En el tráiler de Deadpool y Lobezno, película estrenada en nuestro país el pasado 25 de julio, hay una referencia bastante explícita al pegging, es decir, a la práctica sexual en la que una mujer penetra analmente a un hombre haciendo uso de una prótesis. Ryan Reynolds, protagonista y productor de la cinta, insistió en incluirla. Pretendía demostrar que, en contra de lo que consideran directores como Steven Soderbergh, Pedro Almodóvar, Martin Scorsese o Quentin Tarantino, no existe ahora mismo un código de censura implícito que descarte el sexo ni en el cine de acción de alto presupuesto ni en el universo Marvel.
Reynolds insiste en que se puede (e incluso se debe) burlar cualquier restricción puritana recurriendo al humor procaz y a la audacia libertina. Sin embargo, analistas como el crítico de cine Travis Johnson consideran que el Deadpool de Reynolds se está quedando muy solo. A estas alturas, se ha convertido ya en el único superhéroe cinematográfico con una vida sexual digna de tal nombre, además de un individuo con tendencias psicóticas y el enmascarado de cabecera de posmodernos y excéntricos. Deadpool se puede permitir bromear sobre el pegging (no, por supuesto, mostrar algo así en una pantalla) porque está loco y porque encarna la excepción que confirma la regla. En cambio, tal y como explicó su director, Taika Waititi, los productores de Thor: Ragnarok insistieron en eliminar una escena, en absoluto explícita, en la que una mujer recién duchada salía del dormitorio de la superheroína Valquiria por considerarla innecesaria y poco coherente con el arco del personaje, que es oficialmente bisexual, pero al parecer no ejerce.
Travis Johnson considera que el cine mainstream de nuestra época ha cedido a la más perniciosa de las inquisiciones virtuales: la idea, muy difundida en redes, de que “todo producto de consumo cultural debe ser apto para menores”. De ahí el eclipse de sexo que sufre desde hace unos años el universo Marvel, síntoma de una relación cada vez más problemática entre la industria audiovisual y la representación del cuerpo y sus deseos. Noah Berlatsky, redactor del fanzine digital Everything Is Horrible, considera que películas recientes como Doctor Strange en el multiverso de la locura o Spider-Man: No Way Home han llevado esta tendencia a extremos ridículos, extirpando incluso de sus tramas “cualquier indicio de tensión sexual o interés romántico”. Para que la dosis de violencia descarnada pueda seguir incrementándose de manera gradual sin que el producto se considere no apto para adolescentes, argumenta Berlatsky, el sexo debe desaparecer por completo.
En un incisivo artículo en Blood Knife titulado ‘Everything Is Beautiful but No One Is Horny’ (todos son guapos, pero ninguno está cachondo), R Benedict afirma que se ha hecho realidad la cómica distopía anticipada por Paul Verhoeven en una de las escenas de su clásico de culto Starship Troopers (1997), esa ducha comunitaria entre mujeres y hombres desnudos, jóvenes soldados con cuerpos espléndidos, en que el deseo carnal brilla incomprensiblemente por su ausencia: “Lo único que parece producirles excitación es la guerra”. Verhoeven ironizaba sobre una tendencia cultural que estaba empezando a manifestarse en el cine estadounidense a finales de la década de 1990, coincidiendo con el inicio del declive del thriller erótico, pero no podía intuir lo muy lejos que iba a llegar semejante deriva.
Para Louis Chilton, redactor del diario británico The Independent, incluso comedias sexuales recientes como Sin malos rollos (las presuntas herederas, para entendernos, de Porky’s o American Pie) están apostando por un puritanismo incongruente y embarazoso. En cierto sentido, arguye Chilton, se está volviendo a las restricciones moralistas e hipócritas del código Hays, el exhaustivo protocolo de autocensura corporativa que estuvo vigente en Hollywood entre 1934 y 1967 y fue barrido del mapa por las jóvenes estrellas del nuevo cine de autor, la generación de Coppola, Scorsese, Brian De Palma o Dennis Hopper. La diferencia entre aquella época y la actual, en opinión de Chilton, es que los jóvenes cinéfilos de los sesenta y setenta vieron la irrupción progresiva del sexo en la gran pantalla como un síntoma de libertad artística y compromiso con la realidad. Gran parte de la actual generación Z, en cambio, suscribe sin apenas matices afirmaciones tan cuestionables como que cualquier escena sexual no esencial para el desarrollo de la trama equivale a pornografía. Y la pornografía se consume (hoy más que nunca) en PornHub, no en las salas de cine.
Productoras y distribuidoras no renuncian, además, a que sus blockbusters de acción o sus comedias mainstream sigan siendo aptas para mayores de 13 años, una etiqueta que la violencia explícita no pone en peligro pero el sexo, más allá de discretas dosis homeopáticas, sí. De ahí que Steven Soderbergh haya dicho que no está dispuesto a hacer películas “sobre universos artificialmente asexuados, en los que nadie desea a nadie y nadie se acuesta con nadie”, como el de Marvel, o que Pedro Almodóvar considere que el cine comercial de Hollywood, hoy más que nunca, y por razones menos comprensibles que nunca, tiene un problema con el cuerpo, por mucho que Ryan Reynolds se haya empeñado en mostrarnos en qué consiste el pegging en el tráiler de su película de superhéroes contra corriente.