Desde que el mundo empezó a centrarse en la necesidad de poner fin a la quema de combustibles fósiles no hemos avanzado lo más mínimo en el objetivo de la descarbonización mundial absoluta. Dicho de otra forma: el descenso en las emisiones producidas en muchos países prósperos fue muy inferior al aumento del consumo de carbón e hidrocarburos en el resto del mundo, una tendencia que también ha sido un reflejo de la continua desindustrialización de Europa y Estados Unidos y el aumento de la proporción de producción industrial intensiva en carbono originada en Asia. Como resultado, en 2023 aumentó la dependencia absoluta del carbono de origen fósil, desde la firma del Protocolo de Kioto, un 54% en todo el planeta. Además, una parte significativa del descenso de las emisiones en muchos países ricos se ha debido a su desindustrialización, a la deslocalización de algunas de sus industrias intensivas en carbono, especialmente a China.
Dinamarca, donde la mitad de su electricidad procede de fuentes eólicas, es señalada a menudo como un ejemplo de éxito en el proceso de descarbonización: desde 1995 ha reducido sus emisiones relacionadas con la energía en un 56% (frente a la media de la Unión Europea, de alrededor del 22%). Pero, a diferencia de sus vecinos, el país no produce ningún metal importante (aluminio, cobre, hierro o acero), no fabrica vidrio flotado ni papel, no sintetiza amoniaco y ni siquiera ensambla automóviles. Todos estos productos consumen una gran cantidad de energía, de manera que mover a otros países las emisiones asociadas a su fabricación crea una inmerecida reputación ecológica para el país que hace la transferencia.
Dado que aún no hemos alcanzado el pico mundial de emisiones de carbono (ni siquiera estamos en una fase de meseta), y teniendo en cuenta el progreso necesariamente gradual de distintas soluciones técnicas clave para la descarbonización (desde el almacenamiento de electricidad a gran escala hasta el uso masivo de hidrógeno), no podemos esperar que la economía mundial se haya descarbonizado para 2050. Puede que el objetivo sea deseable, pero no es realista. El último informe World Energy Outlook publicado por la Agencia Internacional de la Energía confirma esta conclusión. Aunque prevé que las emisiones de CO₂ relacionadas con la energía alcanzarán su punto máximo en 2025 y que la demanda de todos los combustibles fósiles alcanzará su punto máximo en 2030, también anticipa que solo el consumo de carbón disminuirá significativamente en 2050 (aunque seguirá siendo aproximadamente la mitad del nivel de 2023) y que la demanda de petróleo y gas natural solo experimentará cambios marginales en 2050, con un consumo de petróleo que seguirá rondando los 4.000 millones de toneladas y un uso del gas natural que seguirá superando los 4 billones de metros cúbicos al año (AIE, 2023d).
No podemos refugiarnos en ilusiones ni en objetivos fantasiosos simplemente porque representen objetivos deseables. Los análisis hechos con responsabilidad deben reconocer las realidades existentes en los ámbitos energético, material, de ingeniería y también de gestión económica y política. La evaluación imparcial de esos recursos indica lo extremadamente improbable de que para 2050 el sistema energético mundial consiga deshacerse de todo el carbono de origen fósil. Unas políticas sensatas acompañadas de su aplicación decidida podrán determinar qué grado de cumplimiento se consigue. Tal vez el 60% o el 65%. Cada vez son más las personas que reconocen estas realidades, y menos las que se dejan influir por el flujo incesante de escenarios de descarbonización milagrosamente a la baja tan del gusto de los modelizadores de la demanda.
Las cifras sobre la oferta o la demanda globales a largo plazo, o sobre la contribución al proceso de determinadas fuentes o transformaciones, están fuera de nuestra capacidad de cálculo: el sistema es demasiado complejo y sensible a perturbaciones graves e imprevistas como para ofrecer una precisión fiable. Con todo, un sano escepticismo a la hora de elaborar estimaciones a largo plazo nos ayudará a reducir el alcance de los inevitables errores. Tenemos por ejemplo la previsión realista hecha en 2023 por la empresa noruega de gestión de riesgos DNV, de la que se han hecho eco recientemente otras evaluaciones igualmente sensatas. Tras señalar que las emisiones mundiales relacionadas con la energía siguen aumentando (aunque podrían alcanzar su pico en 2024, que es cuando comenzaría la transición de manera efectiva), concluye que en 2050 pasaremos de la actual proporción de aproximadamente 80% de combustibles fósiles frente al 20% de combustibles no fósiles a una proporción de 48/52 en 2050, con una disminución de casi dos tercios de la energía primaria contaminante, pero todavía de unos 314 exajulios (EJ) en 2050, es decir, casi tan alta como en 1995 (DNV, 2023).
Repetimos: eso es lo que esperaría cualquier analista serio de las transiciones energéticas globales. Determinados aspectos individuales pueden mutar a distintas velocidades y en ocasiones se producen cambios muy rápidos, pero el patrón histórico general cuantificado nos muestra, en términos de energías primarias, una evolución gradual. Por desgracia, las actuales previsiones (en general) y la anticipación de los avances en material de energía (en particular) suelen tender al optimismo desmesurado, la exageración y el bombo y platillo. Durante la década de los setenta, mucha gente creía que para el año 2000 toda la electricidad provendría no solo de la fisión, sino incluso de los llamados reactores de neutrones rápidos. Y poco después llegaron las promesas de que sería la energía blanda la que tomase el relevo.
La creencia en un mañana poco menos que milagroso no desaparece nunca. Incluso ahora podemos leer declaraciones que afirman que el mundo podrá depender únicamente de la energía eólica y fotovoltaica en 2030. Y luego se repiten las afirmaciones de que todas las necesidades energéticas (desde los aviones hasta la fundición de acero) resultan susceptibles de ser cubiertas con hidrógeno verde barato o con fusión nuclear asequible. Sin embargo, aparte de llenar titulares de prensa con afirmaciones irrealizables, ¿qué consigue todo esto? Más bien deberíamos dedicar el esfuerzo a planificar futuros realistas que tengan en cuenta nuestras capacidades técnicas, nuestros suministros materiales, nuestras posibilidades económicas y nuestras necesidades sociales, y a partir de ahí pensar en formas prácticas de alcanzarlos. Además, siempre podemos intentar superarlos incluso, un objetivo más loable que exponernos a repetidos fracasos por habernos aferrado a metas poco realistas y visiones poco prácticas.
Pero, además, no alcanzar en 2050 el objetivo poco pragmático de una completa descarbonización no significa no conseguir la limitación del calentamiento global medio a 1,5ºC. El aumento de las temperaturas no solo dependerá de nuestros esfuerzos por conseguir un suministro mundial de energía que sea limpio, sino también de los éxitos que obtengamos a la hora de limitar el CO₂ y otros gases de efecto invernadero generados por la agricultura, la ganadería, la deforestación, los cambios en los usos del suelo y la eliminación de residuos. Al fin y al cabo, la suma de todos ellos supone al menos una cuarta parte de las emisiones antropogénicas del planeta. Y sin embargo, hasta ahora nos hemos centrado casi exclusivamente en el CO₂ procedente de la quema de combustibles fósiles.