Ángeles Anaïs Juana Antolina Rosa Edelmira Nin y Culmell se describe: “La boca grande, me río muy mal, y sonrío regular. Cuando me enfado, hago una mueca con los labios. En general estoy seria…”. La entrada del diario data de 1915. Anaïs Nin tiene 12 años y una estremecedora conciencia de su cuerpo. De cómo el cuerpo y su gestualidad se ven y juzgan. “Me río muy mal, y sonrío regular”, ¿quién lo dice?, ¿sólo ella? La seriedad encaja mejor con una niña lista de 12 años consciente de que risa y sonrisa son gestos de seducción que una mujer ha de controlar con pericia. Para ser agradable. Amable. Contenida. Nunca estruendosa. Cuadros para una exposición: sonrisa arcaica de la Koré del Peplo, la Gioconda, la mujer que se tapa la boca para no reír abiertamente en un cuadro de Murillo, las inmorales risotadas que enseñan hasta la campanilla, los colmillos lésbicos de Carmilla y de las lujuriosas vampiras de la Hammer y Jesús Franco, la sonrisa tirante de Marilyn, la dentada de Farrah Fawcett, Julia Roberts muerta de risa cuando Gere amaga con pellizcarle la mano con el estuche de una joya, la protagonista de Canino que se los parte para crecer, la urgencia contemporánea del blanqueamiento dental para ser tentadora en los programas de la tele… La risa de las mujeres ha sido objeto de observación. Ensayamos la pose delante del espejo. Nos tapamos la boquita para no mostrar el trozo de lechuga en los espacios interdentales y rezamos el “Dientes, dientes, que es lo que les jode”. En las vulgaridades a veces hay un perlino destello de subversión. Frente a ella, el tolerado, deseable dolor de las ménades o de las madres abnegadas.
Ahora las mujeres no mostramos la risa o esa sonrisilla, que acaso sea burla, para que nadie la retrate, sino como genuina expresión de alegría, sarcasmo, rabia montaraz. En la literatura anglosajona existen precedentes gloriosos: Stella Gibbons; la grouchomarxiana, a su manera, Jane Bowles; Dorothy Parker, su dardo, su amargura satírica y su compasión en Una rubia imponente. Aquí contamos con el humor corrosivo de Cristina Morales y el aparentemente naíf de Mercedes Cebrián; con la originalidad de Laura Fernández y la renovada novela social de Meryem El Mehdati. Ahorita mismo, en Solo quería bailar, Greta García utiliza el humor para escribir el trayecto que lleva a una enamorada del baile hasta una celda de Alcalá de Guadaira. Y más allá. El periplo tragicómico está escrito en andaluz y constituye un alegato contra los bloqueos burocráticos de las instituciones culturales. “Pili, tú brillah”, le dice su madre a la narradora. Y, desde luego, Pili acaba brillando mientras quienes leemos nos morimos de risa y de rabia. En otra clave, Raquel Gu, humorista gráfica de línea clara, maestra de esa concentración inteligente exigida por la tira cómica, en La edad estupenda nos estampa en los labios una sonrisa que apunta hacia esos pequeños inmensos desajustes de lo cotidiano que remiten a grandes problemas compartidos: la relación con la edad, envejecimiento y muerte, insomnio, la obligación de un optimismo de pega, inseguridad crónica, la religiosidad macrobiótica y su autoritarismo, síndrome de la impostora, autocompasión, memoria perdida, ansiedad, insulto en las redes. Sonríes, te reconoces, te muerdes las uñas, ay… Nuestra risa ya no es mueca fotogénica, sino declaración de inteligencia y vida. Bella hasta cuando se descompone. Reímos para diseccionar la realidad contradiciendo la obligación de ser mirada de una higiénica y comedida manera. Nuestra risa, que acaricia o muerde, nos sale de los ojos y de las puntas de los dedos.
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