Le costó muchos años lograr que creyeran en él. Casi todos, incluso algunos amigos íntimos, le miraron con condescendencia cuando les anunció, allá por 2014, que quería presentarse a las primarias del PSOE. En ese momento no lo conocía casi nadie, había entrado de rebote dos veces de diputado en el Congreso ―no salió a la primera porque iba muy atrás en las listas y tuvo que esperar a que abandonaran otros, primero Pedro Solbes y luego Cristina Narbona― y se había movido dentro del aparato económico del partido, siempre haciendo papeles de forma eficaz pero discreta. Parecía impensable que pudiera competir con Susana Díaz, la estrella del partido en aquel momento, y Eduardo Madina, el gran aspirante de la renovación.
Pero Sánchez no dudó un momento. La suerte, el esfuerzo y su fe absoluta en sí mismo, tres elementos clave en su carrera, se fundieron para darle una oportunidad: Susana Díaz decidió no presentarse si no era ascendida prácticamente por aclamación ―rechazó medirse con Madina― pero se vengó del vasco, que se había negado a retirar su candidatura, y puso toda la maquinaria del PSOE andaluz a trabajar a favor de la candidatura de Sánchez para hundir a Madina. Lo logró.
Ahí ya se vio muy rápido que Sánchez no era un títere dispuesto a obedecer a la baronesa andaluza. El madrileño, que llevaba toda la vida en política y se había curtido en la sombra, aprendió muy rápido a mandar, se hizo fuerte en la secretaría general y desafió a la todopoderosa Díaz. Logró imponerse como candidato electoral; fue a los comicios de 2015, con muy malos resultados; intentó la investidura con Ciudadanos y fracasó; volvió a levantarse para la repetición electoral en 2016 y, cuando todo parecía listo para matarlo definitivamente con un sorpasso de Podemos, de nuevo se salvó, por 200.000 votos. Podemos nunca más volvería a estar tan cerca de dar la campanada.
Pero los obstáculos no habían acabado. Sánchez, que tenía a casi todos los barones territoriales en contra, se enfrentó a todos con su “no es no”, su rechazo tajante a abstenerse en la investidura de Mariano Rajoy para facilitar la gobernabilidad. El Gobierno llevaba diez meses en funciones y Sánchez estaba dispuesto a una tercera repetición electoral con tal de no hacer esa cesión al PP. La cúpula del PSOE organizó entonces una operación interna para destituir al secretario general e imponer la abstención en la investidura de Rajoy. Y, después de un dramático 1 de octubre de 2016, con un Comité Federal del PSOE en el que hubo llantos, urnas escondidas y maniobras para echarlo, finalmente Sánchez dimitió, dejó su escaño y se fue a reflexionar, como ahora pero lejos, a California, mientras los socialistas se abstenían en el Congreso y permitían la investidura de Rajoy.
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Volvió convencido, contra todo y contra todos, de que podía recuperar el poder. Le habían abandonado incluso sus amigos de siempre. Le dio igual. Buscó unos pocos fieles en las federaciones —enfrentados a sus respectivos barones, que eran casi todos anti-Sánchez, con la excepción del PSC― y recorrió España en un Peugeot 407, durmiendo en casas de militantes. De nuevo su fe inquebrantable en sí mismo, una habilidad para el relato que empezó a desplegar ahí y un poco de fortuna le llevaron a una inesperada pero arrolladora victoria por más de 10 puntos sobre Susana Díaz en las primarias de 2017.
Parecía que al fin vendrían tiempos más fáciles, pero no fue así. Sánchez tenía todo el poder, pero el PSOE no remontaba. Le iba muy mal en las encuestas, incluso se vio superado en ellas por el Ciudadanos de Albert Rivera. En 2018, Sánchez vivía en un permanente ruido interno, con Susana Díaz y varios barones maniobrando contra él. Pero llegó la sentencia del caso Gürtel, se lanzó a una moción de censura que antes siempre había descartado, aprovechó la oportunidad de una conjunción entre el PNV y el entonces PDeCAT y de nuevo la fe inquebrantable en sí mismo, el esfuerzo y la suerte le llevaron de forma completamente inesperada, cuando estaba cuarto en las encuestas, a La Moncloa.
Sánchez armó en horas un Gobierno con fichajes independientes y de prestigio, y se presentó como el primer presidente español con dominio de idiomas y una clara ambición de ser alguien en el circuito de los líderes internacionales. Y, además, empezó una gestión progresista —pactada con sus socios de Podemos, entonces casi con tantos diputados como él, 85 a 71— mientras su imagen ganaba puntos en las encuestas: subida del salario mínimo a 900 euros —un 22% de golpe, la mayor de la historia— aumento de las pensiones, reformas económicas.
En España muchos aún no lo tomaban en serio. En la derecha, incluso, lo llamaron okupa, pensaban que se hundiría rápidamente con una mayoría muy inestable. Sánchez convocó elecciones en 2019, cuando ERC tumbó los Presupuestos y la derecha venía de la foto de Colón. La jugada volvió a salirle: el PP de Pablo Casado se hundió hasta los 66 diputados, su mínimo histórico, y el PSOE logró casi el doble, 123.
Tenía dos opciones de Gobierno: acuerdo con Podemos y los nacionalistas, o con Ciudadanos. El pacto con Albert Rivera no salió y Sánchez cometió ahí el que muchos analistas ven como un error evidente: forzó una repetición electoral por no querer una coalición con Pablo Iglesias, el PSOE perdió escaños y el PP se recuperó mucho. Eso obligó al líder socialista a aceptar un Gobierno de coalición con Podemos pero más débil y más atada a ERC y EH Bildu.
Nada más empezar a funcionar el Gobierno de coalición, con sus enormes dificultades, llegó la pandemia y arrasó todo. Pero Sánchez y su ministro de Sanidad, Salvador Illa, después de un inicio de gestión desastroso ―tardaron varios días en decidir el confinamiento cuando el virus estaba entrando desde Italia, que tiene decenas de vuelos diarios con España―, salieron fortalecidos: Illa ganó las elecciones en Cataluña y Sánchez, al que la oposición intentó tumbar en plena crisis sanitaria, logró mantener su valoración alta entre la izquierda, aunque el rechazo en la derecha iba creciendo sin freno.
La coalición aprovechó para hacer una gestión progresista, con un escudo social costosísimo —se llegaron a pagar 5.000 millones de euros al mes solo en ERTEs— que protegió a los trabajadores. El país salió de la pandemia con muchas heridas y más de 80.000 muertos, pero con una economía con vida. Después llegaron otras medidas, como la reforma laboral de Yolanda Díaz. De nuevo, la suerte de Sánchez entró en acción: la reforma decisiva salió por un voto, por un error de un diputado del PP.
La coalición progresista logró aprobar casi 200 leyes en la legislatura, mientras en otros países europeos avanzaban la derecha y la ultraderecha. Sánchez además multiplicó sus gestos hacia la izquierda, como la exhumación de los restos del dictador Francisco Franco para sacarlos del mausoleo de Cuelgamuros y llevarlos a un discreto cementerio familiar.
La derecha, sin embargo, no se quedó quieta. El PP descabalgó a Pablo Casado, que había acusado de prácticas inaceptables a la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso —cuyo hermano se había llevado en plena pandemia una comisión de 234.000 euros por vender mascarillas a la Comunidad de Madrid—, y encumbró a Alberto Núñez Feijóo. La derecha se fue rearmando, la desaparición de Ciudadanos y el desgaste del PSOE y Unidas Podemos hicieron mella y poco a poco Sánchez fue cayendo en las encuestas mientras Feijóo se disparaba. En ese contexto estalló la guerra en Ucrania, que disparó la inflación.
Parecía llegado el final del imbatible Sánchez. Las elecciones autonómicas y locales de 2023 eran la puntilla: el PSOE perdió casi todo su poder. Y de nuevo él dio otra vuelta de tuerca y ese mismo día decidió adelantar las elecciones generales. Cuando casi todo el PSOE estaba hundido y daba por hecha la llegada de la derecha, Sánchez se echó la campaña a la espalda, recorrió los medios que más le habían criticado y en los que él no había querido comparecer hasta entonces, y movilizó de una manera imprevista a la izquierda con la ayuda inestimable de Feijóo, que permitió que la campaña se viera dominada por sus pactos autonómicos y municipales con Vox.
Sánchez siguió cometiendo errores importantes —el debate con Feijóo fue un desastre— pero siempre se levantaba. Y logró lo que parecía imposible: un millón de votos más que en 2019. Feijóo ganó por poco más de 300.000 votos, 1,3 puntos.
Después de aceptar la amnistía a los encausados del procés que, hasta ese momento, siempre había rechazado, Sánchez fue investido con el apoyo de Sumar, PNV, EH Bildu, ERC, Junts y el BNG. Ya desde las negociaciones se veía que la extrema debilidad de esa mayoría iba a deparar una legislatura muy complicada. El presidente decidió no presentar proyecto de Presupuestos para 2024 en cuanto se convocaron las elecciones catalanas, y ese fue un golpe duro para los socialistas. Pero, aun así, confiaban en recuperarse después de esos comicios, enfocar la legislatura y volver a exhibir el milagro eterno de Pedro Sánchez, la remontada perpetua.
Sánchez ahora tiene muchos más detractores que en 2014, cuando empezó y casi nadie lo conocía. El odio que le profesa un sector importante del mundo conservador es imposible de ocultar. El antisanchismo es un factor político muy relevante, de la misma manera que lo es la conexión especial que el presidente ha logrado con una parte importante del electorado progresista, que ve en él al representante máximo de la resistencia frente a la derecha. Pero lo que ya no sufre el Sánchez de 2024 es lo que le pasaba en 2014, esto es, que no sea tomado en serio. Sus rivales pueden detestarlo, pero incluso los más ultras saben que es un político con una inmensa capaz de recuperarse de las caídas. Y con un tirón electoral indiscutible que puede darle la vuelta a cualquier situación. En 10 años, Sánchez ha logrado que toda la política española gire alrededor de él, a favor o en contra. Por eso en cinco días no se ha hablado de otra cosa más que de su continuidad o su caída. Ahora que no se va, el juego empieza de nuevo con él en el centro, como siempre.
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