Les iba a contar hoy una historia del bar Prieto, pero he cambiado de idea. Verán, el bar Prieto se encuentra en San Marcelino, un barrio de gente trabajadora al sur de Valencia conectado por un puente con la pedanía de La Torre. La tarde de la inundación, las aguas arrasaron La Torre, pero ni siquiera tocaron San Marcelino, de modo que los habitantes de este lado del barranco vieron desde sus ventanas cómo “nadaban como peces” los coches de sus vecinos de enfrente, mientras sus casas, sus sótanos y sus negocios quedaban impolutos.
El puente se convirtió enseguida en uno de los accesos principales para llevar ayuda a los miles de personas que se quedaron sin nada en La Torre, hasta el punto de que ahora el Ayuntamiento de Valencia quiere rebautizarlo como puente de los Voluntarios o tal vez puente de la Solidaridad. Pues bien, de unos días a esta parte, todas las mañanas, algunos vecinos de La Torre cruzan andando el puente, se sientan en los veladores del bar Prieto y recuperan –no sin un punto de emoción, de reconquista— el viejo y sacrosanto rito del desayuno en la calle.
—Este café –cuenta Tomás, sentado frente a su vecino Mariano—es como volver a la vida. Llevamos ya dos semanas viviendo entre el lodo y los muebles rotos. Yo en particular me he llevado una semana sin casi salir de casa porque tenía que hacerlo saltando entre los coches, como si fuera Spiderman. Y ahora que ya vamos poco a poco levantando cabeza, nos damos este pequeño lujo. En La Torre todavía no hay ningún bar abierto, así que cruzamos el puente y nos sentamos aquí un rato. A usted le podrá parecer un capricho, pero es un desahogo, una necesidad.
—Es como regresar a la vida que teníamos –tercia Mariano mientras enciende su segundo Winston en diez minutos—, una vida que ya nunca será la misma…
Pues eso, que iba a echar la mañana aquí en el bar Prieto, o en la cervecería La Isla, hablando con unos vecinos que, sin darse cuenta, regresaban una y otra vez a sus pesadillas tan recientes —”yo vivo en un sexto piso”, dice Tomás, “y veía pasar por el barranco coches nadando como peces, con las luces encendidas, con gente dentro”— cuando, de pronto, algo me llamó la atención. Los policías que custodiaban el puente —reservado hasta ahora en exclusiva a los peatones— se echaron a un lado para dejar pasar un autobús rojo de la EMT, la empresa municipal de transportes de Valencia.
—¿Y ese autobús? — pregunté.
—El 27. Va de La Torre al mercado Central de Valencia. Hasta ahora no había podido entrar en el barrio por el fango y los escombros, pero ahora, poco a poco, va recuperando paradas…
Me despedí de ellos y me monté en el 27, un par de veces de ida y otras de regreso, y hablé con los conductores —”tenemos que tener mucha paciencia, mucho tacto, la gente sigue muy afectada”—y con los pasajeros, una amalgama muy parecida a la que se puede encontrar en los viejos barrios obreros de Madrid y de otras ciudades españolas: vecinos de toda la vida, por lo general gente mayor, mezclados con jóvenes españoles que no pueden pagar un piso en el centro y extranjeros de diversa procedencia que trataban de construirse un futuro aquí cuando el fango les pasó por encima. Y entonces, no sé por qué, me acordé de otro autobús y de otra historia: la que cuenta la película El 47, protagonizada por Eduard Fernández, un conductor de autobús que lidera una revuelta de sus vecinos —emigrantes extremeños, gallegos o andaluces que llegaron a Barcelona con una mano delante y otra detrás— para que el ayuntamiento les ponga una línea de autobús. Es una historia real, sucedió en la segunda mitad de los años 70, cuando la democracia echaba a andar y hasta en ellos —los desposeídos, los que tienen que luchar a puñetazos para que salga el sol cada día— había una ilusión nueva, imparable.
Ahora, cuando escampe, los políticos, la sociedad, no solo tendrán que reconstruir los puentes y las casas, sino rescatar de entre las brasas del desencanto aquellas ganas de salir adelante, aquella confianza. Materia prima hay. No hace falta más que mirar lo jóvenes que son, lo pronto que llegaron, y la emoción de Tomás y Mariano cuando los ven pasar por el puente con sus botas de agua, sus palas y sus escobas:
—Míralos, ahí van otra vez, dan ganas de abrazarlos.