Las brujas están en el aire, con y sin escobas. Nuevas investigaciones históricas, libros, congresos, exposiciones, obras de teatro (Vosaltres, les bruixes, en el Teatre Nacional de Catalunya) y películas (Wicked llega el 27 de noviembre) muestran la actualidad de una figura poliédrica y que se redefine constantemente. El tema de las brujas y la brujería ha experimentado un acelerón tal en los últimos tiempos que hoy es posible tratar en un mismo artículo de un libro de referencia —el que nos ocupa principalmente, Brujería. Una historia en trece juicios, de la especialista británica Marion Gibson (Siruela, 2024)—, viajar sin dejar de ver brujas de Viladrau (Girona) a Springfield (Massachusetts) pasando por Salem, y de Satanás a Trump, y conversar con un historiador puntero del fenómeno, Pau Castells, ¡y con una bruja!
El libro de Gibson, profesora en la Universidad de Exeter y responsable editorial de la serie de libros Elements in magic de Cambridge University Press, es muy interesante para entrar en la brujería histórica desde una perspectiva contemporánea: la de observar cómo los mecanismos que condenaron a aquellas mujeres siguen funcionando hoy para denostar a enemigos ideológicos o políticos. Es un libro mucho mejor que aquel Historia de la brujería, de Frank Donovan (Alianza, 1978; la edición original de 1971 se titulaba Never on a Broomstick, “nunca en un palo de escoba”), con el que tantos nos iniciamos en el tema, o que el canónico pero ya superado Las brujas y su mundo, de Julio Caro Baroja (Alianza, 1966). La autora comienza por tratar de definir qué es una bruja y señala cómo estas (las imaginarias y también las mujeres practicantes de magia, curanderismo y “sabiduría no oficial” tenidas por tales) fueron demonizadas a partir de la Europa medieval, lo que las convirtió en seres malignos sin matices y las identificó con los herejes, abriendo la puerta a la persecución sistemática, la caza de brujas que está en el centro del fenómeno histórico de la brujería. La bruja, en la nueva perspectiva creada entonces por la demonología, era una acólita de Satán en una secta consagrada al Mal y por tanto una criatura a extirpar de la sociedad: el enemigo a batir del mundo cristiano.
Gibson, con una gran habilidad literaria para meter al lector en la historia describiendo escenas y atmósferas (incluso ha viajado a escenarios del libro), explica minuciosamente el mecanismo de la caza de brujas clásica: un rechazo previo de la persona sospechosa, una desgracia que acontece a la comunidad (un contexto de crisis) y que se achaca a la supuesta bruja, acusación, detención, tortura, confesión (generalmente de todo lo que está en la mente de los acusadores) y finalmente ampliación del proceso al obligar a la víctima a dar nombres de supuestos cómplices. La historiadora, que recalca que la brujería fue “un crimen abrumadoramente femenino” en el que las mujeres están sobre representadas —en algunas jurisdicciones hasta el 90 % de las personas acusadas, dice—, muestra mediante una selección cronológica de diversos juicios que atraviesan siete siglos cómo la idea demonológica de la bruja se originó, creció y fue cambiando con el tiempo.
La primera parte de Brujería. Una historia en trece juicios, aborda bajo el epígrafe de “orígenes” seis procesos de la época central de la caza de brujas (siglos XV al XVII), acabando con el de Salem, mientras que la segunda, “ecos”, lo hace de otros episodios más recientes que llevan, sorprendentemente, hasta hoy mismo. Gibson apunta que la creencia en las brujas, “encarnación de lo distinto”, no es cosa del pasado, sino que hay mucha gente que sigue creyendo en ellas, y “no existe, por tanto, el consenso global de que las brujas hayan dejado de existir”. Recuerda que hoy incluso hay una religión neopagana vinculada con la brujería, la Wicca, fundada en 1954. En la Wicca, y en parte del imaginario moderno de la bruja, pesa la errónea idea acuñada por Margaret Murray (la autora de Witch Cult in Western Europe, 1921) y otros de que las brujas existieron de verdad como practicantes secretas de una ancestral religión pagana matriarcal.
El primer juicio histórico que presenta Gibson es el de un grupo de mujeres en Insbruck en 1485 y que enfrentó especialmente a una acusada, Helena Scheuberin, con el famoso inquisidor Heinrich Kramer, que luego escribiría el Malleus maleficarum, “el martillo de las brujas”, el más célebre manual antibrujas. Es un caso falsamente tranquilizador pues Kramer —del que la autora traza un magnífico retrato psico(pato)lógico mostrándolo como un obsesionado con la vida sexual de las acusadas— salió del proceso con el rabo entre las piernas, y valga doblemente la imagen. La clave del asunto fue que Scheuberin no fue la víctima inofensiva que el inquisidor esperaba sino una mujer ilustrada, hermosa y rica, de armas tomar y, sobre todo, con amplios apoyos sociales. El siguiente juicio (1590-91) es el famoso de las brujas de North Berwick a cuyo frente estuvo personalmente el rey y ávido demonólogo Jacobo VI de Escocia obsesionado con la existencia de un complot de brujas para derrocarlo que incluía desatar tormentas para hundir su barco. El proceso, de cuyas confesiones arrancadas con tortura echó mano Shakespeare para su Macbeth (probablemente la mayor obra literaria sobre brujería junto a Las brujas de Salem–El crisol, de Arthur Miller), acabó con las condenadas quemadas en la hoguera en el castillo de Edimburgo. Gibson evoca cómo “la gente olía el humo que el viento del este propagaba por la ciudad”.
El tercer juicio es el de las brujas de Vardo, en la provincia noruega de Finnmark, que presenta el interés añadido de que incluyó el proceso a una supuesta bruja sami, demonizando sus creencias chamánicas, y a la que hicieron confesar arrojándola al agua helada (luego la hicieron entrar piadosamente en calor quemándola). El cuarto es el de Joan Wright, partera y adivina (y además zurda), que tiene el dudoso honor de haber sido la primera acusada por brujería en EE UU, en 1626, setenta años antes que el caso de Salem y mil kilómetros más al sur, en Jamestow, Virginia. Joan parece haber sobrevivido a su proceso, a diferencia de Bess Clarke, de Essex, pillada en los juicios británicos contra brujas de la década de 1640. Bess, una mujer con una sola pierna, madre soltera y cuya propia progenitora había sido ejecutada ya como bruja, tenía todos los puntos para que fueran a por ella. Ella y otras acusadas en cascada fueron ahorcadas el 18 de julio de 1645. Tuvieron que esperar en fila para ser ejecutadas. Una, Margaret Moone, murió de miedo durante la espera, y Bess fue complicada de matar pues con una sola pierna no podía subir al patíbulo.
Gibson centra su relato de las brujas de Salem (1692) —con 19 ahorcados— en la nativa americana Tatabe (Tituba), a la que reivindica contando su penosa historia, rastreada entre líneas en su confesión. Tras los de Salem, los “juicios de bruja” cambiaron, pero la autora subraya que la descriminalización de la brujería tenía un largo camino aún por delante. Aborda el último juicio de bruja en Francia (1731) y destaca la aparición en su estela del nuevo concepto de sorcière acuñado por Jules Michelet en su libro de 1862 La bruja, “un sinsentido, pero un sinsentido apasionante” y que abrió la puerta a la idea de la bruja como heroína, rebelde y metáfora de la libertad, y también a la bruja que lucha contra la discriminación de la mujer, la bruja feminista.
Por las páginas de Brujería. Una historia en 13 juicios pasa también el inefable escritor y ocultista Montague Summers; John Blymer, el brujo de Pensilvania que asesinó en 1928 a un colega al que temía, y Nellie Duncan, la última bruja británica, juzgada en 1944 por ser una bruja falsa, que ya es acusación. Otros modernos “juicios de bruja” recogidos por Gibson son los realizados en los años cuarenta en Basutolandia (Lesoto) por los asesinatos para obtener liretlo (amuletos que incluyen restos humanos, como los labios arrancados de los cuerpos) y que permiten adentrarse en el complejo mundo de la brujería africana y la proyección y manipulación política que hicieron de ella los poderes coloniales europeos. Gibson revisa el acuciante problema de los actuales asesinatos de brujería en África (en países como Zambia, Malaui, Tanzania, Kenia y Uganda), denunciados por Amnistía Internacional, y en los que tanto se mata a gente para fines mágicos como a los propios acusados de brujería. El panorama es complejo, y la autora muestra como la demonología cristiana de los misioneros contribuyó a diabolizar las prácticas mágicas africanas.
La historiadora aborda reencarnaciones de la bruja como las de la serie Embrujada (1964-1972) o el filme de 1987 Las brujas de Eastwick (sobre la novela de John Updike), y recuerda, a propósito de las conexiones entre brujería y feminismo, que entre las denunciantes de Harvey Weinstein que arrancaron el Me Too estaba Rose McGowan, una de las brujas de la serie moderna Embrujadas (otra era la también activista Alyssa Milano). Gibson cierra su libro con el juicio a Stormy Daniels, la actriz envuelta en una riña legal con Donald Trump, que le habría pagado para silenciarla a propósito de una supuesta relación sexual. Gibson recuerda que Stormy se autoproclama lectora del tarot, cazafantasmas y médium y que ha denunciado ser víctima de una caza de brujas. Curiosamente, también Trump, lo que da fe de la polisemia contemporánea del término. Uno de los grandes libros sobre la brujería histórica recientes, el más que recomendable The ruin of all witches (Penguin, 2022), del reputado especialista Malcon Gaskill, aborda con un pulso narrativo extraordinario un caso apasionante de persecución contra una pareja (Hugh y Mary Parsons, que se acusaron entre ellos) en 1650 en Springfield. Hay que señalar que se trata de la localidad de Massachusetts, no la del mismo nombre de Ohio a cuyos emigrantes haitianos acusó Trump de comerse a las mascotas de los vecinos, una acusación, por cierto, digna de los juicios por brujería…
Si alguien está en una posición central para juzgar (aunque quizá no sea esta la mejor palabra en este contexto) el auge actual de las brujas es Pau Castell profesor del Departamento de Historia Medieval de la Universidad de Barcelona (UB). Especialista en la historia de la caza de brujas y punta de lanza de la renovada investigación del fenómeno en Cataluña, Castell (Tremp, 40 años) ha sido uno de los organizadores del reciente congreso internacional sobre los orígenes de la cacería en Europa con motivo del sexto centenario de las Ordenaciones de Àneu (los valles pirinaicos leridanos) de 1424 considerado uno de los textos pioneros de la persecución en el continente. “La figura de la bruja se ha ido reinterpretado continuamente, hemos tenido la del nacionalismo romántico de Jules Michelet y los hermanos Grimm en el XIX, la del marxismo, la del feminismo…”, explica. “La bruja es una figura muy plástica y permite que se la redefina y redibuje de muchas maneras para adecuarla a la interpretación que convenga a cada época y corriente. Eso no va a dejar de pasar. Durante el macartismo la caza de brujas fue sinónimo de lucha contra las libertades, para el feminismo cuadra con el discurso contra el mundo patriarcal. Se ha hecho a la bruja símbolo de los saberes ancestrales, y elemento de la cultura pop. Pero hay que recalcar que todo eso va por un lado y los estudios especializados por otro. Son dos mundos diferentes, paralelos que a menudo no se tocan. Los progresos historiográficos no tienen nada que ver, o poco, con las lecturas sociales de cada época sobre la brujería y las brujas”.
¿Qué ideas básicas extraen hoy los historiadores?, ¿con qué hemos de quedarnos, pues, al pensar en brujería? “El estudio nos enseña que muchos de los mecanismos de la caza de brujas histórica son actuales. Por ejemplo, la idea de enemigo interno, que los malos son individuos que viven entre nosotros. Eso genera una psicosis y un miedo social que lleva a suspender las garantías legales por la supuesta amenaza al orden de la colectividad. Lo observamos una y otra vez en la historia de la caza de brujas. Vemos el papel de la propia sociedad: la mayoría de las acusaciones no provienen del poder, sino de la comunidad. Hay unos procesos de estigmatización social, muchas veces en relación con la misoginia, y con la (mala) fama y el rumor como elementos claves. Todo eso estalla cuando se producen desgracias, epidemias, mortandad infantil, hambre, y se va a por personas previamente señalizadas, estigmatizadas”.
Castell insiste en que lo que explica la historia estricta es distinto de la imagen que transmiten de la brujería otras instancias, como la cultura popular o el feminismo militante de, menciona, una Mona Chollet (Brujas, Ediciones B, 2019). “No es que no se haga bien el retrato de la bruja, es que no es eso lo que interesa”. Reflexiona que hay “un divorcio muy grande entre el conocimiento histórico y los desarrollos de la explicación del fenómeno de la brujería en otros ámbitos, como en algunos círculos feministas o de la izquierda reivindicativos”. Señala que eso no es nuevo. “La apropiación de la figura de la bruja para vehicular ideas viene de antiguo. No digo con eso que no tengan objetivos legítimos y elogiables, pero no son historia. La misoginia existió en la caza de brujas, por supuesto, pero no es un elemento exclusivo. Por ejemplo: las mujeres son mayoría entre los acusados de brujería, pero también entre los acusadores. El género es un factor más de un fenómeno muy complejo que no admite explicaciones simplistas, aunque sea para fines sociales y políticos muy encomiables”.
En ese sentido, Castell, que recomienda acudir a la bibliografía histórica especializada, ha escrito varios libros interesantísimos, como La cacera de bruixes a Catalunya (2022), pero de momento están solo en catalán. Él —que aún no ha leído el de Marion Gibson— sugiere títulos como los de Gaskill, Brian P. Levack (La caza de brujas en la Europa moderna, Alianza, 1995), Ronald Hutton (The witch, Yale University Press, 2017), o la monumental Encyclopedia of Witchcraft (ABC-CLIO, 2006, cuatro volúmenes) compilada por Richard Golden, con entradas tan específicas como “género” o “sapo”. Siguen siendo de mucho interés, recuerda, libros que fueron fundamentales en los años setenta y ochenta para cambiar la forma de estudiar la brujería, como los de Carlo Ginzburg (El queso y los gusanos, 1976), Norman Cohn (Los demonios familiares de Europa, 1975), Franco Cardini (Magia, brujería y superstición en el Occidente medieval, 1983) o el recientemente fallecido (2023) Gustav Henningsen (El abogado de las brujas. Brujería vasca e Inquisición española, 1980).
La bruja con la que vamos a conversar ahora como decíamos al principio es Francesca Trémol, alias Bacada, y no hemos hablado con ella directamente —entre otras cosas porque fue condenada a muerte y ahorcada en 1620—, pero sí con la persona que la encarna en el popular Baile de Brujas de Viladrau, festival que recuerda a las mujeres de la localidad ejecutadas por brujas y que ha celebrado este jueves su 27 ª edición. Inès Portet, de 57 años, es natural del pueblo gerundense como lo era la infortunada Trèmol, atrapada en una cacería de brujas que llevó al patíbulo a otras 13 vecinas de Viladrau.. “He sido bruja en las 27 ediciones, 25 haciendo de Francesca; la experiencia ha sido buena. ¿Que qué he aprendido? Nos hemos ido documentando, hemos pasado de contar la historia como un cuento a algo más reivindicativo, unas mujeres que tenían un conocimiento de sanadoras y fueron perseguidas y castigadas”.
Al preguntarle por la continuidad del fenómeno en Viladrau, donde, como en otros muchos pueblos del país, se siguió señalando —y estigmatizando— a determinadas mujeres como brujas hasta bien entrado el siglo XX (e incluso más adelante), apunta que ella ya no ha llegado a vivirlo “pero en casa aún se decía ‘la madre de fulanita era bruja”. Reflexiona que es un compromiso hacer de bruja en el Baile, que lo tienen muy interiorizado, y que la representación anual, muy deudora en sus inicios de los pioneros estudios sobre la persecución de brujas en el XVII en la comarca de Vic del padre mossèn Antoni Pladevall, se ha convertido en un elemento cohesionador e integrador en el pueblo, con la salvedad de que el párroco no suele ir.
En una muestra de sinergia brujeril, y otra prueba de que las brujas están por todas partes, las modernas brujas de Viladrau —las vecinas actuales que las encarnan en el Baile, incluida Inès— acudieron la semana pasada a una función del Teatre Nacional de Catalunya (TNC) protagonizado por otras brujas, las del espectáculo Vosaltres, les bruixes, obra de Jan Vilanova Claudín puesta en escena por Alicia Gorina y en la que seis actrices recrean dramáticamente el funcionamiento de los procesos de brujería. Inès Portet explica que las trataron muy bien en el TNC y en un excepcional caso de crítica teatral ejercida por una bruja sobre otras brujas observa del montaje: “Es una muy interesante e importante lección, muy informativa, más un documental teatralizado que una obra de teatro convencional”.
Un libro, una película y una obra de teatro
Brujería. Una historia en trece juicios
Marion Gibson
Traducción de Victoria León. Siruela, 2024. 388 páginas. 26 euros
Wicked
Jon M. Chu
Protagonistas: Ariana Grande, Cynthia Erivo, Jonathan Bailey y Michelle Yeoh. 160 minutos. Estreno en España: 22 de noviembre.
Vosaltres, les bruixes
Texto: Jan Vilanova Claudín. Dirección: Alícia Gorina
Intérpretes: Mònica Almirall Batet, Lurdes Barba, Queralt Casasayas, Mia Esteve, Montse Esteve y Tai Fati. Teatre Nacional de Catalunya. Barcelona. Hasta el 3 de noviembre