Cuando pienso en Creta, la primera persona que me viene a la cabeza, después del Minotauro, al que no sé si puede considerar completamente persona, con esos cuernos, es Patrick Leigh Fermor (1915-2011), el osado agente británico que secuestró al comandante alemán de la isla durante la II Guerra Mundial y que, además, como decía el escritor Thom Jones del púgil Sonny Liston, fue mi amigo (algo que no puedo decir del Minotauro). Luego está John Pendlebury (1904-1941), al que no conocí, fundamentalmente porque lo ejecutaron los paracaidistas alemanes durante la invasión aerotransportada de Creta (episodio al que yo no llegué hasta 2019, algo tarde para combatir), pero del que me habló mucho Paddy, que sí que lo conoció y lo admiraba tanto como yo a él. Pendlebury era arqueólogo y también fue militar y guerrillero filohelénico, igual que Leigh Fermor. Hay que ver cómo combinan los británicos el athlete y el scholar. Fue el segundo conservador del yacimiento de Cnosos después del célebre y controvertido Arthur Evans —que restauró el palacio como si lo hubiera amueblado Ikea—, pero excavó asimismo en Tell el Amarna. No conozco otra persona que haya estado en la capital de Minos y en la de Akenatón, excepto el Sinuhé el egipcio de Mika Waltari, que pierde a su primer amor, artista de la taurocatapsia, en el laberinto cretense, precisamente. De Pendlebury, el héroe tuerto de Creta, es fama que dejaba su ojo izquierdo artificial en la mesa del despacho cuando iba a sus cosas de agente de inteligencia y guerrillero, para no estropearlo, imagino. El ojo original lo había perdido a los dos años en circunstancias nunca aclaradas (se clavó un lápiz o una espina).
Otras personas que relaciono con la isla son Teseo, Antony Beevor, Nikos Kazantzakis, que era cretense y escribió, entre sirtaki y sirtaki, la novela En el palacio de Cnosos, en la que aparece el Minotauro más patético que conozco, incluido el de tamaño natural y apolillado que exhiben en la tienda de souvenirs a la entrada del yacimiento; George Psychoundakis, el correo de la resistencia cretense, amigo también de Paddy (ya ven, somos como una gran familia), María Belmonte, que se ha pateado el Ida (y vuelta) y Lawrence Durrell, que alumbró algunas de las páginas más hermosas sobre Creta en su libro acerca de las islas griegas —aparte de El laberinto negro— y que arribó a la isla en 1940 en caique camino de la Alejandría que le haría eterno, huyendo de la invasión nazi de Grecia mientras lo bombardeaban los Stukas, que ya es forma dramática de llegar. Durrell, que compara atinadamente las serpientes que aparecen en las manos de las sacerdotisas minoicas con las culebras de la Provenza donde acabó viviendo, señala la pasión de los cretenses, “los escoceses de Grecia”, por las botas altas de cuero, que se combinan perfectamente, subraya, con una pistola en la faja y una daga en la cadera. Paddy y Pendlebury, oficiales y guerrilleros a los que les gustaba vestir como para ir de farra con Byron en Mesolongi, le darían la razón.
Desde hace unos años he incorporado a mi grupo de cretenses —además de a Mónica, Gemma y Jose Mari, con los que recorrí una vez la isla llevándoles arteramente a los escenarios de la batalla de 1942, incluido el musculado cementerio alemán de Maleme— a Ángel Carlos Aguayo, que se ha convertido en un fan tan radical de Pendlebury que me da miedo que un día se saque un ojo y se vaya a buscar pelea con paracaidistas. Ángel Carlos (Madrid, 40 años), historiador del arte, es de las personas que conozco que más veces ha estado en Creta sin ser cretense, 12, la mitad de ellas como guía de viajes arqueológicos de la agencia Pausanias. Es el único que ha puesto más flores que yo en la tumba de Pendlebury en el cementerio Aliado de Suda Bay, añadiendo libaciones de whisky y haciéndole cantar a un escocés que pasaba por ahí los versos de En los campos de Flandes. Hasta se ha retratado en la misma posición y el mismo sitio (Villa Ariadna) de la conocida foto de Pendlebury haciendo esgrima. La puerta de Chania en la muralla de Heraclión, la Chanioporta, por donde Pendlebury y sus andartes, sus guerrilleros cretenses, salieron para combatir allí cerca ferozmente a los nazis, es para él como para mí la de San Romano en las murallas de Constantinopla. También ha visitado a menudo, con fetichismo expansivo, el famoso punto de la carretera de Cnosos a Heraclión donde Paddy and Friends secuestraron al general Kreipe y que es ya como el punto de reunión de los que veneramos a Leigh Fermor y a todos los héroes extravagantes, pendencieros, swashbucklers y viva la virgen que se nos pongan a tiro (y valga la palabra).
Desde la pandemia, Aguayo, con su fijación por Pendlebury, andaba enfrascado en la publicación en España de A handbook of to the palace of Minos at Knossos, la guía del sitio que hizo el estudioso (editada por MacMillan en 1933). Le había cogido como una obsesión y tras una serie de vicisitudes ha conseguido que la publique Confluencias en la colección que dirige otro amigo, José Miguel Parra, y con edición, introducción, epílogo y traducción (con Elena Magro) del propio Aguayo. El proyecto ha tardado tanto que Almuzara se adelantó y publicó el año pasado la guía, integrada en el volumen Arqueología de Amarna y Cnosos, que incluye además otros dos libros de Pendlebury. Pero la edición de Ángel Carlos tiene el encanto de la mirada del especialista y ferviente admirador: el epílogo, en el que actualiza la guía, está escrito en forma de carta a Pendlebury y solo por eso ya vale la pena el libro, que además está concebido para llevar en la mano durante la visita a Cnosos, como el hilo de Ariadna.
Quedé el otro día con Aguayo en los locales de Pausanias en Madrid para hablar del libro y me recibió entre un casco de centurión, el fresco del príncipe de los lirios de Cnosos y la famosa foto de Pendlebury en la que luce un collar de Amarna sobre el torso desnudo. Aguayo, que vestía una envidiable camiseta con el emblema del SOE (Dirección de Operaciones Especiales, la organización británica para la lucha clandestina en la Europa ocupada por los nazis), comenzó por recordar que era la víspera de la celebración ortodoxa del arcángel san Miguel (Mihali’s Day, 8 de noviembre) y descorchó, como hemos hecho preceptivo los fans de Leigh Fermor (Michael, Miguel, era su segundo nombre y el que le dieron en la Resistencia cretense), una botella de un buen vino de Tokaj con muchos puttonyos y con el que acabamos, tras una serie de animados brindis “por los héroes”, dándole vivas a Paddy, a Pendlebury, y hasta al Minotauro.
La guía de Pendlebury, con mapas y planos, es una excelente compañía para orientarse en Cnosos, un conjunto monumental tan rico y abigarrado que como te pierdas no sales (quizá esa complejidad inspiró el mito del laberinto, palabra que se ha hecho derivar de labrys, el hacha ceremonial cretense de doble filo). “Cnosos es el segundo lugar más visitado de Grecia tras la Acrópolis, cada año lo recorre un millón de personas”, explica Ángel Carlos, “y los minoicos le caen bien a todo el mundo; tenía mucho sentido publicar la guía”. Ya le ha entregado un ejemplar de su edición al actual conservador de Cnosos, Kostis Christakis. Por supuesto, 91 años después había que ponerla al día. “Y se me ocurrió hacer esa actualización como una carta a Pendlebury”. Aguayo, que hasta carga una gominola en forma de ojo postizo, se siente muy identificado con Pendlebury, incluso en detalles familiares e íntimos, por no hablar del espíritu aventurero (Ángel Carlos está en estos precisos momentos visitando Tanis y Siwa). “Siento que Pendlebury me inspira, me transmite su energía y su fuerza, su levendia, con la que se ganó hasta el respeto de los más fieros kapetanos, jefes de banda, cretenses”. Levendia, la virtud que combina todos los atributos del héroe clásico, incluidos la agilidad de palabra y la destreza con las armas, y que equivale a la areté homérica, la excelencia. Aguayo se arremanga y muestra la palabra tatuada en el brazo. Levendia. “¡Por John!”, exclama alzando una vez más la copa llena de líquido ambarino, el licor de los héroes. ¡Por John! Y por todos los que nos elevan sobre la penumbra de nuestras vidas con el brillo dorado de su valor.
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