Mi padre no es el mismo desde que salí del hospital: duerme poco, come mal y se pasa el día entero mirando la pantalla del teléfono con cara de extrañado, como si no entendiese lo que lee o no terminara de encontrar respuesta a sus preguntas. A veces, me lo imagino entrando en chats médicos para espantarse los miedos o, peor todavía, buscando el calor de algún confesor espontáneo en Facebook, como aquel cura angoleño que se escribía con mi abuela y ahora nos llama el último domingo de cada mes, a cobro revertido, para saber qué tal llevamos la ausencia.
Nadie debería obligar a un padre a elegir entre la salud de un hijo y la supervivencia del club de sus amores: conocemos la respuesta, pero no el precio. El mundo está lleno de buenos padres incapaces de distraer sus pasiones más mundanas incluso en aquellos momentos donde lo racional debería imponerse por la fuerza de los hechos. Lo intentan, sé que mi padre lo intenta, pero en su primera visita lo veo deambular sobre una baldosa —mi viejo rey del desnorte—, las manos a la espalda y la mirada desparramada sobre el suelo. “¿Ha pasado algo?”, le pregunto. Y tanto se distrae buscando respuesta que a punto está de arrancarme la vía del brazo. “¿A ti te suena de algo un tal Enríquez Negreira?”, responde con otra pregunta. “Pues están diciendo que el Barça le pagaba para comprar árbitros”. Lo conozco lo suficiente como para alegrarme de estar en una UCI, ampliamente rodeados de médicos, personal de enfermería y los mejores aparatos de reanimación.
Cuenta mi madre que, durante la operación, una de las cardiólogas salió del quirófano para ponerlos al corriente de cuanto estaba ocurriendo y mi padre se mareó. Le pasa a menudo, sobre todo en ambientes hospitalarios o en bares donde se respira demasiado madridismo, como si sintiera como inminente algún tipo de amenaza. “No creo que se atreviera a mentir en un momento así”, lo defiende sin demasiada pasión al preguntarle si deberíamos contemplar la posibilidad de que papá hubiese salido a la calle para reproducir algún tipo de vídeo o audio en el teléfono, ahora que tiene tantas alarmas de contenido configuradas que algunos días se le queda pequeño Internet. “Hombre, no sé… Pero estaba bastante pálido”, insiste ella. Teniendo en cuenta que se trata del mismo día en que estalló el escándalo de los pagos a Negreira, tampoco parece una prueba demasiado concluyente.
Sin una explicación oficial de lo ocurrido, y a la espera de lo que dictamine la justicia, a los culés como mi padre les queda la esperanza de que alguien se haya forrado como un mal menor: sentirse robado o bendecido puede ser una mera cuestión de perspectiva. Tampoco importa demasiado. A fin de cuentas, la estadística puede modificarse y los títulos llegar a desaparecer, pero arrebatar a un hincha los recuerdos de lo vivido… No merece la pena ni intentarlo, aunque una parte de la hinchada rival lo exija casi a diario: entiendo que forma parte de su propia terapia.
“¿Leíste lo que dicen aquí?”, me despierta a media tarde de ayer con las gafas retorcidas sobre la cabeza, un leve temblor en la mano derecha y la ilusión de un niño disfrazado de pirata reflejada en el rostro. “Hacienda no vio pruebas de que los pagos a Negreira influyeran en resultados”, alcanzo a leer forzando mucho la vista, pues maldita la rama que al tronco no sale: acabáramos. Es su primer gesto de felicidad plena en varias semanas, así que ni siquiera me intereso por la totalidad de la noticia al margen del titular. “Ya sabía yo que estabas más preocupado por el Barça que por mí”, le digo para reforzar vínculos y exorcizar sus pecados. “Ya, qué le vamos a hacer”, contesta sin dejar de sonreír. “Siempre te creíste muy importante”.
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