Para que Mikel López Iturriaga (Bilbao, 57 años) recomiende un sitio para comer debe pasar algo tan concreto como único. “Tiene que ser un local del que salgas con la fe en la humanidad restaurada”, cuenta el director del canal gastronómico El Comidista una mañana de inicios de octubre, sentado frente a un trinxat con panceta en la terraza de Can Vilaró. No es casualidad que ese restaurante fundado en 1957, conocido por sus esmorzars de forquilla, sea la primera parada de nuestra cita, una ruta por tres de sus locales favoritos en Barcelona. Estamos frente al mercado de Sant Antoni, en el espacio regentado por la familia Vilaró, un matrimonio (Sisco y Dolors) y sus tres hijas. En el epicentro de la turistificación, en una zona tensionada con los alquileres por las nubes, Can Vilaró, con su carta de cap i pota, esqueixada de bacalao o albóndigas con setas, simboliza todo aquello que le convence a López Iturriaga: “Es un ejemplo de resistencia en un entorno hostil. En una zona hipergentrificada como la del barrio de Sant Antoni, cada vez más llena de sitios para guiris o restaurantes caros de comida internacional sin alma, ellos siguen sirviendo cocina catalana casera de buenísima calidad a precios populares”, aclara.
El trinxat de Can Vilaró no aparece en Cocina de aquí para gente de hoy (Salamandra), su último recetario tras 10 años sin sacar uno, pero no fue por falta de ganas. “No lo incluí porque ya tenía muchas recetas con patata, pero si hay una segunda parte entrará seguro, tanto el plato como el bar representan al 100% el tipo de comida que intento defender”, aclara. En ese libro que ahora publica con fotos de Becky Lawton, ilustraciones de Lucia Calfapietra y vajilla de La Oficial, el periodista ha recopilado más de 100 aperitivos, entrantes, segundos o postres rescatando tesoros regionales poco conocidos fuera de su zona, pero adaptados al gusto y las necesidades de la actualidad. Platos sencillos para gente asfixiada por la rutina. “Mucha gente dice que ahora no se cocina porque preferimos estar viendo una serie. Pero, seamos sinceros, si llegas roto a casa a las ocho de la tarde, lo más normal es que no te apetezca liarte en la cocina. Lo que apetece es tirarte en el sofá y jamarte lo primero que pilles, ¿no?”. Por ese motivo, dice, lo interesante de la cocina regional española es que es muy moderna en muchos sentidos. “Sus recetas son recuperables porque son platos fáciles de hacer, con ingredientes superhumildes, muy accesibles, que no necesitan un máster para prepararse”, aclara.
Hay algo político en reivindicar la cocina de toda la vida en un clima social abrumado por la aceleración de ritmos y la sobreproducción de alimentos. Ahora lo llamamos política zero waste, pero aquellos platos de antes siempre fueron economía circular porque se idearon por necesidad, cuando urgía aprovechar la despensa y los restos de otras comidas con ingenio y sin renunciar a la sabrosura. Así que nadie se equivoque, este reclamo por lo de toda la vida, a López Iturriaga no le nace por el repliegue nostálgico, por pregonar que antes se comía mejor. “Muchas veces ponemos el filtro de Instagram a toda esa historia del pasado cuando había muchas cosas que eran peores, respecto a la materia prima, las texturas o los sabores. No me vengas con que las verduras se hacían mejor hace 50 años que ahora porque eso es mentira”, zanja. También aclara que detesta la postal cosificadora y romantizada de las abuelas haciendo chup chup. “Yo respeto muchísimo la labor que hicieron y su legado, pero nuestras bisabuelas eran unas señoras que se pasaban el día arrinconadas en la cocina y estaban muy jodidas porque tenían que estar dando de comer a toda la familia”, añade, mandando una señal de alerta a esas jóvenes que se han hecho famosas grabándose cocinando platos complejísimos y con horas de dedicación para que los degusten sus novios y que tanta atención, y emociones encontradas, capitalizan en redes como TikTok.
En las antípodas de esa semántica reaccionaria, en su recetario se incluyen platos apañados y ricos como el morrococo —un puchero típico de Jaén que aprovecha los garbanzos que sobran del cocido—, los repápalos —bolitas fritas, saladas o dulces típicas de Extremadura para utilizar el pan duro y transformarlo en algo sustancioso— o el matamaridos —un caldillo andaluz que debe su nombre a ir falto de chicha y matar de hambre a los esposos de las apañadas cocineras—. Apodándola como “cocina tecnotradicional”, sus recetas no reniegan del uso de robots de cocina u otros utensilios que acortan tiempos de preparación, ni siquiera de ingredientes precocinados. “La gente a veces se lleva las manos a la cabeza si ve que haces unas legumbres en la olla rápida, como si fuese un sacrilegio. Y unas lentejas de bote pueden estar buenísimas si las cocinas bien. No todo el mundo tiene el privilegio de poder estar haciendo todo el día unos garbancitos. Así que bienvenido sea cualquier instrumento que ayude a cocinar más y a hacerlo más rápido. Si alguien se consigue introducir en la cocina gracias a la Thermomix o la Airfryer, benditas sean”. Si recupera esos platos pero con su giro moderno, dice, es “porque estamos en estado de emergencia total con la cocina casera, es una especie en extinción”. No le falta razón.
Según el Panel de Consumo Alimentario del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación del primer semestre de 2024, la compra de platos preparados asciende ya a 16,6 kilos anuales por ciudadano en España, un dato que se ha disparado en las últimas dos décadas: su consumo es un 514,8% superior al de 2004. “Si la gente no come bien ni cocina, no es por falta de ganas, sino de tiempo”, aclara Mikel López Iturriaga instalado en la amplia barra del Suru Bar, la segunda parada de esta ruta. Un misterioso local, sin rótulo en su puerta, frente a otro mercado, el del Ninot, en el Eixample izquierdo barcelonés, cerca de donde López Iturriaga vivió hace unos años (ahora reside en el barrio de El Clot). “De aquí, además del poder de la brasa, sus platillos y su selección de vinos, me enamoré de la salsa balandra”, cuenta delante del calamar y bimi a la brasa aderezado con esa salsa marinera típica de las comarcas del Montsià y el Baix Ebre (sur de Tarragona) y que debe su nombre al tipo de embarcación pequeña cubierta con un solo palo de los pescadores de la zona.
Abierto desde 2022, el Suru está capitaneado por Carles Morote, Gemma López y Sergi Puig (antes estaban en el Gresca), que han hecho del yakitori y la casquería los protagonistas en un espacio moderno pero cálido gracias a la combinación de su característica luz roja y el diseño industrial de Luis Eslava y Carles Novell. “El Suru es de los buenos. La carta va cambiando y todo está siempre buenísimo, sin las chorradas que tanto abundan”, lamenta sobre cierta burbuja gastronómica en ciudades vendidas a un turismo que parece que siempre acaba comiendo lo mismo y comprando en las mismas tiendas, pero en distintas grandes avenidas del planeta.
@elcomidista.com Exageraciones, repetición de las mismas recetas una y otra vez, ingredientes apuñalados con saña… En el vídeo de hoy repasamos los ‘Aarg’ de los influencers gastronómicos. https://elpais.com/gastronomia/el-comidista/2024-10-24/los-vicios-mas-irritantes-de-los-influencers-gastronomicos.html?ssm=FB_CM_ECD?autoplay=1
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Se podría decir que este local desprende la esencia de lo que López Iturriaga ha cultivado desde que creó El Comidista hace ya casi 15 años: ambiente cercano y moderno pero sin artificios, donde prima el amor por la buena comida sin esnobismo ni aspavientos. “No sé si lo he logrado, porque a veces igual no, pero mi acercamiento a la gastronomía creo que ha sido profundamente antielitista y con mucho sentido del humor. Hay que saber reírse de uno mismo y autoparodiarse”, cuenta. No hace falta que lo jure, basta con echar un vistazo a uno de sus últimos vídeos en el canal de TikTok, con casi un millón de visualizaciones y más de 100.000 likes, donde parodia a los influencers de la comida y las manías que han instaurado los reels de contenido gastronómico. “¿No te parece que ahora todos los vídeos son como un concierto de Mayumaná, con todos esos ruidos secos, exagerados y cortantes?”, dice riendo. Nunca ha tenido miedo a mojarse con su gremio ni política ni personalmente, aunque reconoce que está agotado de la deriva de la conversación virtual de redes. “Me he replegado un poco por cansancio y porque he recibido mucho odio, pero en momentos clave hay que hablar”, dice.
Reconoce que no ha sido fácil sobrevivir como prescriptor en un mercado digital que ha cambiado drásticamente los ritmos desde la pandemia. “Ahora, los 15 primeros segundos de un vídeo son clave, si la gente se va, el alcance se desplomará. Antes eso no pasaba. Más que el contenido, en nuestro equipo nos hemos adaptado más a la manera de contar. Tampoco se nos puede ir la olla, que yo soy una señora mayor y no puedo ir imitando a lo que se lleve porque sí. Hay que ser consciente del público que tenemos, respetarlo”, destaca.
Las ganas de seguir hablando de gastronomía siguen intactas. Aprendió a guisar con su madre (“ella tenía claro lo que le gustaba y era férrea con sus platos”) y siguió educándose en la escuela Hofmann, donde aterrizó cuando se agotó del periodismo musical. No tiene miedo a seguir defendiendo sus manías con la comida, como su guerra declarada a la lechuga iceberg (“me he reformado un poco, no viene mal como recipiente de otros ingredientes; pero sigue intacto mi odio a su uso en ensaladas”) o al vinagre de Módena (“yo no entiendo qué le ha dado a este país con ese vinagre, la mayoría de las veces ni es de ahí, es balsámico y punto, ¡como si aquí no tuviéramos vinagres buenos!”). Cree que se está infantilizando el paladar de la población. “Parece que gusta esto de endulzarlo todo, de hacerlo fácil, pintón, que no haya que masticar mucho, que no tenga ninguna nota de sabor disonante. Se está uniformizando mucho el gusto y eso me parece horrible. Por ejemplo, la acelga está desaparecida en los restaurantes. La gente la cocina en casa porque es una verdura fantástica, pero en las cartas ni la ves porque tiene una nota amarga, se cree que no va a gustar y, además, no es muy lucida visualmente. Es una pena”, asegura, tomándose una gilda en una parada rápida en La Cala del Vermut, en el Gòtic. Estamos a punto de realizar nuestra última parada, el restaurante La Sosenga, “un oasis de buena gente y buena comida, un milagro”, advierte.
Desde que descubrió este local que debe su nombre a un guisote que ya aparecía en el recetario catalán más antiguo hasta la fecha (Llibre de Sent Soví, datado en 1324), Iturriaga no ha dejado de recomendarlo. De ahí sale su receta de sosenga en el libro, con dos carrilleras de ternera. Una delicia si sabe igual que en el local que dirigen Marc Pérez y Tania Doblas.
Este restaurante de cocina catalana con toques contemporáneos se ha convertido en el mejor secreto a voces para los que creían que ya no había comida a buen precio hecha por locales para locales en un Gòtic abarrotado de turistas. “Sería un poco egoísta por mi parte pensar: mira, este restaurante, que me encanta, y al que por ahora solo vamos 15 personas, me lo voy a quedar solo para mí”. Suerte que no es egoísta. Ya nos lo advirtió al inicio de esta cita. Existen sitios, como este, que al salir te devuelven la fe en aquello que nos une, lo que nos hace humanos. Palabra de El Comidista.