Esta columna va sobre la muerte y sus cosas. Sé qué mires por donde mires están la luz, las energías positivas y los valores ensalzados en los anuncios de los seguros de decesos —no paran de llegar a mi bandeja de correo no deseado—, pero quizá deberíamos acostumbrarnos a la idea de que nos vamos a morir. Decía mi abuela Rufi: “No nos vamos a quedar aquí para simiente de rábanos”. Por si las moscas —necrófagas—, he donado mi cuerpo a la ciencia. Tengo un carné de “Donante de cuerpo”. El mío irá a parar a una universidad madrileña, pero si mi fallecimiento no se produce en esta mi querida comunidad, se advierte: “Avisen a la facultad de medicina más próxima”.
Mi decisión se basa en el sentido práctico, el optimismo cognoscitivo, la filantropía y el ahorro. Te quitas el lío de las pompas fúnebres, te ahorras un pico —morirse se ha puesto por las nubes— y además confías en que lo que queda de ti sirva para que futuros profesionales de la medicina entiendan lo que es un tendón sin recurrir a la IA; corporeidad y temperatura son fundamentales por mucho que ahora existan modelos de negocio centrados en el alivio del duelo gracias a la huella que nuestros muertos amados han ido imprimiendo en redes y nubes: un mensaje de voz, un emoticono, la posibilidad de prever algorítmicamente y reproducir en un mensaje la reacción de una persona difunta. Luego ese mensaje llega al móvil de una madre doliente que, en lugar de volverse loca, se tranquiliza. Los cuentos de Jeanette Winterson, los capítulos de Black Mirror o de Shatter Belt apuntan en esa dirección. Yo soy analógica y recuerdo Berenice de Poe, La pata de mono de W.W. Jacobs y El ladrón de cadáveres de Robert Louis Stevenson en la versión cinematográfica de Robert Wise. La serie A dos metros bajo tierra.
Al final, se trata del cuerpo que, como creo que escribió Katherine Anne Porter, no es un buen lugar para vivir. Pero es el lugar en que vivimos y en el que nos morimos también. Necesitamos el cuerpo, por eso las IA en las mejores novelas de ciencia-ficción no solo animan réplicas antropomórficas, sino que buscan generar una membrana. Membrana es una excelente novela de Jorge Carrión. Necesitamos un cuerpo y, por eso, me sobrecoge Descanse en paz, película de Thea Hvistendahl basada en una novela de John Ajvide Lindqvist: con qué mimo se lava el cuerpo de un muertito viviente —hijo, nieto— al que se le echan gotas en los ojos para devolverles la humedad perdida en la tierra. Con qué sumisión una mujer se somete a ser devorada por la persona que amó. El viudo y los huérfanos no reconocen a la madre perdida. Duelo, olvido, culpa, con una caligrafía cinematográfica intachable e imágenes que no te quitas de la cabeza cuando te vas a dormir. Aviso a navegantes, embalsamadoras, tanatopractores protagonistas de La muerte os sienta tan bien y científicos locos que ponen inyecciones resucitadoras como en Re-animator, película de Stuart Gordon, basada en un relato de Lovecraft: no es la ausencia del cuerpo la que causa horror, es su presencia.
Les desearía feliz Halloween porque me gustan las películas de Tim Burton, pero me permito recordarles que aquí celebramos el día de difuntos yendo al cementerio a limpiar lápidas, renovar las flores de poliéster y echarnos una lágrima o una conversación como en el arranque de Volver de Pedro Almodóvar. En cosas así me sale el colmillito patriótico, aunque, para evitar radicalizarme, haya donado mi cuerpo a la universidad. Espero no padecer catalepsia.
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