Guillermo debe andar sobre el 1,90 de altura. Por eso se asustó de veras cuando, después de coger a toda prisa cuatro cosas de la zona más alta del armario y ponerlas a salvo (el móvil, la documentación, un desodorante Byly) vio que el agua que había ido entrando por las rendijas de su casa le cubría hasta por encima de la cintura. “Por aquí”, dice, y señala el lugar donde empieza un dibujo del espectro de los Cazafantasmas. Guillermo vive en una planta baja en el centro de Aldaia, una localidad de 31.000 habitantes junto a Valencia, que la noche de este miércoles, apenas 24 horas después del paso de la dana, sigue con los pies cubiertos de fango. La angustia se apoderó de él cuando vio que el agua, que había puesto a bailar sin rumbo los muebles de la casa, tenía ya tanta fuerza que le impedía abrir la puerta. Si no salía pronto, moriría ahogado.
“Dos vecinos de la calle hicieron fuerza, dieron patadas y al final, desde fuera, pudieron abrirla. Salí a la calle y entonces casi nos lleva a los tres la riada, que bajaba con mucha fuerza. Hicimos una cadena humana. Mientras, veía a los coches estamparse disparados. Y así me salvé”, cuenta. El hombre, que este jueves cumple 44 años, lleva la camiseta de los Cazafantasmas porque, en realidad, es la única que tiene (entre lo mucho que han perdido está también la ropa) con manchas que no son de color verde como en la película de los años ochenta sino marrones por el barro que él y su pareja, Sales, una mujer de 46 años, han retirado esta tarde de su casa. Su calle que sigue a oscuras, como la mayoría aquí en Aldaia.
“Estamos sin luz, sin internet… Y sin agua”, cuenta la pareja, cansada, abatida y con ganas de darse una ducha. “Hemos perdido la casa, hemos perdido todo”, lamenta Sales. Estos días prevén instalarse en casa de familiares después de unas horas propias de una película de terror puro, en la que durante horas no supieron nada el uno del otro, mientras el rumor de un río salvaje les sorprendió. “La covid, las guerras, este temporal… Ya solo falta la invasión zombi”, ríe Guillermo, que tocado por la tragedia (“estamos incomunicados, ¿cuántos muertos van?, ¿51?”) encuentra, sin embargo, un resquicio para el humor: pronostica que los coches apilados unos encima de otros serán motivo preferente en las próximas fallas.
Como miles de personas en la tarde del martes, Sales recibió en su teléfono móvil un mensaje del servicio de emergencias. Le llegó apenas unos minutos antes de que el barranco, el barranquet, como lo llaman en Aldaia (donde, por cierto, no llovió) trajera consigo ese río furioso y devastador. “Como vivo en la calle paralela al barranquet, que tiende a desbordarse, estoy muy pendiente cuando hay temporal. Y fui a aparcar el coche a un lugar más alto, más seguro. Fueron nada, dos minutos. Pero cuando salí del coche, cerca de la plaza del Ayuntamiento, había una tromba de agua… Vi que ya no podía regresar. Subí a casa de mi tía, que vive en un quinto piso. Y dejé a Guillermo en los bajos, sabiendo que podía estar en peligro”.
Sales no llegaría a su casa hasta las 6 de la mañana. La noche fue eterna porque apenas durmió y porque no supo nada de la suerte de su novio, que mientras tanto trataba de mantener el agua a raya con ayuda de los vecinos. El hombre se resguardó primero en casa de uno de ellos, que vive en un primero, pero cuando el agua también se coló allí subieron todos a la azotea. Guillermo sonríe, pero lo ha pasado mal. “Cuando vi que, por la presión del agua, no se podía abrir la puerta de ninguna manera…”. Así es como también, cuentan, fallecieron dos de los muertos contabilizados en esta localidad: dos hermanos que vivían también en unos bajos y que, a diferencia de Guillermo, no pudieron salir.