetro se dispara.
”Los vecinos de Bangkok duermen en camas que acaban empapadas de sudor. Tienen que levantarse dos o tres veces por la noche para ducharse”, cita Raja Asvanon, investigador del Instituto de Medio Ambiente de Estocolmo que estudia cómo viven el calor extremo las comunidades de bajos ingresos de la capital tailandesa. Más del 80% de los habitantes de Bangkok entrevistados afirmaron que las altas temperaturas afectan a su vida cotidiana y repercuten negativamente en su salud física y mental.
Por otra parte, más del 30% de los habitantes del sudeste de Asia, los tailandeses incluidos, considera que el clima extremo es la principal amenaza para la seguridad alimentaria. Y el hambre incide directamente en la salud mental. “Tailandia es un país agrícola. La economía de nuestros agricultores depende del tiempo. Si hay sequía o inundaciones, la familia sufre una crisis económica. Y las crisis económicas y la pobreza [tienen] un impacto indirecto en la salud mental”, explica Juengsiragulwit.
La situación es la misma en gran parte de Asia. Durante la ola de calor en abril se batieron récords de temperatura en Camboya, Bangladés, Filipinas y Vietnam. Según la Organización Meteorológica Mundial, Asia se ve gravemente afectada por el cambio climático y sufre el mayor número de catástrofes cada año.
Aunque la investigación sobre los vínculos entre la salud mental y el calor es aún incipiente, los estudios llevados a cabo en Bangladés revelaban que un aumento de 1 grado en la temperatura incrementaba los trastornos por ansiedad y depresión, mientras que en Japón, Corea y Taiwán también se asociaba a tasas de suicidio más altas.
Los habitantes de barrios humildes de Bangkok duermen en camas que acaban empapadas de sudor. Tienen que levantarse dos o tres veces por la noche para ducharse
Raja Asvanon, investigador de los efectos del calor extremo en Bangkok
Los niños son especialmente vulnerables a los efectos del calor extremo, según Basil Rodriques, asesor regional de salud para el Este de Asia y el Pacífico de Unicef, debido a su limitada capacidad de termorregulación. Según la agencia de la ONU para la infancia, los niños de 16 países están expuestos a un mes más de calor extremo al año que un niño hace 60 años. Aunque hay pruebas de que el desarrollo neurológico, la salud mental y el bienestar general se ven afectados, es difícil saber lo que la exposición a largo plazo al calor puede significar para la salud mental de los niños, señala Rodriques, y añade que los que viven en zonas rurales y urbanas probablemente lo sentirán de forma diferente. Para unos significará encierro, para otros hambre.
Pero el calor extremo no es el único fenómeno meteorológico que afecta a la salud mental de las personas en Asia, prosigue Jungsirakulwit. Su departamento también registra un aumento de las personas que buscan apoyo de salud mental en épocas de inundaciones. Según la Organización Meteorológica Mundial, las inundaciones —que suelen azotar Asia en septiembre y octubre—están aumentando en el continente como consecuencia del deshielo de los glaciares y la subida del nivel del mar. En ese momento, las calles de Bangkok, sin un buen sistema de alcantarillado, se inundan de agua turbia que a veces entra en las viviendas, dañándolas y poniendo en peligro la seguridad de los habitantes. Una investigación llevada a cabo en India concluyó que los adolescentes que habían sufrido una inundación tenían más probabilidades de padecer depresión, ansiedad y estrés.
En opinión de algunos expertos, los altos niveles de contaminación también tienen consecuencias para la salud mental. Varios países de Asia, como Bangladés, Pakistán, India y Nepal, tienen los aires más tóxicos del mundo debido al transporte, los combustibles para cocinar, las centrales eléctricas de carbón o las quemas agrícolas, que pueden provocar cáncer, enfermedades cardiovasculares y respiratorias. La peor época del año para la contaminación en el sudeste de Asia es abril, cuando las temperaturas son más altas. “Si no abren las ventanas, el calor se acumula, pero si las abren las personas se exponen a la contaminación”, señala Raja Asvanon.
Países como Tailandia, Nepal y Vietnam emiten a menudo órdenes de no salir de casa, cierran las escuelas o desaconsejan las actividades al aire libre, lo que, según los expertos, aumenta los niveles de depresión y ansiedad. Ilan Kelman, catedrático de Desastres y Salud del University College de Londres, considera que la salud mental depende de la fortaleza de los sistemas sanitarios y de que no se estigmaticen estas dificultades.
Aunque Tailandia cuenta con un departamento gubernamental dedicado a la salud mental, no todos los países asiáticos lo tienen y en algunos, la depresión, la esquizofrenia y el trastorno bipolar están muy estigmatizados. “Aceptamos que podemos rompernos un hueso o contraer infecciones, pero muchas culturas estigmatizan problemas como la demencia, la esquizofrenia o la depresión”, señala Kelman.
Más allá de normalizar los cuidados en salud mental, Asvanon, del Instituto de Medio Ambiente de Estocolmo, considera que las ciudades asiáticas deben introducir modificaciones en el entorno para reducir la temperatura, como más humedales, canales y espacios verdes y proporcionen refugios climáticos, sobre todo a personas de rentas más bajas “Esta es la gobernanza que necesitamos en un siglo en el que estamos viendo el estrés por calor elevado como una condición normal”, remacha.
Aún así, todo esto no hace más que tratar los síntomas, pero no la causa. En Asia, 13 economías aún no se han comprometido a alcanzar el objetivo de cero emisiones netas y solo un país (Vietnam) ha accedido a eliminar gradualmente la energía del carbón de aquí a 2030.
El asesino silencioso del Sahel
Uagadugú (Burkina Faso)
Por Èlia Borràs
En sus ochenta años de vida, Andry Ouedraogo Regma nunca había vivido algo similar. Entre el 1 y el 5 de abril de este año, el Sahel experimentó temperaturas de 45 grados centígrados, según un estudio de la iniciativa World Weather Attribution (WWA). Él, vecino del barrio popular de Rimkieta, a las afueras de Uagadugú, la capital de Burkina Faso, recuerda con una sonrisa canalla su última victoria: sobrevivir a ese mes de abril. “Sufrí el calor como si fuera una enfermedad”, dice, reconociendo que pasó aquellos días, cuyas noches no bajaban de 32 grados, en un estado de semiinconsciencia y cansancio extremo.
Se espera que las olas de calor se cobren aproximadamente 1,6 millones de vidas en todo el mundo en 2050, según un informe del Foro Económico Mundial de enero de este año. Albert Manyuchi, investigador del Instituto de Cambio Global de la Universidad de Witwatersrand en Johannesburgo, afirma que “hay entre 12.000 y 19.000 muertes por calor en África y la mitad de estas se atribuyen al cambio climático”, aunque los datos varían por años y son poco precisos.
Según el estudio del WWA, el cambio climático, causado por la combustión de combustibles fósiles, hace que las olas de calor sean “más frecuentes, más largas y más calurosas” en el mundo entero. En el caso de África, el cambio climático originado por los seres humanos, sumado al calentamiento del océano Pacífico —el fenómeno El Niño— han formado una tormenta perfecta para poner a poblaciones enteras en riesgo por las altas temperaturas. Entre 1970 y 2021, África sumó el 35% de las muertes relacionadas con el clima, mientras que apenas el 40% de los africanos tienen acceso a sistemas de alerta temprana.
De acuerdo con el WWA, la mortalidad a causa del calor extremo se multiplicará por cinco en 2080 en países como Malí si no se frena el calentamiento global. Entre el 1 y el 5 de abril de este año en Burkina Faso se registraron las temperaturas más altas de los últimos 200 años.
No existe una medición clara de las víctimas de estas temperaturas extremas. El índice ICD 10 —un código estandarizado que se usa para clasificar las causas de muerte en todo el mundo— no contempla estos casos, apunta en una entrevista telefónica Caradee Wright, científico del Consejo Médico de Sudáfrica y especialista en cambio climático y salud. “A menudo una persona puede presentar todos los síntomas de un golpe de calor, pero la causa de su muerte será registrada como un ataque al corazón”. Sudáfrica, matiza, sí que cuenta con un modelo que registra las muertes asociadas a las altas temperaturas. En los últimos 15 años, un 0,4% de las muertes del país han tenido oficialmente esta causa. Pero “es una cifra demasiada baja, tenemos que mejorar los modelos para recoger datos”, admite Wright.
En medio de la incertidumbre, hay quien busca cómo recopilar datos por su cuenta. En Burkina Faso, Kiswendsida Guigma llama constantemente a cementerios, morgues y hospitales. Este climatólogo, experto en el Centro Climático de la Cruz Roja, está empeñado en conseguir cifras que demuestren que el calor está matando gente en su país, pero, de momento, solo puede dar una aproximación: “en media jornada [en abril], el cementerio de Uagadugú recibió 52 cuerpos, mientras que normalmente serían cinco”, apunta.
Durante el mes de abril y mayo en los barrios de Uagadugú y otras ciudades de Burkina Faso, era frecuente ver sillas de hierro, una carpa, muchos coches y motos delante de una casa, señales de que se celebra un funeral. En Malí, el WWA, una iniciativa creada por científicos del clima de varios países, apunta que, entre el 1 y el 4 de abril, el hospital Gabriel Touré de Bamako registró 102 muertes, una cifra significativamente superior a la normal. En 2023, por ejemplo, se produjeron 130 fallecimientos durante todo el mes de abril. “Aunque no se han facilitado estadísticas sobre la causa de la muerte”, apunta el WWA, “alrededor de la mitad eran mayores de 60 años, y el hospital informa de que el calor probablemente influyó en muchas de las muertes”.
Necesito una cifra de muertos por el calor para llamar la atención de los que deciden
Kiswendsida Guigma, climatólogo burkinés
“Necesito una cifra de muertos por el calor para llamar la atención de los que deciden”, afirma Guigma, el climatólogo burkinés. “No hay números claros, por eso no damos la importancia debida a estas olas de calor. Estos grados suplementarios son los que suponen la diferencia entre la vida y la muerte para mucha gente”.
Wright coincide también acerca de la urgencia de una respuesta institucional: “África será el continente donde las consecuencias serán peores. Si la gente no tiene los servicios básicos cubiertos como en otras partes del mundo, si hay inundaciones, la casa se cae y no tienen un seguro… la gente se quedará sin nada”. Y añade: “Necesitamos una respuesta continental para construir la resiliencia comunitaria al cambio climático, pero para esto se necesita el apoyo de los gobiernos, y presupuesto”.
Según el World Weather Attribution, si la temperatura sigue aumentando en un grado más, los eventos extremos serán 10 veces más frecuentes en el Sahel. “Nuestros países tienen menos capacidad de respuesta porque los recursos se destinan a otras prioridades”, dice Guigma. Por ejemplo, las lluvias torrenciales —también propiciadas por el cambio climático— que han golpeado el Sahel desde finales de junio han provocado más de medio millar de muertes y miles de damnificados. O el terrorismo yihadista que azota la región y que ha hecho que Malí y Burkina Faso incrementen su prespuesto militar. “Las olas de calor en Burkina Faso ya están afectando a la agricultura y agravando la inseguridad alimentaria lo que podría ser una amenaza para la estabilidad del país”, afirma Manyuchi.
La gente mayor y personas que viven con alguna enfermedad previa —como diabetes o problemas cardiovasculares— son las más vulnerables. Así lo corrobora el doctor Abdoul Ouedraogo, de la Clínica Solidarité de Rimkieta (Uagadugú), que detalla que, en estos casos, el cuerpo pierde más agua de la que consume.
El doctor también recuerda que durante el mes de abril, los pacientes que se recuperaban en su clínica volvían a sentirse mareados nada más salir a la calle. A la situación se sumó un periodo de cortes de electricidad inusuales, impredecibles y muy largos, de hasta 14 horas. Ouedraogo tiene aire acondicionado en la clínica, pero, en medio de estos apagones, servía de poco. “Incluso yo no podía más”, lamenta y explica que pasaba consulta con la puerta abierta para que pasara un poco el aire, con lo que arriesgaba la confidencialidad de sus pacientes.
A menos de 20 minutos en coche, pero a un mundo climático de distancia, en el restaurante Petit Paris, en el barrio de Gounghin de Uagadugú, no hace calor, aunque la temperatura exterior supere los 40 grados y haya corte de electricidad. Un generador mantiene fresco, casi helado, el establecimiento. “Las casas más vulnerables [en el Sahel] viven con 10 grados más que las otras, lo que afecta al sueño, la respiración e incluso las mujeres lactantes pasan menos tiempo con cada toma”, explica el WWA.
Hoy, el doctor Ouedraogo enciende el aire acondicionado. “Así sí se puede trabajar”, suspira, mientras el aparato marca 22 grados en el interior y 31 en el exterior. No tiene tanta suerte el octogenario Regma, a cuya casa llegó la electricidad hace solo un año. En aquel momento, el hombre se desprendió de la placa solar y las baterías que usaba para regalárselas a uno de sus hijos, que vive en un barrio aún sin electrificar. Pensaba que no las necesitaría más, pero no pudo conectar su ventilador mientras duró la intensa ola de calor.
Créditos
Coordinación: Ana Carbajosa y Raquel Seco
Redacción Silvia Blanco, Rebecca L. Root, Èlia Borràs y Ana Carbajosa.
Diseño: Ruth Benito
Desarrollo: Carlos Muñoz
Edición: Silvia Blanco, Beatriz Lecumberri y Raquel Seco
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