Juan y Aida se dirigían a su segunda residencia en Montanejos (Castellón) por la autovía Mudéjar, procedentes de Madrid. Cuando estaban a unos 30 kilómetros de su destino, vieron “una nube blanca descomunal de humo” que se hacía cada vez más grande, explica un día después el hombre, ingeniero industrial jubilado. Está sentado, un poco cabizbajo, en el albergue habilitado en Segorbe para recoger a buena parte de los 1.500 vecinos desalojados a causa del gran incendio declarado el jueves y que ha calcinado ya más de 3.800 hectáreas entre Castellón y Teruel. El primer gran incendio del año. “Me preocupé, pero vi que estaba lejos. Cuando giramos por la carretera vimos el resplandor del fuego en la base de una enorme columna, como cuando amanece”, apunta. Por fin llegaron a su casa, pero las vacaciones duraron poco.
Al poco de llegar a Montanejos, mientras el matrimonio estaba colgando la ropa, oyeron a la Guardia Civil que mandaba desalojar la población castellonense, popular destino termal y de turismo de interior. También fueron evacuados por prevención, ya de madrugada, los vecinos de Montán, como los jubilados Amparo y Vicent. Ahora esperan, como todos los demás, mientras preguntan cómo va el siniestro, qué hay de su casa, de su pueblo, de sus montañas.
Juan nació en Campos de Arenoso, una población que hoy no existe, anegada por el embalse donde ahora cargan agua los 18 medios aéreos que luchan para limitar la devastación de una zona de gran riqueza forestal, tan poblada de bosques de pinos como despoblada de gente. Han sido desalojados cerca de 1.500 personas de una decena de municipios. Es tierra de grandes perspectivas, de barrancos profundos y montañas escarpadas, por donde discurren las llamas que ya han arrasado más de 3.500 hectáreas en menos de 20 horas.
En la turolense San Agustín, varios vecinos temen por los perros que han dejado en sus terrenos, en sus casetas, en sus huertos. Unas vacas pacen, ajenas al siniestro, de camino hacia los focos del fuego. “Mirad cómo estuvo a punto de llegar a Olba”, señala con el brazo un brigadista, apostado en Los Peiros, aldea desalojada del municipio turolense de San Agustín. De los alrededores de Olba sale una columna blanca, no tan grande como la enorme nube que asciende desde el emplazamiento de Villanueva de Viver, donde se originó el fuego en uno de sus barrancos.
Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete
En esa aldea esperan el momento de dirigirse a uno de los frentes un grupo de brigadistas aragoneses —“operarios”, puntualiza uno; “peones”, matiza otro—. Son los que atizan las llamas con el batifuego y las sofocan con agua, los que emplean motosierras, los que abren líneas de defensa, cortafuegos, con motosierras y otras herramientas. “Pon, pon que hemos dejado el paro de hoy de la huelga que llevamos en defensa de nuestros derechos como trabajadores todo el año para venir aquí a combatir el fuego”, pide uno de los uniformados. “Nosotros somos currantes contra el fuego y queremos que se nos reconozca. No somos como esos que se ponen frente a las llamas cuando saben que los están fotografiando”, comenta otra.
“Este fuego tiene muy mala pinta. Es que la zona es tan grande y hay tantos bosques, tanta masa forestal…”, apunta un profesional de larga experiencia en este tipo de siniestros. Él nació en la zona, en una población cercana, y guía a los demás por los múltiples senderos y caminos forestales por donde se internan los camiones de los bomberos y los 4×4 de los brigadistas. “Hay mucho para quemar y hay mucha aliaga por toda esa zona de Castellón que funciona como un combustible”, dice. Se refiere a un arbusto muy extendido por la comarca del Alto Mijares cuyo “tamo, que es como las hojas que se caen y se acumulan bajo la planta, es de combustión lenta pero segura”, apostilla Ernesto.
En dirección a los diversos frentes del incendio, el verde da paso al gris ceniciento, el sonido de los pájaros al silencio mortal que deja tras de sí el fuego. La ceniza cubre todo el suelo caliente y humeante. De vez en cuando, un pino se yergue casi impoluto entre los negros troncos esqueléticos que antes formaban un bosque frondoso. Una ardilla da saltos, desorientada, y se pierde en la ceniza. Los hidroaviones y los helicópteros sobrevuelan un cielo pesado, gris, en el que las nubes se mezclan con las columnas y las setas de humo e impiden entrever el sol.
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites