Aunque ningún manjar japonés puede disputarle al sushi el título de plato nacional, un buen tazón de ramen genera sustanciosas conversaciones sobre los hábitos alimentarios, la historia, la economía y hasta la cultura popular nipona de las últimas siete décadas. Equiparado a la pizza, los tacos y otras comidas rápidas, asequibles y versátiles del mundo, el ramen es el alimento favorito de muchos japoneses para reponer fuerzas con una gustosa dosis salada de calorías. Un bol se puede consumir en menos de 10 minutos, pero como el haiku, los combates de sumo y otras manifestaciones culturales japonesas que se disfrutan en un brevísimo lapso de tiempo, exige una lenta y laboriosa preparación.
La reconfortante sopa es rica en umami, el llamado quinto sabor, presente en los atávicos cocidos de todas las gastronomías mundiales donde carnes, huesos, carcasas, verduras y especias hierven a fuego lento durante horas para crear sabores complejos que persisten en el paladar. Existen cuatro sabores básicos asociados a regiones: salsa de soja para Tokio y Kioto, sal en el puerto de Hakodate (Hokkaidō), hueso de cerdo o tonkotsu en Hakata (al sureste) y miso (soja fermentada) para Sapporo, la capital de Hokkaidō. A la sopa se le agrega una salsa base o tare elaborada a base de algas, vino de arroz dulce, sake y otros ingredientes custodiados con tanto celo que no es raro que algunos chefs de ramen sean reacios a explicar su oficio. “No hago declaraciones a los medios”, nos dice tajante Shingo Hayashi, el cocinero de Ramen Hayashi, un local compuesto de un mostrador y 10 asientos escondido en una cuesta vecina a la céntrica estación de Shibuya.
A las 10.30 empieza la peregrinación a este lugar, uno de los más famosos locales de ramen de Tokio y el primero que aparece en muchas guías turísticas para extranjeros. Media docena de oficinistas de ambos sexos, dos otakus con camisetas de videojuegos Atari y un par de jóvenes turistas neoyorquinos son los primeros afortunados del día. “Nuestra sopa está hecha de pescado, mariscos, camarones secos, pollo, cerdo, salsa de soja y otros”, advierte un letrero en japonés e inglés a quienes tienen alergias. Hayashi, que nunca aparca su actitud huraña, ordena a sus comensales comprar en una máquina el tique correspondiente a uno de los tres únicos platos.
El ramen más completo del local, que lleva huevo marinado en soja y vino dulce de arroz, papel de alga nori y dos lonchas extras de cerdo, cuesta 1.500 yenes (unos nueve euros). Después de verter la salsa tare y el caldo, Shingo Hayashi sujeta unos enormes palillos de cocina y acomoda los fideos dentro del bol con un peculiar giro de mano que evoca algún conjuro mágico. La sopa es cremosa, llega como una caricia a la boca y, antes de que consideremos que está corta de sal, revela sus profundas resonancias marinas. Los fideos son gruesos, elásticos y están rizados lo justo para atrapar los sabores cuando se llevan a la boca.
La conversación entre los comensales no está prohibida, pero en Ramen Hayashi se entiende por qué el simple acto de comer un bol de ramen ha sido comparado con un ritual íntimo en el que se implican los cinco sentidos, empezando por el oído. Sorber sin temor a excederse en el ruido (un tabú para el comensal occidental) envía un mensaje de agradecimiento al chef, llena de aire cada bocado y potencia la participación del olfato en la degustación. Levantar el tazón con las dos manos y terminar todo el caldo es, para el cocinero de ramen, la confirmación definitiva de su excelencia.
Locales como Hayashi Ramen pueden ser operaciones poco lucrativas. La popularidad, el respeto de los ramen-otaku y el orgullo artesano por un trabajo excelso suelen ser la máxima compensación para el propietario de un modelo de negocio famoso por su escaso margen y que cierra después de cuatro horas, o cuando se acaba la sopa. Según la conocida web culinaria Coockdoor, solo en Tokio hay 2.587 tiendas de ramen. Muchas de ellas fueron fundadas por personas que dejaron exitosas carreras en diversos campos y apostaron su capital y su tiempo para intentar hacer el mejor ramen. A la feroz competencia se suman cadenas como Ichiran, creadora de un peculiar espacio dividido por mamparas donde el comensal solo ve las manos del cocinero cuando le pone el bol sobre la mesa. Ichiran se especializa en la sopa de hueso de cerdo tonkotsu y tiene un sistema de comanda bilingüe japonés e inglés cuyo formato de opción múltiple permite 28 variaciones, entre ellas cinco diferentes texturas de fideos.
Pero la máxima sofisticación del ramen se encuentra en Ginza Hachigo, reconocible por la cola de extranjeros que llegan atraídos por la estrella Michelin otorgada en 2022 a un restaurante que elevó el ramen a otra dimensión. Su chef, Yasushi Matsumura, es un hombre menudo y afable de modales contenidos que después de terminar su jornada, a las cuatro de la tarde, se acomoda en uno de los seis asientos y nos habla sin falsa modestia de su aclamado local. “Ahí donde está usted se sentó Justin Bieber”, dice antes de que el periodista le pregunte las razones para convertirse en un iconoclasta en un mundillo de inflexibles puristas. Su larga experiencia como chef de comida francesa en el hotel ANA de Kioto justifica un caldo delicado muy próximo al consomé hecho con pato, pollo, vieiras y setas shiitake, entre otros. Matsumura prescinde de la salsa tare y su sopa extrae la sal del jamón serrano español que empezó a usar en 2022, cuando el prosciutto dejó de importarse por la peste porcina que afectó a la cadena de producción italiana. Cuenta que para mejorar la degustación usa fideos de 30 centímetros (unos 10 centímetros más largos del promedio). “Así toca sorber al menos tres veces y la nariz aprovecha los aromas”, añade. Su ramen de más alta gama, el Ravioli Gourmandise, cuesta 2.200 yenes (13 euros) y lleva un ravioli relleno de foie-gras con trufas que perfuma en el momento de servir con un toque picante y afrutado de pimienta negra de Madagascar.
En cualquier ruta no puede faltar el Museo del Ramen de Shin-Yokohama, situado a una media hora de Tokio y cerca del puerto donde a mediados del siglo XIX los inmigrantes chinos importaron una técnica para producir fideos con solo estirar repetidas veces la masa. Diseñado como un viaje al año 1958, este espacio rinde homenaje al año de la invención del ramen instantáneo, un producto que al solo requerir agua caliente ayudó a solucionar la alimentación de obreros y estudiantes en un país aún devastado por los bombardeos estadounidenses de la Segunda Guerra Mundial. En el Museo del Ramen se venden siete variedades regionales y también es posible llevarse a casa uno instantáneo hecho a medida con una variedad de guarniciones de mariscos, setas y verduras deshidratadas. El museo abrió en 1994, cuando Japón era la segunda economía del mundo y su gastronomía de pescado crudo y salsas enigmáticas dejaba de ser vista en Occidente con suspicacia y se convertía en el epítome de la sofisticación.
“La versatilidad fue una de las principales razones de la globalización del ramen”, afirma Pier Giorgio Girasole, experto italiano en esta sopa, residente en Tokio, y que durante tres años trabajó en la internacionalización de una firma nipona que fabrica 500 variedades de fideos. “Así como la pizza napolitana se hizo mundialmente famosa después de su paso por Estados Unidos, el ramen llegó al mundo gracias a su transformación en Japón”, añade. A la pregunta obligada de en qué se diferencia la pasta de su tierra del fideo nipón, Girasole responde sin dudar con un término técnico: kansui o agua alcalina. “El agua alcalina le da la coloración amarilla al fideo hecho de harina y agua, lo hace elástico y alarga su vida fuera de la nevera”, explica. “Y no debemos olvidar a Naruto”, concluye el experto italiano en referencia al ninja aficionado al ramen cuyas historias en manga (cómic) y anime (dibujos animados) venden cientos de millones de copias en medio mundo y educan a varias generaciones que viajan a Japón para conocer el hogar del sabroso y reparador primo humilde del sushi.