La bióloga Amparo Blay tiene un manojo de llaves con el que acceder a un mundo de fantasía. Abre un armario metálico y aparecen unos animales inverosímiles: escarabajos violín de Malasia, idénticos al instrumento. Entreabre otra puerta y saca una bandeja con machos de escarabajo hércules, un monumental insecto centroamericano del tamaño de una mano, con un monstruoso cuerno. Y Blay podría estar así el resto de su vida. Es conservadora de la colección de 5,5 millones de insectos del Museo Nacional de Ciencias Naturales, en Madrid. A su equipo —ella y dos compañeras más— les queda por catalogar el 80% de los ejemplares. Tocan a un millón y medio de insectos cada una. Los responsables de 73 de los mayores museos de ciencias naturales del mundo han lanzado este jueves una llamada de auxilio en la revista Science: el inventario de la vida es inaccesible por internet o directamente se desconoce.
El museo madrileño solo expone el 0,6% de sus más de 11 millones de piezas, según el biólogo Ignacio Doadrio, al mando de sus colecciones. Entre las joyas exhibidas está su famoso elefante asiático disecado, un animal que llegó vivo en 1773 al puerto de San Fernando (Cádiz) y recorrió a pata 800 kilómetros por España, ante la estupefacción de los lugareños, hasta ser recibido por el rey Carlos III en uno de sus palacios. El grueso de la colección de aves y mamíferos, sin embargo, está almacenado en un polígono industrial de la localidad madrileña de Arganda del Rey, en dos naves que sufrieron una inundación en 2002 y daños por una explosión en 2017. Allí se guardan cientos de obras maestras de la taxidermia científica, como cuatro osos pardos disecados hace un siglo por los hermanos José María y Luis Benedito.
Los responsables de los 73 museos han echado cuentas. Sus instituciones —encabezadas por los gigantes de Washington, Londres y Nueva York— custodian casi 1.150 millones de piezas, con apenas 4.500 científicos. Tocan a unas 250.000 piezas por investigador. Amparo Blay, a dos años de la jubilación, resopla al mencionar esa tarea inabarcable. “Me parece que no me da tiempo”, bromea en su laboratorio. Su marido, el experto en mariposas Antonio Vives, se jubiló hace dos años y sigue yendo cada mañana religiosamente a ayudar a su esposa a catalogar los millones de insectos que faltan. Un día productivo pueden registrar unas cuantas decenas de ejemplares. Existen cintas transportadoras que podrían agilizar el proceso, pero el museo no las tiene.
El paleontólogo Kirk Johnson, experto en dinosaurios y director del Museo Smithsoniano de Washington, ha coordinado el trabajo de las 73 instituciones, de una treintena de países. El equipo subraya que, tras tres siglos de investigación científica, solo se han descrito y bautizado 2,2 millones de especies de seres vivos, una minúscula fracción de los 15 millones que, se calcula, existen en la Tierra. Los firmantes consideran que sus colecciones son “una fuente inigualable de información” para estudiar los efectos del cambio climático, investigar las especies invasoras, conservar la fauna salvaje e incluso para prepararse para futuras pandemias: sus especímenes esconden microbios de otras épocas. Sin embargo, solo el 16% de sus piezas están catalogadas digitalmente —casi nunca con foto— y apenas el 0,2% de sus colecciones biológicas dispone de información genética accesible. Los autores exigen más recursos y urgen a crear una única colección mundial digitalizada.
Doadrio, de 64 años, entró al museo de voluntario cuando tenía 18, para organizar los miles de botes con peces, poco después de la muerte del dictador Francisco Franco. “Había colecciones abandonadas desde 1936, llenas de moho, con las ratas por los pasillos. El museo ha cambiado radicalmente desde que entré”, celebra el biólogo. Doadrio, no obstante, lleva décadas denunciando que la institución se muere por falta de espacio e infraestructuras. El museo se encuentra desde 1910 arrinconado en el Palacio de las Artes y la Industria, en el madrileño Paseo de la Castellana. Es una sede compartida desde entonces con la Escuela de Ingenieros Industriales, que ocupa dos terceras partes del edificio. Ante la falta de espacio, el museo guarda un tesoro en las dos naves industriales de Arganda del Rey.
La institución madrileña pertenece al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), el mayor organismo de ciencia en España. Durante décadas, Doadrio ha visto pasar por el museo a multitud de presidentes del Gobierno, reyes, alcaldes y ministros, que a menudo se comprometieron a buscar soluciones a la agonía. El biólogo recuerda que el edificio que hoy es el Museo del Prado fue diseñado en 1785 por orden del rey Carlos III para exponer colecciones de ciencias naturales, no pinturas ni estatuas. Fue su nieto Fernando VII quien cambió el guion. “Este museo se fundó con la Ilustración. Y no hemos vuelto a encontrar un gobierno ilustrado. Estamos buscándolo todavía”, afirma Doadrio con sorna.
La revista EL PAÍS Semanal publicó en 2007 un reportaje que provocó un terremoto. Se titulaba El museo de los horrores y mostraba indignantes fotografías del interior de las naves de Arganda del Rey, con los fondos ocultos del museo nacional tirados por los suelos. El esqueleto de un jabalí de 1768 asomaba por un retrete, entre huesos de ballena amontonados en los lavabos. Doadrio, responsable de las colecciones desde el año 2017, reconoce que aquel reportaje sirvió para mejorar las condiciones de las naves, pero para poco más. “Ahora recibimos 300.000 personas al año, pero es que no podemos recibir más. Tenemos colas. Madrid y el propio Estado están perdiendo una capacidad potencial de turismo enorme”, opina.
El director del museo, Rafael Zardoya, y el propio Doadrio firman el llamamiento internacional publicado en la revista Science. Su institución ha emitido un comunicado este jueves alertando de que “la información de las colecciones es poco accesible y además está en riesgo”, refiriéndose al conjunto de los 73 museos. La nota lamenta “la falta de inversión” y recuerda los incendios que destruyeron el Museo Nacional de Historia Natural de India, en 2016, y el Museo Nacional de Brasil, en 2018.
La explosión de una cercana planta industrial de residuos peligrosos en Arganda del Rey, el 4 de mayo de 2017, reventó varias ventanas de una de las naves que custodian las colecciones que no caben en el museo madrileño, según contó a este periódico el anterior director, Santiago Merino. Los cristales caídos al interior rompieron vitrinas vacías, pero no hubo daños en las colecciones científicas. Fue solo un susto, pero pudo ser una catástrofe. El incendio en el Museo Nacional de Brasil, en Río de Janeiro, arrasó el 85% de sus 20 millones de piezas. Doadrio señala unas serpientes venenosas disecadas, colgadas en un laboratorio de la institución madrileña: “Eran del museo de Río de Janeiro. Nos las donaron antes del incendio”.
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