La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ha presentado esta semana el diseño del colegio de comisarios que propone para su segundo mandato. A la espera de que se tramiten los procesos de confirmación de los candidatos, planea sobre todo el inicio del nuevo curso político europeo el informe presentado por Mario Draghi. Es una grata sensación la de seguir el debate -con adhesiones y críticas- acerca de ese conjunto de propuestas. Se compartan o no, es difícil no reconocerle el mérito de una admirable altura de miras, de la profundidad de la reflexión.
Pero basta desviar por un momento la mirada de ese debate y da vértigo el abismo que se abre hasta el suelo de las políticas nacionales, hundidas en escuálidos pantanos. En Francia, echa su andadura un Gobierno zombi, fruto de un fallo sistémico, de graves errores de Macron, de intransigencias de la izquierda, de cortedad de miras. En Alemania, los partidos tradicionales reaccionan a la desesperada al auge de los ultras. El socialdemócrata Scholz y sus socios verdes y liberales han optado por activar controles en las fronteras, mientras los democristianos han abogado nada menos que por rechazar de plano a todos los solicitantes de asilo sirios y afganos. En Italia, de forma incomprensible a la vista de la mayoría apabullante de la que dispone, cuesta discernir exactamente qué está haciendo el Gobierno de Meloni. Lo poco que se discierne provoca por lo general, salvo a los ultraderechistas, entre rechazo e inquietud. No así al líder de los populares españoles, que ha viajado en peregrinaje a Roma, alabando la política migratoria de Meloni. La política española, ay, tampoco va más allá del aliento cortísimo. Da la sensación de que en cualquier momento puede ahogarse. La triste lista podría seguir.
Falta el largo aliento, la mirada de perspectiva, la visión de fondo, el debate sosegado. Por supuesto, hay que dirimir responsabilidades, lo contrario es populismo y antipolítica. La ultraderecha es el principal problema político de Europa -y Occidente-, uno que en algunos casos amenaza la calidad democrática; algunos radicalismos de izquierda han intoxicado mucho el clima. En el grupo de los supuestos moderados, el tacticismo de moral menuda de los conservadores -y, atención, porque la CDU ya está ahí- destaca, causando graves daños; pero solo los más fervorosos partidarios de socialdemócratas y liberales no ven que, en muchos casos, acumulan responsabilidades ya muy serias.
Con estas premisas, no solo hay un problema de parálisis operativa por fragmentación, atrincheramientos y tacticismos. Es que el debate político permanece incrustado la mayor parte del tiempo al nivel del suelo. Podemos consolarnos con que todavía no hemos empezado a cavar para llegar al subsuelo de la retórica de Trump según la cual los inmigrantes haitianos se comen gatitos en Ohio -retórica que tal vez sea el lugar en las antípodas políticas del informe de Draghi-. Pero la verdad es que en algunos casos en Europa no nos hallamos lejos de eso. No solo con vídeos terroríficos de campaña de la ultraderecha alemana con reminiscencia de supremacismo ario. Sino también con una plétora de insidias y banalización del lenguaje público altamente corrosivos que proceden de partidos supuestamente moderados.
La cuestión, pues, es cómo reconducir el debate y la acción hacia niveles de mayor altura -y lograr que se quede ahí-. Lo de Draghi es un informe técnico, y la política es otra cosa, se puede observar. Sin duda. Pero no tiene por qué ser tan baja. Hay que elevarla. La tarea es ardua. Tal vez empiece por darse cuenta de las responsabilidades propias.