La placenta sirve para que los humanos no tengamos que poner huevos. Es una gran simplificación, pero la placenta asume funciones que en el huevo recaen en la yema. Su aparición en la naturaleza fue un éxito tan brutal que nos define a la gran mayoría de los mamíferos como placentarios. Pero esta maravilla, producto de millones de años de evolución, es un tesoro que casi siempre se tira a la basura. Hoy la comunidad científica urge a aprovechar esta fuente preciosa de información médica y material biológico.
Un bebé no es el único producto de un embarazo; la placenta es un órgano temporal que comienza a desarrollarse a la par con el embrión, poco después de la implantación, y que actúa como interfaz de conexión entre la madre y el feto: a ella llegan los vasos sanguíneos de la mujer, a través del endometrio del útero, y de ella parte el cordón umbilical vital para el embrión. La increíble estructura de la placenta permite el transporte de gases, nutrientes y residuos entre la sangre de la madre y la del feto, sin que ambas lleguen nunca a mezclarse.
Además, produce hormonas de regulación tanto materna como fetal. Cuando el bebé nace, la placenta ya no sirve. Se expulsa como una especie de torta plana —este es su origen etimológico— y sanguinolenta y, normalmente, se desecha.
“La placenta no debería considerarse un residuo”, afirma la patóloga perinatal Mana Parast, profesora de la Universidad de California en San Diego (UCSD). Parast y sus colaboradoras, Drucilla Roberts, del Hospital General de Massachusetts y la Universidad de Harvard, y Omonigho Aisagbonhi, de la UCSD, firman un artículo en la revista Trends in Molecular Medicine en el que abogan por incorporar las patologías de la placenta en la práctica clínica y la investigación; un recurso hasta ahora infrautilizado y que puede “enseñarnos mucho sobre lo que fue mal en un embarazo, además de informar sobre la salud de la persona embarazada y del bebé en embarazos posteriores”, señala Parast.
Un indicador de salud de la madre y del bebé
Según las doctoras, solo en los casos en que un feto nace muerto suele examinarse la placenta, pero existen otras patologías de este órgano asociadas a condiciones como un bajo peso al nacer o problemas neurológicos en los bebés, así como la preeclampsia —un síndrome de hipertensión de la madre gestante— y otras dolencias cardiovasculares en la madre. Los defectos en la placenta pueden predecir futuros embarazos problemáticos, y una lesión llamada arteriopatía decidual es un posible marcador de riesgo cardiovascular en la mujer. En partos prematuros, cuando el bebé suele recibir antibióticos, un examen de la placenta podría detectar de inmediato una infección por hongos para añadir antifúngicos.
No menos importante es lo que aún no se sabe y podría saberse si el examen de la placenta se incluyera en la investigación de los ensayos clínicos, lo que podría revelar nuevas relaciones entre signos, enfermedades y eficacia de los tratamientos. “Imagina si pudiéramos decirle a una paciente con preeclampsia, crecimiento intrauterino retardado o parto prematuro cuáles son sus posibilidades de recurrencia basándonos en su patología placentaria individual, y quizá aconsejar mejor a las pacientes sobre cómo un tratamiento concreto, por ejemplo aspirina, podría prevenir estas complicaciones en un futuro embarazo”, comenta Parast.
En 2015, un simposio internacional celebrado en Ámsterdam estableció un protocolo estandarizado de análisis de la placenta, junto con criterios para el diagnóstico de cuatro tipos principales de patologías. Pero casi diez años después, dice Parast, aún no han calado lo suficiente. “Hay muchas razones”, resume. Más allá de que sea un sistema nuevo que se ha aplicado de forma retrospectiva en los ensayos clínicos, pero aún no de forma prospectiva, hay pocos programas de especialización y pocos especialistas.
Y hay resistencias: algunas organizaciones médicas “no consideran el examen de la placenta como parte del cuidado estándar, quizá con la excepción de los bebés muertos en el parto”. En EE UU, donde las demandas por negligencia médica son comunes, “muchos especialistas ven la patología placentaria sobre todo útil como defensa contra las denuncias por mala praxis”.
La gran olvidada
En España y según María de la Calle, jefa de sección de Obstetricia Médica del Servicio de Obstetricia y Ginecología del Hospital La Paz y profesora asociada de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Madrid, “antes la placenta era la gran olvidada”, pero cada vez lo es menos. De la Calle apunta que actualmente se envían a patología “alrededor de un 10% de las placentas”, en los casos de muerte fetal, crecimiento intrauterino retardado, gemelos monocoriales —comparten la placenta y pueden presentar, por ejemplo, desequilibrios en el riego sanguíneo—, embarazos múltiples, infecciones y otras complicaciones. El resto se incineran junto con otros residuos biológicos. Sin embargo, la doctora subraya que se necesitan más especialistas ante el crecimiento de este campo de diagnóstico.
Lo cual no implica que el objetivo sea examinar todas las placentas si no existe motivo. Según Parast, “para empezar, deberíamos centrarnos en embarazos en los que ha habido una complicación; aplicar la patología placentaria a todos los casos no es factible, ni siquiera en los países ricos”. Pero incluso en embarazos sin problemas, de la placenta pueden extraerse ciertos tipos de células madre, y su tejido se emplea en injertos para la curación de quemaduras y heridas de difícil tratamiento, sin riesgo de rechazo inmunitario. Pese a ello, la donación de placenta aún no es práctica común.
Nada impide que cada madre sea libre de comérsela, bebérsela en batido o convertirla en arte o joyas, como instruyen numerosas páginas web. Pero la vida intrauterina se reconoce cada vez más como un factor de programación de la salud y la enfermedad en la edad adulta, y la placenta guarda pistas de esa programación. ¿No es un desperdicio ignorarlas?