Mi nombre es Rosa; bueno, empiezo mintiendo porque en realidad soy María Rosa: el nombre de la abuela. También he sido Mary para algunos de la familia y Clara para mi peor enemigo: mi tío, mi padrino; así me llamaba cuando me violaba con sus amigos.
La bofetada al empezar a leer es prácticamente inmediata. En Diario de un derrumbe (Létrame), Rosa Roca cuenta cómo en aquellos meses de 2019 tocó fondo tras verbalizar por primera vez que el marido de su tía fue su verdugo, el hombre que le rompió la infancia y la vida. Él y un amigo suyo la agredieron sexualmente tantas veces que es imposible contarlas. Durante 19 años, estuvo sometida, manipulada, muerta de miedo, pensando que no había alternativa posible, que el único camino era soportar lo que quisieran hacer con ella. Hasta que con 26 pudo irse de la casa familiar que compartían sus padres, su hermana y sus tíos en Palma de Mallorca. Por fin dejó de dormir bajo su mismo techo. Aunque su huella no se ha ido: sufre estrés postraumático crónico y lucha cada día por recomponerse.
Hoy Rosa tiene 43 años y atiende el teléfono desde Artieda, un pueblo de Zaragoza que no llega ni al centenar de habitantes, situado en lo alto de una pequeña colina. Pero esta mujer un día tuvo siete años. Fue entonces cuando su tío, por primera vez, les enseñó los genitales a ella y a su hermana melliza y se tocó delante de ellas. También tuvo 11, cuando soportó la primera violación. Hace tres años, Rosa contó su historia a este diario, en aquel momento necesitó hacerlo con un nombre ficticio. Acababan de condenar a su tío a 15 años menos un día de cárcel y a pagarle una indemnización de 200.000 euros. Por fin un papel reconocía el infierno que la habían obligado a atravesar. Desde entonces ha llovido mucho. Ahora lo cuenta a cara descubierta. “Muchas veces, después de la sentencia viene lo peor”, reflexiona, “toca ser consciente del trauma y hacerle frente”.
Su tío se llamaba Eduardo. Llamaba en pasado, porque murió poco después de recurrir la sentencia que lo condenó por un delito continuado de agresión sexual con intimidación y acceso carnal. Alegó que los delitos estaban prescritos, y se declaró insolvente. Poco después, falleció. Tenía 79 años. Cuando Rosa se enteró, se le cayó el mundo encima. Deseaba en lo más profundo de su ser que pisara la cárcel. Durante el proceso judicial, ya había muerto Vicente, el amigo al que su tío invitaba los sábados por la mañana a su barco para que violara a Rosa. “El daño no ha sido reparado”, se lamenta ella.
En cuestión de dos años, entre 2019 y 2021, su vida dio un gran vuelco. Fue capaz de hablar por primera vez de la pesadilla que la habían hecho vivir, que hasta entonces había estado tapada, como si no existiera. Denunció, sobrellevó la instrucción del caso, que temió que acabara en archivo, y le tocó digerir que la policía encontrara ingente cantidad no solo de material pedófilo, sino también de las agresiones que sufría ella, tanto en el barco como en su casa, donde su tío había colocado cámaras ocultas. Muchas veces creyó que si una sentencia le daba la razón, se pondría punto y final a todo el proceso y, por tanto, se cerraría una etapa y al menos amainaría el dolor.
“Pero pasa el tiempo y el trauma sigue ahí, tu vida sigue no siendo normal”. Ya ha conseguido parar las autolesiones, pero las pesadillas aún no se han ido, ni los flashbacks, ni la sensación de hipervigilancia ante un ruido inesperado. “Si escucho una cerradura, por ejemplo, me entra el miedo”. Para ella, lo peor es la disociación. Esa estrategia con la que conseguía sobrevivir a la violencia sexual a la que la sometían, a las horas y horas de porno que la obligaron a ver. “Es la huella que más me ha marcado. Fue mi flotador y mi supervivencia”, afirma, “pero ahora soy incapaz de dejarlo, cuando ya no lo necesito”.
En su libro recopila, por un lado, una serie de relatos cortos en los que narra su derrumbe y, por otro lado, incluye una historia de ficción, Em-pática. Una obra dividida en dos, como su vida: antes y después de Eduardo. En sus páginas, recuerda que la disociación empezó con la primera violación: “Once años, creo (no recuerdo); sobre él, en una cama sin sábanas, en casa del Moro (un apartamento de un presunto amigo árabe del que él se hacía cargo); y empecé ahí a hacer lo que mejor sé hacer: volar, disociar. No estaba. A partir de ahí fue continuo: mamadas, caricias, porno a diario, violaciones…”. Al menos, para entonces ya sabía que los tocamientos a su hermana habían parado y eso la tranquilizaba.
Eduardo había decidido centrar su tortura exclusivamente en ella, aislándola de todos, primero amenazándola con enviarla a un internado, y después haciéndole sentir responsable de lo que sucedía. “Al final, como me ganó fue cambiando los roles. Cuando en vez de víctima me convirtió en culpable, ganó todo”. Creció atemorizada y sin poder ser ella misma porque guardaba un secreto que dominaba su vida, así que se recuerda mintiendo una y otra vez, por todo y ante todos. “El miedo es el sentimiento que más ha dominado mi vida”. Lo peor, recuerda en su libro, llegó con Vicente. “De esta manera me robaron todo. Me robaron vivir y sentir. Me he convertido en este ser totalmente despreciable”, escribió en aquellos días oscuros.
En marzo del año pasado le dieron una baja médica por estrés postraumático crónico. Hasta entonces, trabajaba cuidando a personas mayores en Artieda y pueblos cercanos. Rosa estudió psicología y todos sus trabajos han consistido en cuidar a los demás, de alguna manera o de otra. “Mientras lo hacía, no pensaba en mí”. Pero llegó un punto en que se rompió. “El año pasado estaba muy mal a nivel emocional, ya no podía más y sentía que necesitaba parar. Fue como otro derrumbe”. Ahora intenta fijar rutinas en su día a día, algo que le cuesta. Ve una evolución en sí misma en este tiempo. Está convencida de que ha llegado hasta aquí gracias a la Fundación Vicki Bernadet, especializada en abusos sexuales en la infancia, que le dio soporte durante los primeros años, y a las terapias privadas a las que sigue asistiendo, tanto con una psiquiatra como con una psicóloga.
“Mi tío me destrozó al 100%”
Ahora está más tranquila, aunque no olvida. “Tengo muy claro que mi tío me destrozó al 100%. A nivel emocional y hasta cognitivo. Me privó de lo más básico, que es la afectividad. Cuando eres pequeño, el sitio más seguro es tu casa. Y cuando tu casa es el sitio menos seguro, te destrozan por completo. A mí me desplazó, me dejó totalmente sola, a su merced. Me robó experimentar cosas básicas, como un enamoramiento, una primera relación sexual”, afirma Rosa. Aún hoy tiende a estar sola, es la única forma en que se sentía segura cuando era pequeña y le resultaba imposible contar lo que estaba ocurriendo pero a la vez le dolía horrores que nadie se diese cuenta. Por mucho que sienta el apoyo incondicional de su pareja y de un puñado de amigos que son familia para ella, todavía muchas tardes le supone un esfuerzo algo tan básico como ir al bar del pueblo a tomar algo. “Ahora estoy en un lugar seguro, pero me cuesta acabar las cosas que empiezo. Es como una lucha contra mí misma. Es la tendencia a no hacer, a que hagan de mí lo que quieran”, explica.
“La gente me tacha de valiente, y yo discrepo. Siento que he sido muy cobarde mucho tiempo, y también siento rabia hacia mí misma”, dice, luchando todavía con demonios que la persiguen. Racionalmente, sabe que era solo una niña presa de un tirano. Pero sigue lidiando con la culpa que tan injustamente se adhiere a las víctimas. “La vergüenza sigue manchándome la piel como alquitrán. Realmente pienso que jamás me podré quitar esta doble capa de piel, una capa pringosa, oscura”, escribe en su libro.
“Mi tío me hizo vivir un horror durante media vida”, resume por teléfono. Le queda una duda. “¿Qué sería de mí si no hubiera vivido esto? ¿Cómo hubiera sido? Ya nunca lo sabremos y es algo que me duele”. Está convencida de que jamás podrá perdonarle. No cree que sane, al menos en su caso. “El no perdonar me ayuda a mantenerme erguida”, sostiene en el libro. A finales del año pasado pensó que su historia quizás podría ayudar a otros. Reunió los escritos de aquellos días de dolor extremo con el fin de que lo que le sucedió “al menos sirva para algo”. Cree que así ha sido. Su médica le ha dicho que ahora entiende qué siente alguien que se autolesiona, otras víctimas han contactado con ella para contarle su experiencia. Mientras, Rosa siente que su vida “es una reconstrucción continua”. En el pueblo donde vive todos tienen el libro y eso, en cierta forma, la reconforta. “Por lo menos saben quién soy. Esto es lo que he vivido y esta soy yo. Sí, me ha pasado a mí. Y sigo viva”.