Dicen las leyendas familiares que yo era una niña que comía muy mal. Que me eternizaba delante de un plato y podía pasarme dos horas sin acabarlo. Apenas lo recuerdo, porque sucedió sobre todo en la primera infancia, digamos que hasta los cinco o seis años. Nada que ver con la anorexia, que se manifiesta más tarde. Por cierto, me da la sensación de que últimamente se habla muy poco de este trastorno de la alimentación, que estuvo tan en primera plana hace unos años. Es como si la pandemia hubiera trastocado nuestra mirada sobre todas las cosas.
En cualquier caso, lo que me resulta interesante es constatar las mil y una maneras, algunas muy peculiares, con las que las personas nos relacionamos con la comida, una diversidad de la que, además, apenas se habla. Veamos, comer es una necesidad perentoria, yo diría que incluso algo brutal; es una cuestión de vida o muerte, una estridente reclamación de nuestro cuerpo que nos supedita a lo instintivo y animal. Visto desde esta perspectiva (que, por otra parte, es una simple descripción realista), no es de extrañar que desde siempre se haya intentado adornar la comida de exquisiteces, rituales y artificios; de un impulso artístico o de tontas pamplinas. Todo con tal de atenuar ese ensordecedor grito del cuerpo que es el hambre. Todo con tal de olvidar nuestra dependencia esencial de la comida.
Hace años entrevisté a varias anoréxicas restrictivas, que son las más extremas, aquellas que directamente dejan de comer. Pues bien, no sólo eran vistas con enorme admiración por los demás enfermos de trastornos alimenticios, sino que ellas mismas experimentaban una especie de suprema exultación, una sensación de embriagadora omnipotencia, como si, al conseguir no comer, se liberaran de lo terrenal, de lo carnal, de este cuerpo lastimoso y menesteroso, sucio, débil, lleno de humores y babas y sudores. Este mismo espejismo de pureza (una mentira que al final destruye y mata) lo experimentaron o más bien lo padecieron varias santas cristianas, como Santa Catalina de Siena, patrona de Italia, una anoréxica de libro del siglo XIV cuyos feroces ayunos seguro que contribuyeron a su temprana muerte a los 33 años.
Llevo media vida hablando sobre las peculiaridades de los seres humanos. Sostengo que la normalidad no existe y que lo normal es ser raro, y de hecho he escrito numerosas veces sobre nuestras rarezas. Pues bien, uno de lo ámbitos en donde más se manifiestan esas manías es en la comida, aunque no es algo que suela mencionarse. Por ejemplo, casi todo el mundo tiene alguna fobia alimenticia. He conocido a unas cuantas personas (entre ellas el magnífico y ya fallecido actor Juan Diego) a las que les horrorizaban las aceitunas, hasta el punto de no poder comer si tenían un platillo de ellas a la vista (una repulsión bastante incómoda en un país tan aceitunero como el nuestro). Otros odios gastronómicos son más comunes, como la cebolla o el ajo. Hay gente que se pone mala si tiene que tragar líquidos que llevan algún corpúsculo, como un zumo con pulpa o un café con natas. Yo tengo fobia a las cremas, a la textura de las cremas; por eso no soporto el gazpacho, ni el salmorejo, ni por supuesto (arg) ninguna crema de verdura o de legumbres, que por desgracia son el entrante obligado en cualquier almuerzo oficial. Así que, como voy a bastantes de estas comidas, me paso media vida haciendo de tripas corazón, tragando malamente tres cucharadas del engrudo e intentando dispersar el resto por el plato.
¿Y cómo llega una a estas manías? A saber. Tengo la teoría de que la mía se originó cuando, a los cinco años, me negué a tomar un puré de patata medio líquido. Mi padre me dejó sin comer y volvió a sacarme el puré por la noche y, como insistí en mi rechazo y en el ayuno, de nuevo a la hora de desayunar. Y ahí me lo comí. De estos calamitosos fracasos educacionales relacionados con la comida también se podría hablar largo y tendido, me parece. Pero prefiero cerrar este artículo resaltando cómo esas peculiaridades gastronómicas, que por lo general pasan tan inadvertidas, forman parte esencial de nuestra definición como personas, del dibujo de nuestra intimidad, de tal modo que, si ligas con alguien, y se va a quedar por primera vez a dormir en tu casa, y es una cita que te importa, lo primero que le preguntas es: “Y a ti, ¿qué es lo que te gusta para desayunar?”.