La estrafalaria moción de censura de Vox perjudica a sus promotores. Pretendía justificarse por la indignación que provocaron medidas del Gobierno ―la reducción de las penas a agresores sexuales por la ley del solo sí es sí, la derogación de la sedición y la rebaja de las penas por malversación―; llega tarde. La petición de adelantar las elecciones en un año electoral es dadaísta. También revela cierta impotencia: suma solo un voto más que la moción anterior. La elección del candidato tampoco les favorece: un partido supuestamente ambicioso no tiene a nadie a quien presentar ―ni entre sus líderes ni en su esfera ideológica― y escoge un nombre a partir de una ocurrencia. La selección revela debilidad.
El partido que impugna parte de la Transición no puede prescindir de su imaginario; quienes aspiran a disputar la hegemonía de la izquierda recurren a una legitimidad simbólica que viene de la izquierda: es una concesión asombrosa, que Vox adscribiría a la “derechita cobarde” si la hicieran otros. Como ha señalado David Jiménez Torres, “no tiene sentido criticar al Gobierno por su erosión de las instituciones para luego presentar una iniciativa parlamentaria tan extravagante y estéril como esta”. Un instrumento de control parlamentario no debería ser una pataleta ni una inconexa conferencia de casino de pueblo: dicen que la situación es urgente y nos hacen perder el tiempo. Vox puede generar cada vez menos temor y más risa. La crítica hiperbólica al Gobierno se emplea para desactivar reproches más medidos y la falacia por asociación pretende anular posiciones sensatas: falta poco para que defender la integridad territorial de un Estado se considere cosa de ultras.
El simulacro de moción ha propiciado otras representaciones: la unidad de gobierno, la puesta de largo de la melindrosa vacuidad de Yolanda Díaz o la ausencia estudiada de Alberto Núñez Feijóo. El episodio, frívolo y grotesco, muestra también que no sabemos cómo tratar a los mayores (es decir, a nosotros mismos dentro de 10 minutos): incomodaba el uso de la vanidad de un anciano, pero también la condescendencia de algunas contestaciones. Nos gustan los viejos que parece que siempre han sido viejos ―tuvieron su momento de gloria en el 15-M―, pero es más complicado tratar a los que han ido cambiando y dicen ahora cosas que no nos gustan. A esos les decimos que no han sabido envejecer, pero en realidad pensamos que no supieron morirse a tiempo. @gascondaniel
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